Que Juan Galo de Lavalle intentaba derrocarlo fue una de las tantas advertencias que desechó. En la ciudad y en la campaña sobrevolaba el rumor de una revolución, comentada como un secreto que todos conocían. Viejos compañeros de otras luchas, como Soler, Alvear, Paz y otros ahora tramaban a sus espaldas. Lavalle era un militar de 31 años recién cumplidos que había alcanzado su prestigio en los campos de batalla, primero con la campaña libertadora y luego en la guerra contra el Brasil. En buena ley se había ganado el apodo de “el león de Río Bamba” en sus luchas por la independencia.⁴⁶h
Ante el avance de las tropas de Lavalle, que no quería saber nada con parlamentar, el 1° de diciembre de 1828 Dorrego debió dejar la ciudad y se dirigió a la estancia de Rosas. Una elección exprés de unitarios realizada a la una de la tarde en la capilla de San Roque ungió a Lavalle gobernador por 79 contra dos, uno por Carlos de Alvear y el otro para Vicente López.
En su huida al sur de la provincia, descartó el consejo de Rosas que fuera para Santa Fe, dominios del caudillo Estanislao López. Decidió lo peor: enfrentar a las tropas de Lavalle en Navarro, con dos mil hombres y cuatro piezas de artillería, sumados unos doscientos indios pampas, que tenían sus tolderías en los dominios de Rosas. Este se quejaría más tarde: “Yo se muy bien que Dorrego es un loco”.
Para Manuel Críspulo Bernabé do Rego todo comenzó el 11 de junio de 1787 cuando nació en la ciudad de Buenos Aires. Estudió en el Colegio de San Carlos y luego jurisprudencia en Chile, donde participó en 1810 de la revolución. Incorporado al Ejército del Norte, las dos heridas en el combate de Sipe-Sipe le valieron el ascenso a teniente coronel.
Volvió a demostrar su arrojo en las batallas de Tucumán y Salta, al mando de Belgrano, quien lo ascendió a coronel. Era tan valeroso como indisciplinado e irreverente, lo que le valió varios arrestos. Debido a su temperamento, el creador de la bandera lo marginó de la campaña que finalizaría con las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Belgrano llegó a lamentarse que con Dorrego a su lado, no hubiese sido derrotado en estos combates.
Cuando San Martín se hizo cargo del Ejército del Norte, también fue sancionado por burlarse en público de Belgrano. Volvería a las armas para pelear contra Artigas.
Su oposición al Director Pueyrredón le valió un destierro, que debía ser en Santo Domingo, pero que las contingencias lo dejó en Estados Unidos, donde vio el funcionamiento del federalismo. Cuando regresó, el país era un caos y la anarquía del año 20 de pronto lo sorprendió como gobernador interino. Con Martín Rodríguez y Rivadavia en el poder, debió alejarse nuevamente. En 1827, luego de haber caído el gobierno, el Partido Federal lo nombró gobernador en agosto. Había recibido el apoyo de las provincias para continuar la guerra con Brasil y llegar a una paz aceptable. Presionado por los ganaderos y por la diplomacia inglesa y obstaculizado su propio gobierno por la burocracia que aún respondía a Rivadavia, debió rubricar la paz con Brasil, por la que aceptaba la independencia de la Banda Oriental. El coronel, de pensamiento auténticamente federal, de fuerte predicamento entre los gauchos y los más humildes, debió enfrentar el descontento de las tropas al sentirse traicionadas por el acuerdo de paz. Y comenzó la conspiración.
El 9 de diciembre fue rápidamente derrotado y en su huida, fue traicionado por dos oficiales a los que consideraba leales, Bernardino Escribano -que el año anterior había fundado Junín- y Mariano Acha. Apresado en Salto, fue llevado a Navarro, donde acampaba Lavalle. Su primer impulso fue la de escribirle a Guillermo Brown, interinamente a cargo del gobierno. Le pidió garantías para dejar el país.
