Filippo ya era rebelde de joven en su Nola natal, un pueblo cercano a Nápoles, ubicado entre el volcán Vesubio y los montes Apeninos. Allí había nacido en enero o febrero de 1548. A los 15 años ingresó a la orden de los Dominicos, y para los frailes del monasterio de Santo Domingo Mayor de Nápoles representó un verdadero dolor de cabeza.
Porque su genio y su carácter no se llevaban bien ni con la autoridad de la iglesia ni con la disciplina del orden.
Comenzó a polemizar a partir de las lecturas de la filosofía aristotélica y la teología de Santo Tomás. En la celda que ocupaba, descolgó las imágenes de la Virgen y de los santos, sólo dejó un crucifijo y se cambió el nombre por Giordano.
En 1572 se ordenó sacerdote y tres años después obtuvo el título de doctor en Teología. Era aún joven cuando comenzó a escribir teatro, poesía e incursionó en trabajos en los que reflexionaba sobre cuestiones teológicas.
Tanto hizo que fue acusado de herejía, y antes de que la investigación por sus ideas y posiciones tomase cuerpo, decidió huir del convento en 1576 y se convirtió en un viajero sin fin, adoptando una vida en la que defendía sus propias convicciones, lo que suponía ir en contra de la fe católica. Por un tiempo dijo haberse convertido al calvinismo.
En Roma se alojó en el convento de Santa María sobre Minerva, una antiquísima basílica que había sido construida encima del templo dedicado a la diosa Minerva, y que el papa Alejandro VI se lo había dado a los dominicos.
Allí, las opiniones de Bruno llamaron la atención de la Inquisición, y de nuevo debió marcharse.
La Inquisición había sido impuesta en Italia por el Papa Paulo III con el propósito de frenar la influencia del protestantismo y castigar todo aquello que a la iglesia fuese una herejía. Además, este pontífice mandó elaborar la primera lista de libros prohibidos.
Es que la iglesia con la ciencia no se llevaban para nada bien. En medio de los enfrentamientos entre católicos y protestantes, las luchas de una Europa dividida, en Roma se vio a la ciencia como un rival, más cuando los libros científicos comenzaron a ser leídos para buscar referencias o explicaciones referidas a Dios y a las Sagradas Escrituras.
Los temores de la iglesia se comprobaron con las teorías de Nicolás Copérnico y de Galileo Galilei, quien debió retractarse de las ideas que también había sostenido Copérnico sobre que la tierra giraba alrededor del sol, y no al revés.
Pero Bruno decidió tomar su propio camino, sin importar lo que ocurriese. Recorrió varias ciudades del norte de Italia, viviendo en forma miserable, y ganándose el pan dando clases de gramática a niños.
No solo defendió el sistema sostenido por el polaco Copérnico, sino que afirmó que existían muchos mundos y sistemas solares, que el espacio era infinito, los astros tenían su propio movimiento y el sol era más grande que la tierra.
Alrededor de 1578 dio conferencias en París, y fue aceptado, con las reservas del caso, en la corte de Enrique III. Allí publicó su libro La sombra de las ideas. Cuando viajó a Ginebra, abandonó los hábitos. En esa ciudad quiso dar clases en la universidad, a la que debió dejar precipitadamente cuando criticó escritos de un profesor.
En 1583 viajó a Gran Bretaña, y consiguió un trabajo de secretario del embajador francés. Pudo dar clases en Oxford y se asegura que allí produjo sus mejores trabajos.
Volvió a Francia y fue expulsado luego de un debate público en el que fue agredido. Se trasladó a Alemania y vivió en el convento de las carmelitas en la ciudad de Francfort. Allí tomó contacto con el luteranismo.
Sus detractores aseguraban que usaba sus conocimientos científicos, los que relacionaba con sus ideas, y que sus conclusiones eran meras especulaciones.
La invitación que recibió del veneciano Giovanni Mocenigo fue el principio del fin. Este político de 33 años lo invitó en 1591 a estar bajo su protección, y Bruno aceptó.
El conflicto surgió cuando Bruno, luego de un tiempo, pretendió viajar a Alemania a coordinar la edición de sus obras, Mocenigo se habría negado y lo denunció ante la Inquisición local. Fuentes aseguran que este mecenas trabajaba para el tribunal inquisidor.
Cuando la Inquisición romana se enteró de la detención, pidió que fuese llevado a la ciudad y se lo encerró en el Palacio del Santo Oficio por herejía, blasfemia e inmoralidad.
El proceso lo llevó a cabo el cardenal jesuita Roberto Belarmino, llamado el “martillo de los herejes”, el mismo que encabezaría la causa contra Galileo Galilei. La lista de cargos que enfrentaba Bruno era interminable: desde hablar mal de la fe católica, de Cristo, de la Virgen María y negar la transubstanciación que se daba en la eucaristía y varias cuestiones ligadas a la ciencia.
Nada lo ayudaba, más aún cuando insistía en que había muchos mundos y universos.
En 1593, mientras estudiaban detalladamente las obras que había escrito, fue llevado a las temibles prisiones del Santo Oficio, donde la tortura estaba a la orden del día. Sus libros, como no pasaron el filtro de la Inquisición, terminaron hechos cenizas en la Plaza San Pedro y fueron prohibidos.
Al año siguiente presentó su defensa pero el final era inexorable: se lo condenó a morir en la hoguera. De haberse arrepentido de sus opiniones, no hubiera salvado la vida, pero hubiera tenido una muerte rápida y luego su cuerpo sería quemado en la hoguera. Pero no hubo caso.
La ejecución fue el 17 de febrero de 1600 en el Campo di Fiori, un lugar que estaba rodeado de prados con flores y huertos. Este predio estaba reservado a las ejecuciones y también a los castigos públicos.
Bruno tenía su lengua sujetada posiblemente con un clavo o con una prensa de madera, para impedirle dirigirse a la multitud. Lo desnudaron y lo ataron a un palo. Su último gesto, antes de sucumbir ante las llamas, fue el de dar vuelta su cabeza cuando intentaron que besase un crucifijo. Alguien recordó que Bruno había dicho que subiría con fuego al paraíso.
El 9 de junio de 1889, en el lugar donde había sido ejecutado, colocaron su estatua, y la iglesia propuso removerla cuando con el gobierno italiano se firmó el pacto de Letrán, que supuso la creación del Estado Vaticano, pero Benito Mussolini se negó. Ya era tiempo de dejarlo en paz.