En febrero de 1455 -algunos autores arriesgan que fue el 23-, Johannes Gutenberg tuvo en sus manos, por fin, lo que había perseguido durante años: el primer libro impreso con tipos móviles de la historia. Al menos, eso quedó establecido en la historia oficial que se enseña en Occidente. La Europa ilustrada se atribuye dos sucesos marcados a fuego durante el siglo XV: la invención de la imprenta y el descubrimiento de América. Se sabe que ambas cosas son discutibles. Los chinos en el primer caso y los vikingos en el segundo podrían ganar fácilmente ese debate. Más de cuatrocientos años antes que Gutenberg, el chino Bi Sheng ideó la impresión de tipos móviles, que fabricó de porcelana, pintaba con tinta y presionaba sobre papel de arroz con una máquina circular. Cien años después, su invento fue perfeccionado en Corea, donde le agregaron tipos hechos de hierro. Es probable que los escritos atribuidos a Marco Polo sobre sus maravillosos descubrimientos en el Lejano Oriente hayan influido sobre Gutenberg, aunque no quedaron testimonios de ello. Pero sería obtuso negar que la máquina que inventó Gutenberg para imprimir la llamada “Biblia de 42 líneas” (era la cantidad que tenía por página) revolucionó la cultura, la política y las relaciones sociales de esta parte del planeta. Abarató la producción de libros en forma significativa. Y los puso al alcance de todos.
Gutenberg -que no se llamaba así cuando lo bautizaron- nació en Maguncia (Mainz), que por esa época formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico, y actualmente se ubica en Alemania. La fecha no se conoce con precisión, pero fue hacia 1398. En 1900, una convención internacional zanjó la discusión con un número redondo: hizo oficial al año 1400 como el de su alumbramiento. Así fue más fácil celebrar los 500 años de su nacimiento. Su apellido real era Gensfleisch zur Laden y su familia, parte de la alta burguesía local. El padre, Friedrich Friele Gensfleisch, se dedicaba a la orfebrería y dirigía la Casa de la Moneda de esa localidad. La madre, Else Wilse, era la rica heredera de un comerciante. Cuando se casaron en 1386, el padre de la mujer -segunda esposa de Friedrich- les regaló una mansión. La casona se llamaba Zum Gutenberg, y de allí tomó el apellido que lo hizo famoso. La razón del cambio es entendible: en el dialecto germano-renano, Gensfleisch significa “carne de ganso”. Imaginemos la magnitud del bullying -o como se llamara en esos años- que habrá recibido de pequeño para tomar tal decisión.
En ese ambiente, el joven Johannes se crió junto a dos hermanos y aprendió el mismo oficio que su padre. En rigor, toda la familia Gensfleich se dedicaba a la orfebrería y al comercio de metales para tal fin. En la Casa de Moneda tomó contacto con la confección de moldes para acuñar metal. En 1419, su padre murió. Un año después, Johannes y su hermano Friele disputaron con su hermanastra Patze la herencia paterna. Aunque tenía alrededor de 15 años, se representó a sí mismo en el juicio que se entablaron ambas partes. La decisión del juez fue que recibiría una pensión vitalicia de 19 florines.
