El plan de los españoles era el de aislar a Manuel Asensio Padilla del grueso de sus hombres. Padilla, hijo de hacendados criado en el campo, tenía estudios universitarios de derecho que abandonó para casarse. Cuando estalló la Revolución de Mayo, fue nombrado comandante militar y civil del territorio de La Laguna, cerca de Chuquisaca. La alianza que selló con los indígenas chiriguanos y con el cacique Cumbia había sido clave para engrosar sus filas.
El que planeaba aislarlo era el coronel español José Santos La Hera, con sus galones ganados en el campo de batalla. Tenía 23 años y ya había combatido en las batallas de Tucumán y Salta; en Vilcapugio vio morir a su hermano Felipe y peleó en Ayohuma. Luego de Sipe Sipe en 1815 había sido ascendido a coronel.
La Hera tomó dos batallones y un grupo de jinetes se dispuso atacar el poblado del Villar, que era defendido por Juana Azurduy, la esposa de Padilla, una mujer de armas tomar y con fama de temeraria. El español la tenía entre ojos.
Padilla y Azurduy se conocían de niños, ya que la familia de él había sido amiga por años del padre de ella. Se casaron en 1802 y tendrían cinco hijos, Manuel, Mariano, Juliana, Mercedes y Luisa del que solo ésta última llegaría a la mayoría de edad. El matrimonio hizo suyos los ideales independentistas, cuando aún faltaba para el 25 de mayo de 1810.
Juana había nacido en Chuquisaca el 12 de julio de 1780 y los tíos que criaron a esa niña que había quedado huérfana no pudieron con ella y la mandaron a un monasterio. Pero para las monjas también era inmanejable y la chica volvió a la hacienda familiar.
Ella se transformaría en un temible vendaval de furia que hacía electrizar a sus seguidores en las batallas. Montada en su caballo, con su chiripá blanco, casaca roja y el inconfundible gorro del mismo color, sabía cómo conducir.
La pareja pasó a integrar la lista de buscados por los españoles cuando se embarcó en la revolución de Chuquisaca, el primer estallido revolucionario ocurrido el 25 de mayo de 1809, un levantamiento popular contra la Real Audiencia de Charcas, que terminó en una violenta represión.
Los Padilla alojaron en su hacienda a Juan José Castelli y Antonio González Balcarce, los jefes del Ejército Auxiliar, antes del desastre de Huaqui en junio de 1811, que determinaría la pérdida del Alto Perú. Las consecuencias no demoraron en llegar. Los españoles, nuevamente dueños del terreno, les confiscaron las propiedades y debieron ocultarse. Manuel ya estaba identificado por los realistas como quien se ocupaba de atacar la ruta de suministros que llegaban para los españoles en Chuquisaca.
En el Villar no sería la primera vez que su esposo estaría en peligro. En una oportunidad, cuando fue capturado, ella reunió a más de 300 indígenas. Entraron a Chuquisaca de a poco, simulando ser lugareños. Y a la noche tomaron por asalto la cárcel del Cabildo, donde un par de guardias somnolientos apenas pudieron reaccionar y Padilla fue liberado.
Estuvieron a las órdenes de Manuel Belgrano. Participaron en el éxodo jujeño; Padilla combatió en Salta y Tucumán y en Vilcapugio, si bien Juana no entró en acción, estuvo en la retaguardia. Luego de Ayohuma, el creador de la bandera le obsequió a la mujer su sable en señal de respeto y reconocimiento.
Su liderazgo fue un imán para que muchas mujeres se le unieran y quisieran seguirla en esas cargas desordenadas, rodeada de indígenas armados como podían, con lanzas, arcos y aún palos.
El 10 de febrero de 1816, Chuquisaca, ocupada por los realistas, al mando del coronel de La Hera, fue atacada sorpresivamente por 3700 hombres al mando del comandante Padilla. Tal era su fama que muchos del pueblo, al verlos, se les unieron. Desde sus barricadas, los españoles observaban absortos la temeridad de una mujer montada a caballo, armada con sable y pistoleras, que iba de un lado para el otro, animando a la tropa.
