En la miserable celda que ocupaba, ese hombre que tenía las horas contadas, se las dedicaba a su hijo de 11 años quien, desde que había sido detenido, iba todos los días a visitarlo. “Leandro, ya no eres un chico. Debes cuidar a tus hermanos y ayudar a tu madre. Piensa que no estando yo, tú eres el hombre”, le dijo.
Había servido durante 19 años en la temible policía rosista. Lo habían acusado sin pruebas de haber participado de los asesinatos de Linch, Oliden, Maison, Amarillo y tantos otros y había sido condenado a muerte. El haber pertenecido a la Mazorca era más que suficiente.
Durante el rosismo, Leandro Antonio Alén, a quien sus conocidos le decían “el turco”, se ganaba la vida como vigilante de policía de a caballo y como próspero pulpero, en la calle Federación esquina Ombú (hoy Rivadavia y Matheu), en los arrabales de la ciudad. No vivían lejos del Hueco de las Salinas, hoy Plaza Miserere, donde los chicos del barrio iban a jugar, porque hasta 1882 la zona era un gran baldío. Allí charlaba y negociaba con los carreros que vendían los productos que traían del interior.
El 30 de septiembre de 1825 Leandro Antonio se había casado con Tomasa Ponce, una joven muchacha de sangre criolla e indígena. La pulpería, que había heredado del padre, fue ampliada, construyó su casa e hizo otras tres pequeñas, que alquilaba. Antes de ser policía, había sido alférez en las milicias de Manuel Dorrego, el llamado “padre de los pobres”, seguido por los orilleros y por negros y mulatos.
Tarde cayó en la cuenta Alén que su trabajo en la policía rosista era indeseable. Dependía del mendocino Ciriaco Cuitiño, jefe de la Mazorca, de quien además era amigo, de Parra y de Salomón, y su principal ocupación fue la de perseguir a unitarios.
Tal vez producto de ese trabajo es que por tiempos haya perdido la razón o por la pérdida prematura de tres de sus hijos José Gregorio, José Severino y Diego Hipólito. En 1847 tuvo un ataque mental que lo llevó a asaltar la casa del alcalde Monteros. Fue procesado, estuvo un tiempo detenido pero Rosas cajoneó su expediente. Tenía otros cinco: Marcelina -mamá del futuro presidente Yrigoyen- Luisa, Tomasa y Lucio. El 11 de marzo de 1842 allí nació Leandro, su sexto hijo, que sería el fundado del radicalismo.
Leandro Antonio iba periódicamente al Hueco de las Salinas, donde se instalaba una improvisada feria. Allí compraba lo necesario para la pulpería, y no regateaba porque no era digno de criollo hacerlo.
Era más abierto con los hijos que su esposa Tomasa, que más allá de algún cuento que les leía después de la cena, era de poco hablar, aunque era muy cariñosa.
Cuando Rosas fue derrotado en Caseros el 3 de febrero de 1852, el pánico se apoderó de muchas familias rosistas, entre ellas los Alén. Leandro fue a la ciudad a recibir órdenes y, ante las turbas que recorrían las calles con mueras a Rosas y que entraban a las casas provocando todo tipo de desmanes, la familia se instaló en la casa de Martín Irigoyen, esposo de Marcelina.
La ciudad era un caos, los dueños de las casas se defendían a balazos ante saqueadores y asaltantes.
De todas formas, Leandro Antonio se tranquilizó. El que asumía el poder era Justo José de Urquiza, un caudillo del interior, que además lucía el cintillo punzó rosista. Pero la oligarquía local no se quedaría quieta.
Urquiza creyó que nombrando gobernador a Vicente López y Planes, un viejo patricio, piloto en varias tormentas políticas, ayudaría a calmar los ánimos. Pero la reunión en San Nicolás de los Arroyos, preparatoria para la sanción de una constitución, provocó un tembladeral en Buenos Aires, cuya dirigencia veía escabullirse entre los dedos el poder que hasta entonces manejaban. En septiembre estalló una revolución y el coronel Hilario Lagos, un antiguo rosista de gran predicamento en el interior de la provincia de Buenos Aires, proclamó su apoyo a Urquiza y estalló la guerra.
Alén, convencido por Cuitiño, se sumó a las fuerzas de Lagos. Urquiza reforzó las tropas de Lagos y mandó a una flota a que bloquease el puerto de Buenos Aires. Mientras el líder entrerriano se mantenía a la expectativa en San José de Flores, el coronel Lagos tomó los cuarteles del Retiro, que fueron reconquistado por los porteños.
Pero el jefe de la flota fue sobornado, y en el ejército de Lagos comenzaron las deserciones y Urquiza, temiendo por su vida, se volvió a Entre Ríos. El 1 de mayo de 1853 se había sancionado la Constitución sin Buenos Aires que el 11 de abril de 1854 sancionó la propia.
Alén y Cuitiño se contaban entre los desertores de las fuerzas de Lagos. Eran porteños y si Urquiza pretendía la federalización, ellos no podían estar de su bando. Se fueron para la ciudad para ponerse a las órdenes de los porteños. No sabían todos los cambios que se habían producido y tranquilamente entraron montados en excelentes caballos y luciendo el cintillo punzó.
Cuando los vieron varios se les abalanzaron al grito de “¡mueran los mazorqueros!”. A duras penas escaparon. A la noche Alén dio con su familia donde su esposa lo puso al tanto. La mujer le contó que debió cerrar la pulpería e irse a la casa que tenían en la calle Potosí, donde los vecinos y la policía los hostigaban.
