Cuando la zona era un triste desierto, al decir de Estanislao Zeballos, la población se extendía a una legua del fortín y en ese panorama de esa vasta soledad sobresalía la casa de Eulalio Aguilar, “el heroico ermitaño de la pampa”, quien con el correr del tiempo se transformaría en juez de paz y en propietario de campos en la zona.
El coronel Alvaro Barros logró el reconocimiento oficial y decretó la fundación del «Pueblo de Olavarría», el 25 de noviembre de 1867. Pero hay elementos que sostienen que el poblado existió desde 1864 y desde antes también. Barros es autor de libros sobre la vida de frontera, y abogaba por integrar al indígena y ayudarlo para que no tuvieran necesidad de malonear.
El nombre del pueblo es un homenaje al coronel José Valentín de Olavarría, nacido en Salto el 13 de febrero de 1801. Enrolado en el Ejército de los Andes, fue varias veces condecorado. Participó en diversos combates hasta la batalla final de Ayacucho. En las guerras civiles, se opuso a Juan Manuel de Rosas y debió exiliarse en Montevideo, donde falleció el 23 de octubre de 1845.
Durante años, esa extensa zona del centro bonaerense estuvo a merced de los malones indígenas. Por 1864 el teniente coronel Ignacio Rivas emplazó el campamento de las Puntas del Arroyo Tapalquén y a su alrededor se levantaron los primeros ranchos. Cuatro años después la comandancia se trasladó al borde de la laguna Blanca Grande.
Estaban en el medio de un verdadero polvorín. Las peleas en torno a la sucesión del cacique Juan Calfucurá amenazaron con transformarse en una verdadera guerra entre las distintas facciones indígenas. Calfucurá, que había sido derrotado en la batalla de San Carlos el 11 de marzo de 1872, había muerto el 3 de junio de 1873. Por años fue amo y señor de un extensísimo territorio que abarcaba parte de las provincias de Buenos Aires, La Pampa, San Luis, sur de Mendoza, además de dominar los territorios de Neuquén y Río Negro.
Fue sucedido por su hijo Manuel Namuncurá, quien tuvo que enfrentar a sus hermanos José Millaquecurá -para muchos el legítimo heredero- y a Bernardo Namuncurá, quien contaba con el apoyo de otros capitanejos.
Manuel era apoyado por su hermano menor, Álvaro Rumay, a quien seguían centenares de guerreros.
Rumay se había hecho fuerte en la zona de Salinas Grandes y participó en asaltos y malones contra el hombre blanco, junto a su padre y su hermano. Para fines de 1876 junto a Namuncurá invadió la campaña bonaerense con dos mil hombres, con el apoyo de los caciques Manuel Grande y Tripailao. Grande había sido un aliado de siempre de Calfucurá y no había reconocido la autoridad de Catriel como “cacique general de todas las pampas”.
El viernes 10 de marzo de 1876 unas dos mil lanzas lideradas por el cacique Rumay invadieron el poblado de Olavarría. No era la primera vez que era blanco de ataques. Los más recordados ocurrieron el 13 de febrero de 1855 cuando los caciques Calfucurá, Catriel y Cachul destruyeron el poblado de “Tapalquén Nuevo”, asentado en el lugar donde se levantaría el pueblo en cuestión.
En la batalla de Sierra Chica, del 31 de mayo de 1855 entre las fuerzas del Estado de Buenos Aires comandado por Bartolomé Mitre y los hombres de Juan Calfucurá, Juan Catriel y Cachul, la caballería indígena fue arrolladora y el propio Mitre debió huir para salvar su vida. Fue rescatado gracias a refuerzos enviados desde Fuerte Independencia. A su regreso a Buenos Aires afirmó que “el desierto es inconquistable”.
En agosto de 1876 Antonio Donovan, al mando de una reducida dotación de soldados logró rechazar el ataque de más de un millar de indígenas. En la huida, los soldados pudieron recuperar miles de cabezas de ganado que eran arreados por los indígenas.
Eran tiempos en que Azul, Tandil, Tapalqué y General Alvear recibían ataques, que se enmarcaban en la estrategia indígena del malón grande, una ofensiva que había iniciado en diciembre de 1875.
Alertado el ejército, los indígenas, en ese ataque del 10 de marzo, fueron derrotados por las fuerzas comandadas por los coroneles Salvador Maldonado y Plácido López, en el combate de Las Horquetas del Sauce y luego en la Laguna de Parahuil, lo que significó el principio del fin para Namuncurá.
Por entonces los combates eran muy desiguales. Las fuerzas del ejército estaban armadas con los flamantes fusiles Remington, modelos 1866 y 1871 calibre 11 milímetros, y contra ellos poco podían hacer el indígena. Donde sí sacaba ventaja era en el conocimiento del terreno y en su montura, ya que entrenaban a sus caballos para galopar por las tierras movedizas del desierto.
En 1876 el ministro de guerra y marina Adolfo Alsina dispuso la construcción de una zanja defensiva, que debía parar a los malones. Diseñada por el ingeniero Alfredo Ebelot, fue construida durante ese año y el siguiente por hombres de la División Norte, al mando del coronel Conrado Villegas. Cavados a pico y pala, de los 600 kilómetros planeados, se ejecutaron 370, ya que las obras se pararon con la muerte de Alsina. Julio A. Roca desechó la idea de la zanja y encaró una campaña ofensiva, que pasó a la historia como “la campaña al desierto”.
Rumay quedó solo cuando Namuncurá se rindió en 1884 a las fuerzas del ejército. Buscó refugio en la cordillera de los Andes, y debió eludir la persecución de la que fue objeto. En el paso de Llaima, fue sorprendido por fuerzas al mando del coronel José Silvano Daza, un catamarqueño veterano en la lucha contra el indígena. Del apuro debió dejar varios caballos ensillados. En su huida, Rumay hasta perdió su poncho. Ese fue su fin como guerrero, al quedar aislado y sin gente que lo siguiera.
Olavarría continuó su crecimiento. Ese pueblo de escasas diez manzanas y una veintena de comercios que tenía en 1868, creció cuando en 1878 se establecieron colonos ruso-alemanes que se dedicaron al cultivo del trigo. Luego vendría la campaña de Roca y otra historia comenzaba.