Cuando cumplió 30 años, la situación política local se tornó riesgosa. Hubo revueltas, y él, que tomó partido por el lado perdedor, debió abandonar la ciudad con lo puesto. En 1434 se instaló en Saint Arbogast, una pequeña localidad en las afueras de Estrasburgo, en esa época una de las llamadas ciudades imperiales libres. Desde ese momento, su vida resultó azarosa. A pesar de la magnitud del invento que le adjudicarían más adelante, siempre se vio envuelto en polémicas y juicios. Como, por ejemplo, los que debió afrontar en esa ciudad por deudas impagas y faltas más mundanas: una mujer llamada Emelin, a quien le había jurado matrimonio, lo llevó a los estrados por romper el compromiso. En las actas recuperadas sólo dicen que un testigo adujo que hubo, además, insultos por parte de Johannes. Pero no está la resolución del problema. Es que la historia oficial de Gutenberg está llena de lagunas y años en blanco: no se sabe, por ejemplo, si tuvo hijos o se casó. El juicio con Emelin es la única referencia a su vida amorosa. Sí se conoce, por otros documentos judiciales, que en esa ciudad se dedicó a dos actividades lucrativas, que además enseñaba: el tallado de piedras preciosas y al pulido de espejos convexos para usar en los sombreros o en la ropa durante las peregrinaciones religiosas a Aachen. Era la moda del momento: a través de ellos, sostenían, el creyente podía “recibir” la imagen adorada y así ser bendecidos. Hubo un problema: se equivocaron la fecha de la caminata de los creyentes y debieron guardarlos durante todo un año.
Para instalar su taller, se asoció con Andreas Dritzehn, Hans Riffe y Andreas Heilman. Mientras tanto, en el más absoluto secreto, comenzó a diseñar y construir las primeras maquetas de lo que sería su gran invención. Cuando los tres aportantes de dinero se dieron cuenta del potencial que tenía el proyecto, decidieron inyectar más dinero a la empresa. A través de un contrato firmado en 1438, debían aportar 125 florines cada uno. A cambio, Gutenberg les exigió la mayor discreción sobre el asunto.
La sociedad terminó mal. Dritzehn murió, víctima de la peste, el día de Navidad de ese mismo año y sus hermanos exigieron formar parte de la firma o que les devolvieran su parte del dinero. Gutenberg se negó y fue demandado por ellos. Debió comparecer otra vez ante los tribunales. Los familiares del socio adujeron que en el taller se hacía un “arte secreta”. Los jueces fallaron en su contra. Pero lo peor no fue el pago que debió afrontar, sino que el proyecto que escondía con gran celo fue descubierto a través de los testimonios brindados durante el proceso. Sin embargo, la imprenta aún estaba en una fase experimental. Y no sería en Estrasburgo donde vería la luz.
En 1444, Estrasburgo sufrió el ataque del conde de Armagnac. Gutenberg se unió a las filas de los defensores, pero poco después abandonó la ciudad y regresó a Maguncia.
En este punto, la biografía de Gutenberg se oscurece, entra en una especie de nebulosa. La leyenda de “otro inventor” de la imprenta de tipos móviles se interpone en su camino. El nombre de este creador es Laurens Janzoon Coster, un holandés nacido en Haarlem, Países Bajos, dueño de una posada y fabricante de velas. El relato fue recogido por un cronista del siglo XVI, Habrianus Junius (médico e historiador holandés), y suscripto en la misma centuria por otro, Petrus Scriverius (escritor y erudito de la misma nacionalidad). Ambos sostienen que Coster fue el verdadero inventor, que Gutenberg sólo aprovechó sus descubrimientos. Sin embargo, ninguna de esas afirmaciones -hechas un siglo después de la aparición de la imprenta- tiene el sustento de alguna prueba. Apenas un nombre une ambas historias.
La narración de ambos cronistas indica que Coster, mientras paseaba por un bosque junto a su nieto, tomó un trozo de madera de un árbol y talló una letra sobre él. El niño la usó como un molde y dejó una huella en la tierra con su forma. Coster se iluminó. Vio que si hacía una talla con cada letra del alfabeto, podría imprimirla sobre un papel. Hasta ese momento, hacer un libro implicaba una paciente tarea a mano que insumía meses y por lo general llevaban adelante los monjes. En Europa ya eran comunes las xilografías hechas con maderas talladas. Pero esto era inédito, revolucionario: los tipos se podían intercambiar.
Coster, de acuerdo a este relato, comenzó a trabajar en su idea: combinó tintas y fabricó una máquina. En 1440, cuando todo estuvo listo, se preparó para imprimir lo que iba a ser el primer libro de la historia: el Speculum Humanae Salvationis. Sin embargo, una noche, al regresar a su taller, encontró todo revuelto y destruido: le habían robado las matrices y los tipos móviles. Sólo halló, en medio del desorden, una letra “A”.