Una semana después, la policía fue a detenerlo. También lo hicieron con Cuitiño, Antonino Reyes -jefe del cuartel de Santos Lugares- Ezequiel Paz, Francisco Beláustegui, Manuel López, Fermín Suárez y Manuel Troncoso, entre otros. Buenos Aires necesitaba exacerbar el odio a Urquiza y los detenidos serían chivos expiatorios perfectos.
Se les inició proceso y el gobierno urgió a los jueces que procediesen con rapidez, trabajando día y noche, aún los días festivos. El 17 de octubre fueron fusilados los mazorqueros Manuel Troncoso y Silverio Badía.
El joven Leandro iba a visitar al padre todos los días, y le contaba las novedades. Cuando se enteró del ajusticiamiento de sus compañeros, su ánimo se fue al piso. Tuvo un ataque y quedó hemipléjico. Se lo acusaba de haber servido en la policía de Rosas, de haber cobrado sueldo y haber recibido ración cuando ya no pertenecía a ese cuerpo, y el fiscal le endilgó, sin pruebas, algunos asesinatos.
Solo pudieron probar que había estado presente cuando Pedro Isla y Pancho Ferreyra detuvieron a Martín Amarillo -Alén les había marcado la casa- y lo trasladaron a la tapera de Pelliza donde lo degollaron.
Lo defendió Marcelino Ugarte, quien estaba confiado de que no lo condenarían a muerte por estas causas y que, en última instancia, cumplía órdenes superiores. Si hasta había desobedecido la orden de un juez de que matase al vecino Tomás Revollo, y que no lo había hecho porque no se consideraba con autoridad suficiente para tal cometido.
Pero nadie pudo quitarle el estigma de haber sido ladero de Cuitiño, el sanguinario asesino. El juez Claudio Martínez dictaminó que Cuitiño y Alen debían ser ejecutados a las 10 de la mañana del 9 de diciembre. Para ganar tiempo, su esposa hizo apelar la sentencia. En el fallo de la Cámara de Justicia, Valentín Alsina dijo que Alén era culpable por no haber podido probar que otros y no él había sido el autor de los crímenes en cuestión. Todos los miembros de la cámara votaron por la ejecución que debía llevarse a cabo el 29 de diciembre a las nueve de la mañana.
El 28 trasladaron a los reos de la cárcel de la calle Santa Rosa hasta una casa cercana a la Plaza de la Concepción, actualmente Bernardo de Irigoyen, Independencia, Tacuarí y Estados Unidos. A dos cuadras, sobre la actual Chacabuco, había funcionado el cuartel de la Mazorca.
Unas seis mil personas se agolparon en la plaza, en el barrio de la Concepción, para presenciar la ejecución de los degolladores, tal como les decían. Muchos de los espectadores, hasta meses antes, habían vivado a Rosas a más no poder.
Cuitiño se mostró arrogante, proclamó que había servido a un gobierno legítimo y que todo lo que hizo había sido por orden de Juan Manuel de Rosas. Alén era lo contrario: con medio cuerpo paralizado, arrastrando los grilletes, le costaba caminar, a pesar de los alientos de Cuitiño. “No tenga miedo, párese; alce la cabeza, que una vez no más se muere”. Dos soldados debieron ayudarlo a subir a la carreta que los llevaría al cadalso. Vestía camisa clara, pantalón azul y lo cubría un poncho. Sus ojos estaban vendados. Así lo sentaron en el banquillo donde sería fusilado.
La ejecución estuvo a cargo de una partida de infantería del regimiento al mando del coronel Martín Tejerina. Los banquillos habían sido dispuestos contra el paredón de la iglesia de la Concepción.
Cuitiño había pedido hilo y aguja y se había cosido el pantalón a la camisa. Como después de muertos los colgarían, no quería que “a un federal ni de muerto se le caigan los pantalones”. Se negó a ser vendado, no quiso escuchar al fraile Nicolás Aldazor y el dominico Olegario Correo que estaban a su lado, rezando, y cuando se resistió a ser atado al banquillo, varios se le abalanzaron y lo sujetaron a la fuerza. Como pudo, se señaló el pecho y desafió a los soldados que le disparasen.
El hijo de Alén, confundido entre la multitud vociferante, contempló la ejecución y vio como el cuerpo de su papá y el de Cuitiño quedaron colgados y bamboleantes por horas, tal como se había dispuesto en la sentencia.
La herencia familiar se esfumó en pago de honorarios a abogados, médicos y deudas. Su viuda, despreciada en la ciudad, se dedicó a coser y a lavar para otros y además cocinaba pasteles y dulces que su hijo Leandro vendía en cuarteles y en comisarías. Gracias al esfuerzo de su madre, Leandro pudo estudiar e ingresar a la universidad.
Muy adentro suyo, a Leandro le afectó que dijeran que su padre había muerto como un cobarde y muchas veces las discusiones que mantenía por cualquier tema terminaba en una pelea, solo para demostrar su valentía.
Muchos años después, Antonino Reyes le juró que su padre, en sus últimos momentos, se había comportado como un valiente y con entereza.
Desde el día de la ejecución, Leandro N. Alen cargó con el estigma de ser “el hijo del ahorcado”. Cambió la n por la m en su apellido y pasó a llamarse Alem. Un día el médico y correligionario Martín Torino le preguntó qué significaba la “N”, y respondió que “nada”. Aunque seguramente para él, significaba mucho.
Fuentes: Alem. Informe sobre la frustración argentina, de César Augusto Cabral; Vida de Hipólito Yrigoyen, de Manuel Gálvez; Yrigoyen, de Félix Luna