El general golpista era presionado por los hombres de levita de Buenos Aires. El 12 por la noche recibió una misiva de Juan Cruz Varela: “Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darlo todo (…) Cartas como estas se rompen…”. Del Carril le enviaría cinco. En una afirmaba que “este país se fatiga hace 18 años en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (…) habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra…”.
Dorrego había llegado a las 13 horas del sábado 13 de diciembre escoltado por cincuenta hombres del Regimiento de Húsares al mando del coronel Federico Rauch, y quedó detenido en el casco de una estancia. El general golpista, alojado en el establecimiento de Juan de Almeyra, al norte de Navarro, se negó a recibirlo, mientras el detenido esperaba expectante en el carruaje.
Tamaña sorpresa le produjo a su edecán, Juan Estanislao Elías, cuando su jefe le ordenó comunicarle a Dorrego que, en el término de una hora, sería fusilado por traición.
Dorrego no lo podía creer. “¡Santo Dios!” exclamó mientras se golpeaba la frente. “A un desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mi lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”, le dijo a Lamadrid.
Dorrego insistió en hablar con Lavalle. Este se negó. “General, por qué no lo oye un momento aunque lo fusile después…”, intercedió Gregorio Araoz de Lamadrid. “¡No lo quiero!”, gritó.
Lavalle no pensaba por sí mismo ni tampoco en las consecuencias. En una reunión la noche previa al estallido del golpe, lo convencieron de que Dorrego debía morir. Julián Seguro Agüero, Salvador María del Carril, los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela, Ignacio Alvarez Thomas, José Miguel Díaz Vélez, Valentín Alsina encabezaban la lista de conspiradores. También Rosas estaba en la lista de individuos a matar, pero Lavalle se negó.
En 1811, cuando contaba 16 años, Ángela Baudrix había conocido a Manuel Dorrego, de 28. Se casaron en 1815, aún con la oposición de los padres de ella. Tendrían dos hijas: Isabel en 1816 y Angelita en 1821.
Dorrego pidió un cura, lápiz y papel. Le escribió a ella: “Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mi. Mi vida: educa a esas amables criaturas. Sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”. Luego, fue el turno de sus hijas. “A Angelita: te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre”; “Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”.
Otra carta fue para Estanislao López, y le pidió que perdonase a sus victimarios, y que su muerte no fuera causa de más derramamiento de sangre.
Se confesó con su primo, el padre Juan José Castañer, el cura de Navarro. Siempre estuvo acompañado por Lamadrid, su amigo y adversario ocasional. Dorrego era padrino de Bárbara, una de sus hijas. Este valiente hasta la temeridad, no tuvo el valor de acompañarlo en el último momento. A pedido de Dorrego, le dio su chaqueta para morir, ya que el condenado le pidió que le acercase la suya a su esposa, junto con sus tiradores y un anillo para sus hijas. Era todo lo que tenía.
En compañía del cura, caminó unos cien metros hasta un corral, ubicado detrás de la iglesia de Navarro. Se le vendó los ojos con un pañuelo amarillo. Lo esperaba un pelotón del 5° de Línea al mando del capitán Páez. Eran las 14:30 cuando fue fusilado. El propio padre Castañer lo enterró. Lavalle asumió toda la responsabilidad. “Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división. La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio. Saludo al señor ministro con toda consideración”.
La noticia cayó de la peor manera en Buenos Aires, que se enteró del desenlace al día siguiente. Juan Manuel Beruti escribió en sus Memorias Curiosas que “mientras gobernó, no hizo mal a ninguno; no entró al gobierno por revolución sino por la junta de la provincia que lo nombró”. El cónsul norteamericano escribió que “es difícil describir el pavor y profunda tristeza que esta noticia ha infundido en la ciudad”.
Lavalle intentó justificarse cuando dijo que “sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana”. Sin embargo, en sus memorias Félix Frías recordó que Lavalle “comenzó a sentirse atormentado por esta decisión. Con los años la carga no haría más que incrementarse de una manera insoportable”. Del Carril le aconsejó mentir y labrar un acta falsa.
