A partir de 1810, las escuelas que por años habían sido sostenidas por el rey de España, se las llamó Escuelas de la Patria. La de la San Juan, ocupaba un espacioso local al lado de la plaza de armas, y disponía de amplios salones que podían albergar a unos trescientos niños, que llegaban de todos lados. No había distingo de clases sociales y así los chicos de buenas familias de la ciudad se codeaban con aquellos que vivían y trabajaban en el campo.
Uno de ellos era Faustino Valentín Quiroga Sarmiento, que venía de El Carrascal, un barrio humilde de la ciudad. Le endilgan a la madre que, por su devoción a Santo Domingo, llamó a la criatura Domingo, relegando el de Faustino a un segundo plano. Había nacido el 15 de febrero de 1811, hace hoy 213 años.
La escuela de San Juan
Uno de los salones era para los chicos a los que se les enseñaban lectura y escritura; en un segundo salón, alumnos más avanzados estudiaban doctrina cristiana y las primeras nociones de aritmética y gramática; y un tercero continuaban con la gramática y ortografía, además de aritmética comercial, álgebra hasta ecuaciones de segundo grado, extracción de raíces, historia sagrada y doctrina cristiana.
El niño Valentín entró con ventaja: tenía 4 años cuando su tío José Manuel Quiroga Sarmiento ya le había enseñado a leer, lo que lo condenó a que su madre, orgullosa, lo llevase a casas de parientes o amigos donde debía hacerlo en voz alta.
En su Recuerdo de Provincia, dijo que fue a la escuela por nueve años, y por más que hubiera querido faltar, su madre era la encargada de que asistiese como correspondía.
La Bebida hoy forma parte del Gran San Juan, en el departamento de Rivadavia, en el oeste de la capital. Se transformó en una ciudad con barrios y asentamientos, con cuatro escuelas públicas y una salita de primeros auxilios. Antes del virreinato, era un páramo polvoriento con algún que otro rancho a mitad de camino entre la ciudad de San Juan y los Baños de Zonda. Allí nació el 27 de junio de 1774 Paula Zoila Albarracín, la mamá de Sarmiento.
De “una beldad severa y modesta”, según la describió su hijo, era la de carácter en el hogar. El papá de Paula se llamaba Cornelio y había sido dueño de la mitad de las tierras del valle del Zonda. Estaba casado con Juana Irrazábal.
La familia terminó en la pobreza cuando Cornelio enfermó y fue escasa la herencia que a su muerte le tocó a más de una docena de hijos. Huérfana de muy joven, aprendió de golpe a lidiar en la crianza de sus hermanos. Sabía leer y escribir gracias a las lecciones del maestro, médico y cura José Castro.
La valentía de la mamá de Sarmiento
Aún soltera, con 23 años, esa mujer alta, un tanto huesuda, nariz prominente, afilada y aguda y ojos claros como muchos de los Albarracín, decidió tener casa propia, y se largó a construirla en el barrio El Carrascal con dos esclavos prestados por sus hermanas Irrazábal. Sus paredes de adobe y sus techos de caña, palo y barro resistieron el devastador terremoto de 1944.
A la sombra de la famosa higuera, que quedaría cerca de la puerta de entrada, instaló un telar español de tipo horizontal, que aún se conserva. Y se largó a la producción del anascote, una tela de lana peinada, un tanto áspera, que solía usarse para la confección de hábitos de órdenes religiosas. Toribia, una mujer de sangre negra e indígena que había sido criada en la familia, amiga y colaboradora, se encargaba de la venta de la producción.
Paula tejía unos diez metros por semana, y el ruido de la lanzadera del telar ya se escuchaba al alba. Obtenía por semana unos seis pesos que le alcanzaba para pagarle a los albañiles, cosa que hacía los sábados. Así levantó una casa con un salón, un dormitorio para los padres, algunos ambientes pequeños para los hijos, cocina y una pequeña huerta.
Cuando el 21 de diciembre de 1802 el rancho estuvo listo, Paula se casó, en la iglesia de San José, con José Clemente Sarmiento, un joven buen mozo, cuatro años menor, que era arriero como su suegro. Se conocieron cuando él trabajó como peón en las tierras de La Bebida, y estuvo toda su vida con una mano atrás y otra adelante.
El matrimonio partió de la nada. Ninguno de los dos tenía un peso y la economía familiar se sostenía con el esfuerzo de la mujer y con lo que, ocasionalmente, aportaba su marido con su oficio de arriero, ya que era un experto conocedor de la precordillera. Su espíritu bohemio lo llevó a idear proyectos que quedaban en eso, y eran prolongadas sus ausencias del hogar.
Luego de la revolución de mayo de 1810 colaboró con el Ejército del Norte de Manuel Belgrano y organizó una colecta para auxiliarlo; luego, enrolado en el Ejército de los Andes, combatió como capitán en Chacabuco y regresó a San Juan con el parte de batalla y con 300 prisioneros realistas. En la visita que Sarmiento le hizo a San Martín la tarde del 24 de mayo de 1846 en Grand Bourg, el Libertador recordaba al capitán Clemente Sarmiento.