La Hera quería tomarla prisionera y de un certero disparo, mató a su caballo. Sin embargo, la mujer fue rescatada por los suyos.
Cuando La Hera intentó aislar a Padilla, ella estaba al frente de una treintena de fusileros y unos doscientos indígenas, tanto hombres como mujeres. Les tenía preparada una emboscada, guarnecidos en zanjas protegidas por espinos. Cuando los españoles llegaron fueron recibidos por una descarga de fusilería, mientras que un grupo a caballo los atacó por los flancos.
Un coronel español tomó la bandera para animar a la tropa. Pero Juana Azurduy se abalanzó sobre él y se la quitó, mientras sus seguidores terminaban con su vida. Así enfrentó a las fuerzas españolas, con tal fiereza, que debieron retirarse, dejando quince muertos y armamento. Era el 3 de marzo de 1816.
En el parte que envió a Buenos Aires, un asombrado Manuel Belgrano escribió que “paso a mano de VE el diseño de la bandera que la amazona doña Juana Azurduy tomó en el Cerro de la Plata, como a once leguas al oeste de Chuquisaca. El comandante Padilla calla que esta gloria pertenece a la nombrada, su esposa, por moderación; pero por conductos fidedignos, me consta que ella misma arrancó de las manos del abanderado este signo de tiranía a esfuerzos de su valor y de sus conocimientos de milicia”.
Luego de su desempeño en el ataque del Cerro de Potosí, Juana fue ascendida a teniente coronel en la división Decididos del Perú.
El principio del fin sería la batalla de la Laguna, donde volverían a enfrentarse con los españoles entre el 13 y 14 de septiembre de ese año. Ella sería herida de bala y debió abandonar el campo de batalla, mientras que su esposo era degollado cuando ya agonizaba por dos disparos recibidos en la espalda.
Tardó algunos días en reunir a un grupo que la ayudase a rescatar la cabeza corrompida de su marido, clavada en una pica, y darle sepultura con honores militares. No sabía dónde ir. Luego de estar un tiempo oculta en el Chaco, se acopló a las fuerzas de Martín Miguel de Güemes. Pero cuando éste murió en 1821, volvió a quedar sin rumbo.
Hacía tiempo que sus cuatro hijos habían fallecido víctimas del paludismo y la malaria. Le quedaba la compañía de su quinta hija, Luisa. Deseaba volver a Chuquisaca, pero no tenía cómo. Para vivir, debió pedir limosna. Hasta que en mayo de 1825, el gobierno de Jujuy le cedió cuatro mulas y cincuenta pesos para los gastos del viaje.
Cuando llegó, era una desconocida. Intentó en vano recuperar sus bienes, ahora en manos de otros. Su única propiedad debió malvenderla y fue inútil luchar contra la burocracia en el reclamo de sus sueldos de oficial.
En esa pieza miserable donde vivía, se acercó a conocerla Simón Bolívar, quien le concedió una pensión vitalicia de 60 pesos, que posteriormente el Mariscal Antonio de Sucre aumentó, pero que dejaría de percibir en 1830. Sus antiguos jefes, como Belgrano o Güemes o tantos otros que había conocido, habían muerto. No tenía a quien recurrir.
Casi nadie reconoció a esa mujer, montada en una mula prestada, acompañada de su hija, cuando regresó vencida a su terruño. Quedó sola, acompañada por un niño ya que su hija ya se había marchado al casarse. En una humilde pieza de un barrio de Chuquisaca, aferrada a unos pocos recuerdos, murió el día patrio del 25 de mayo de 1862.
Los homenajes vendrían mucho después. Una pequeña ciudad en la provincia boliviana de Tomina lleva el nombre de su esposo -donde tenía su cuartel- mientras que una provincia la recuerda. En 2009 fue ascendida a general post mortem, convirtiéndose en la primera mujer en alcanzar ese grado.
Con el correr de los años, sus despojos fueron rescatados de la fosa común en la que había sido enterrados, con la sola presencia de un cura. Esa anciana de 81 años había sido esa corajuda sin límites, la admirada por Belgrano y Bolívar, la misma andrajosa y harapienta que había sido un temible vendaval de furia que hacía electrizar a sus seguidores en los campos de batalla.