Al día siguiente, uno de sus empleados, llamado Johan Fust, no fue a trabajar. Había desaparecido. Era el ladrón. Su reaparición fue, unos años después, en su pueblo natal, Maguncia, y junto a Johannes Gutenberg.
Es bueno reiterar que del relato de Junius y Scriverius no hay ninguna documentación disponible. Sin embargo, hoy en Haarlem, una estatua de bronce recuerda a Coster y reivindica su figura. Bajo la imagen reza: “Inventor del arte de la impresión con tipos móviles fundidos en metal”.
Mientras tanto, en Maguncia, Gutenberg estaba dispuesto a culminar lo que había comenzado en Estrasburgo. En 1448, un pariente suyo llamado Arnold Gelthuss le prestó 150 florines. Con ellos hizo dos incipientes impresiones, llenas de defectos: “El poema del Juicio Final” y el “Calendario de 1448″. Pero no podía avanzar más por los altos costos de la maquinaria que perseguía. Como le sucedía siempre, sus bolsillos flaqueaban y necesitaba un socio capitalista. Corría 1450 y apareció Fust -el supuesto empleado infiel de Coster- en la historia. En realidad, Fust era un prestamista, un hombre de negocios que vio en la propuesta de Gutenberg la oportunidad de ganar plata. Así que fue generoso: firmaron un contrato en el que se comprometía a prestarle 800 florines para la fabricación de las máquinas. Cuatro años después aportó otro tanto para los elementos necesarios para la producción de libros, como papel, tinta y pergamino. Era muchísimo dinero: según el sitio oficial del Museo Gutenberg, por esos años, en Maguncia, una casa costaba 500 florines. A cambio, Gutenberg puso como garantía sus herramientas y maquinarias. Ambos instalaron un comercio llamado Das werk der bücher (”El trabajo de los libros”) para el que contrataron a un calígrafo llamado Peter Schoeffer, que había estudiado esa materia en París.
Al llegar al quinto año, Fust se impacientó con su socio. Había creído que recuperaría muy pronto su inversión, y Gutenberg demoraba en obtener resultados. El 22 de febrero de 1455, éste logró su objetivo y le enrostró la Biblia impresa por el taller. Era un ejemplar de 1282 páginas con el texto de la Vulgata, la traducción de la Biblia al latín que hizo Jerónimo de Estridón en el año 382 d.C. La tipografía, que imitaba a las intrincadas letras de los monjes, era negra y los subtítulos e ilustraciones eran a color. Las tapas se hicieron de piel de cordero, y se tiraron -es una estimación- unos 180 ejemplares, 135 sobre papel y 45 sobre pergamino. Hoy, de este incunable se conservan unas 48 Biblias (sólo 21 completas), de las que apenas 13 son sobre pergamino (un sólo ejemplar completo).
En realidad, decir que la Biblia fue la primera obra que salió de su imprenta es incorrecto: el 22 de octubre de 1454 publicó una carta de indulgencia. Era lo siguiente: cuando un creyente le compraba uno de esos formularios a la Iglesia, se le colocaba su nombre y sus pecados eran perdonados. Un fraile dominico llamado Johann Teztel lo definió en forma implacable: “Cuando en la caja suena el dinero, el alma sale del fuego”. Contra esa práctica también fue la reforma protestante de Martín Lutero, y no casualmente en Alemania. Y la imprenta creada por Gutenberg unos años antes de que clavara sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg fue su gran aliada para difundir sus ideas.
Volviendo a Gutenberg, antes de La Biblia también había publicado un texto de gramática escolar de 28 páginas, como prueba. Pero las Escrituras, por supuesto, tenían otro glamour. Cuando el cardenal Enea Piccolomini (futuro papa Pío II) vio el libro, quedó extasiado: “Gutenberg es un hombre maravilloso… las letras son tan claras que se pueden leer sin anteojos”.