El primer vástago del matrimonio fue una niña, Francisca Paula, nacida en 1803. Apodada en la familia “la santa”, se casó, tuvo cuatro hijos y falleció un par de meses después que su hermano. Al año siguiente llegó Vicenta Bienvenida, docente y artista de tejidos y bordados. Acompañó a su hermano en su exilio en Chile donde trabajó de maestra. Murió a los 96 años. En 1812 nació María del Rosario, la más apegada a la madre. Cuando su hermano fue presidente, vivió con él. En 1818 nació Procesa del Carmen, que se transformaría en las primeras pintoras argentinas.
De los varones Manuel y Juan fallecieron al mes; Honorio vivió hasta los 8 años; también estaban Jesús, Antonino, Juan Crisóstomo y Manuel. Las únicas que llegaron a la ancianidad fueron sus hermanas.
Sarmiento, autodidacta
En las temporadas que el padre estaba en la casa, le tomaba lección a Domingo de lo aprendido en la escuela. Así, no se salvó de leer los cuatro mamotretos de la Historia Crítica de España “y otros librotes abominables que no he vuelto a ver y que me han dejado en el espíritu ideas confusas de historia, alegorías, fábulas, países y nombres propios”.
La primera obra que leyó fue Vida de Cicerón, de Middleton y el segundo, Vida de Franklin.
Se alegró cuando el maestro Rodríguez les anunció que en la lejana Buenos Aires el gobierno había dispuesto un sorteo de becas para ir a estudiar al Colegio de Ciencias Morales, hoy Nacional de Buenos Aires. Se podían anotar, en cada provincia, seis jóvenes que fueran pobres. Sarmiento nunca olvidaría que, cuando le comunicaron que no había sido elegido, su madre lloró en silencio y su padre ocultó su rostro con las manos.
En 1821, cuando tampoco pudo entrar al Seminario de Loreto, en la provincia de Córdoba, inició su larga etapa de autodidacta.
Matemáticas la estudió con el ingeniero Barreau, a quien asistió en varios trabajos de agrimensura en la provincia. Del latín y teología se ocuparía su tío José de Oro, mientras que el francés se las arregló solo, gracias a los libros en ese idioma que poseía un conocido de la familia, José Ignacio de la Rosa, y que leía con fruición hasta las dos de la mañana. Estudiaba mientras se ganaba la vida como dependiente en una tienda.
Acompañó a su tío, el presbítero Oro, en su destierro a San Luis. En San Francisco del Monte fundaron una escuela y él, con quince años era el maestro, con una particularidad: era menor que sus alumnos, uno de 22 y otro de 23. A un tercero hubo que expulsarlo porque insistía en casarse con una chica muy linda a quien Sarmiento le enseñaba deletreo.
El exilio en Chile
Cuando estalló la guerra entre unitarios y federales y Facundo Quiroga entró a San Juan, Sarmiento se exilió en Chile. Vivió en Valparaíso por 1833, donde se ganaba la vida como dependiente en un comercio. De su sueldo de una onza, la mitad iba para pagar su profesor de inglés, Richard, y dos reales semanales los embolsaba el sereno del barrio quien debía despertarlo a las dos de la madrugada para que estudiase el idioma.
De vuelta en San Juan, en 1837, aprendió italiano junto a su amigo Guillermo Rawson, fundó un colegio para señoritas y el semanario El Zonda.
Nuevamente en Chile por sus posiciones políticas, se destacó en su rol de periodista. En 1845 el gobierno chileno le encomendó estudiar el mejor sistema educativo de Europa y Estados Unidos, y volvió maravillado con los adelantos en la materia en el país del norte, donde se hacía énfasis en el perfeccionamiento docente.
Estuvo junto a Urquiza en el Ejército Grande, de quien luego se distanció; polemizó con Alberdi, fue gobernador de San Juan y siendo ministro plenipotenciario en los Estados Unidos se enteró de que había sido electo presidente.
Creó el primer observatorio nacional y la Academia Nacional de Ciencias, sólo cinco años después que la de Estados Unidos; en 1871 organizó la primera exposición nacional de la industria y agropecuaria, que se hizo en Córdoba.
Durante su mandato, se realizó el primer censo, se fundaron centenares de escuelas e hizo traer maestras norteamericanas, con las que modernizó la enseñanza. Asimismo, creó el Boletín Oficial, el Registro Nacional de Agricultura, la Oficina de Estadística, la primera oficina meteorológica, el Colegio Militar y el Parque Tres de Febrero, entre otros. Hasta fue el promotor de la introducción de la cepa Malbec en el país, así como del mimbre en el Delta del Tigre.
Posteriormente fue Senador y cuando se desempeñó como Superintendente de Escuelas –ironías del destino- tuvo lugar el primer paro docente en la historia del país. Falleció en Asunción del Paraguay el 11 de septiembre de 1888. Hoy, en su cumpleaños, nos pareció una excusa para repasar la vida de ese niño del barrio El Carrascal que se llamaba Valentín pero que su mamá porfió en decirle Domingo.