Por esos días ancló en el puerto porteño el Countess of Chichester, que entre los pasajeros estaba un tal José Matorras, el nombre que había elegido San Martín para viajar de incógnito. Su proyecto, luego de cuatro años de exilio, era el de irse a vivir a Mendoza. Cuando se enteró de que su viejo subordinado Lavalle había fusilado a Dorrego, no lo pudo creer.
Una delegación lo fue a visitar al barco. Le llevaba una propuesta increíble, la de hacerse cargo del ejército y del gobierno de la provincia de Buenos Aires y negociar con las provincias. Rechazó de plano la propuesta, dijo que la conciliación entre los dos partidos en pugna era una misión imposible. Ni quiso bajar del barco y se dirigió a Montevideo para abordar el primer barco que lo llevase nuevamente a Europa, para no volver nunca más.
La situación política fue capitalizada por Rosas, que comenzó su rápido camino al poder desde la campaña bonaerense. Lavalle terminaría retirándose. Hasta el fin de sus días, siempre recordó el 13 de diciembre.
El domingo 20 de diciembre de 1829, un año y una semana después de haber sido fusilado, entró a la ciudad la urna con sus restos. Cuando la carroza estuvo a la altura del pueblo de Flores, el centenar de ciudadanos que había ido a su encuentro, desengancharon los caballos y condujeron el carruaje a pulso hasta la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Piedad. Un grupo de curas se había adelantado cuatro cuadras a recibir la carroza, en medio de la gente que se agolpaba en las calles y que muchos pujaban por entrar al templo colmadísimo, donde se ofició una misa.
Toda la ciudad le rindió homenaje. Los soldados con brazaletes negros, las banderas con crespones, las campanas de las iglesias desde el mediodía de ese día hasta las ocho de la noche del siguiente no dejaron de tocar a muerto y hasta los postes de la vereda los cubrieron con ramos de olivo. Buenos Aires lo lloraba.
En un cortejo encabezado por el gobernador Juan Manuel de Rosas, quien había asumido la gobernación el 8 de diciembre de ese año, y detrás sus funcionarios -todos de luto- acompañaron los despojos a una capilla, donde se volvió a rezar. Cañonazos cada media hora, altares alusivos, guardias de honor. Todo refería al desgraciado que había sido fusilado en San Lorenzo de Navarro.
Al día siguiente más misas y procesiones. Nuevamente la iglesia, más ceremonias, más cañonazos, otros recuerdos y alabanzas. A las seis de la tarde todos fueron al cementerio, al que llegaron dos horas después. Dicen que el gobernador estaba conmovido. Cuando éste dejó caer una guirnalda sobre la fosa, todo concluyó.
Cayeron en saco los reclamos de la viuda Ángela Baudrix, 33 años, para obtener la pensión que le correspondían por su marido militar y gobernador. Estaba en la indigencia. Cuando le negaron una y otra vez la pensión que le correspondía por su esposo, debió ganarse la vida cosiendo uniformes en la ropería de Simón Pereyra. Le pagaban una miseria. Debería esperar 17 años para que Rosas autorizase el reconocimiento, cajoneado por Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas, ya que consideraba a Dorrego un federal cismático, y no apostólico.
Su hija Isabel nunca se casó, y desde el día del fusilamiento de su padre, siempre vistió de luto.
En 1868 Mariano Miró inauguró su mansión, en la manzana comprendida entre Avenida Córdoba, Viamonte, Libertad y Talcahuano. Once años más tarde, justo enfrente se instaló el monumento a Juan Lavalle. Para la esposa de Miró fue como una burla atroz: ella era Felisa Dorrego, sobrina del fusilado. Desde ese momento hasta el día de su muerte, puertas y ventanas que daban al monumento permanecieron siempre cerradas, en protesta al que le dieron una hora para despedirse antes de morir.