El sistema hoy parece muy sencillo, pero en su momento cambió la historia del mundo. El primer paso era fundir plomo en un horno. Luego, el mismo se vertía en moldes con la forma de las letras y signos. Cuando se enfriaba, se pulían. Los tipos se combinaban formando las palabras y los espacios, y se introducían en cajas de madera. Cuando el texto estaba armado, se le pasaba tinta, aceite y hollín. Y luego, mediante una prensa que adaptó de una usada para hacer vino, se apretaban contra un papel o contra un pergamino. Por último, se dejaba secar. Para La Biblia, Gutenberg y su ayudante Schoeffer, fundieron 5 millones de tipos de plomo.
Parecía que el negocio de la impresión lo convertiría en un hombre de gran fortuna. Pero calculó mal. Por lo menos, Fust no estaba conforme con la marcha de la empresa. O era el estafador que cuenta la leyenda de Coster. Con la excusa de que Gutenberg no le había devuelto el dinero del préstamo, le inició un juicio. Los tribunales volvieron a ser esquivos para él. El 6 de noviembre de 1455, un acta notarial firmada por Ulrich Helmasperger indica que se vio obligado a pagar 800 florines más los intereses de cinco años. Gutenberg no tenía semejante cantidad, así que debió entregarle a Fust todo lo que tenía en su taller, incluyendo la imprenta y las herramientas. Quedó en la quiebra.
Mientras para Gutenberg comenzaba una etapa desoladora -ya tenía casi 60 años- Fust se asoció con Schoeffer, quien poco después se convirtió en su yerno. Ambos se convirtieron en prósperos impresores, editando obras que causaron la admiración de toda Europa.
Gutenberg, arruinado por esa y otras deudas, se recluyó en el monasterio de San Víctor. En ese lugar, hacia 1462, un funcionario municipal de Maguncia, Konrad Humery, le dio el dinero necesario para construir una pequeña imprenta, con la que volvió a trabajar. Ese mismo año, la cambiante situación política de la región tuvo otro episodio violento. Su resultado terminó favoreciendo al inventor.
Adolfo II de Nassau era un clérigo de la congregación de San Víctor que contaba con el favor del papa Pío II y el rey Federico III de Habsburgo. El Santo Padre lo nombró arzobispo de Maguncia, pero otro sacerdote, Diether von Isenburg, ocupó ese lugar por la votación de la gente. No era una época en la que los religiosos tomaban los asuntos en forma contemplativa. Así que Adolfo II armó un ejército y ocupó Maguncia en forma violenta. Tanto, que dejó a sus tropas en libertad para el saqueo. Se calcula que 400 habitantes fueron asesinados y otros tantos huyeron. Entre ellos, Schoeffer, que se instaló en Frankfurt y abrió otra imprenta. Sin quererlo, fue un paso decisivo para que el uso de la imprenta se hiciera popular. En pocos años, a lo largo del río Rhin, ocho ciudades poseían una.
Ante la ausencia de una imprenta, Adolfo II recurrió a Gutenberg, que estaba confinado en el convento. En 1465 se convirtió en su mecenas y lo llenó de privilegios. Fue incluido en la Corte, exento del pago de impuestos y se le otorgó una pensión que incluía sus gastos en alimentos, vino y vestimenta.
No pudo disfrutar demasiado de su nuevo status. Murió el 3 de febrero de 1467. La fecha tiene una sola fuente: el monasterio de San Víctor. Lo enterraron en la Iglesia de San Francisco de Maguncia. En 1793, otra invasión, en este caso la del emperador Guillermo II de Prusia, destruyó esa iglesia, y la tumba de Gutenberg se perdió.
Al destino le gustan las ironías: hoy, a 20 metros de la estatua de Gutenberg, ubicada donde se supone que fue enterrado, cruza la calle que recuerda a Peter Schoffer.