La noticia del triunfo de Ayacucho demoró en llegar a Buenos Aires. El teniente coronel Medina, el correo que llevaba los pliegos oficiales, fue muerto en Guando por una partida de rebeldes que no lo reconocieron. Recién en la noche del 21 de enero de 1825, gracias a una carta enviada desde Lima por el comerciante inglés Cochrane, los porteños se enteraron de la buena nueva. Hubo festejos, fuegos artificiales y manifestaciones callejeras.
En la posada con patio del inglés James Faunch, en la esquina que hoy cruza a las calles Rivadavia y 25 de Mayo, uno de los mejores alojamientos de la ciudad, los comerciantes británicos ofrecieron un banquete para 100 cubiertos, al que asistieron ministros, diplomáticos y ciudadanos. Se reconocieron a viva voz a militares vivos y muertos y se recordaron batallas en catorce brindis. También hubo festejo en el Consulado ofrecido por los ministros de Gobierno y de Guerra, que reunió a lo más calificado de la sociedad porteña. En todas las celebraciones, los salones fueron adornados con los retratos de Bolívar, Sucre, Necochea y con las banderas de varios países americanos.
No se recuerda que alguien haya propuesto un brindis por José de San Martín ni que se haya pronunciado su nombre. Desde que dejó Perú, debió soportar una intensa campaña de desprestigio y hubo planes para asesinarlo en su viaje de de Mendoza a Buenos Aires. El 10 de febrero de ese año había partido a Europa.
Lo que se celebraba era la victoria de Ayacucho, el corolario del sueño libertador de San Martín.
Cuando el fin de la guerra se acercaba, del total de los granaderos que habían hecho toda la campaña de liberar Chile y Perú, no llegaban a un centenar. Se habían adosado a unos 4500 colombianos y 1200 peruanos, que estaban en una posición un tanto endeble. Deberían enfrentar a unos nueve mil enemigos. Estaba en un valle donde fácilmente podía ser atacado de frente o por su izquierda. Ese lugar se llamaba Ayacucho, una voz quechua que significa “rincón de los muertos”.
Aún no lo sabían, pero se estaba por librar la última batalla contra los españoles en América del Sur.
Estaban a unos 400 kilómetros de Lima, en una planicie de un kilómetro y medio de largo por 700 de ancho, entre el cerro Condorkanqui y el caserío de Quinua, un terreno partido al medio por el cauce de un arroyo seco.
Al amanecer de un fresco jueves 9 de diciembre de 1824, el general Antonio José Francisco de Sucre, un venezolano de 29 años, arengó a sus hombres: “De los esfuerzos de este día depende la suerte de la América del Sur”, los entusiasmó.
La derecha estaba comandada por el general José María Córdoba, de 25 años, con cuatro batallones colombianos. El centro, a órdenes de Guillermo Miller, estaba conformado por los escuadrones peruanos Húsares de Junín, los regimientos de Granaderos y Húsares de Colombia y el escuadrón de Granaderos a Caballo de Buenos Aires. A la izquierda, a las órdenes del general José de La Mar -quien había convencido a Sucre de dar batalla allí- se agolpaba la legión peruana y los batallones 1, 2 y 3 de Perú.
Un refuerzo que los patriotas esperaban desde Jauja había sido aniquilado en el camino.
A las 8 de la mañana, el general español Juan Antonio Monet, acompañado de su ayudante de campo, se adelantó a las posiciones patriotas. Le propuso al general Córdoba que, ya que en ambos ejércitos había jefes y oficiales ligados por lazos de amistad o parentesco, “darse un abrazo antes de rompernos la crisma”. Con la autorización de Sucre, cerca de 100 oficiales se saludaron caballerosamente antes de matarse en el campo de batalla. Algunos deslizarían maliciosamente que la suerte de la batalla ya había sido decidida de antemano y que los españoles se presentaron para salvar el honor.
A las 9, con un sol resplandeciente, comenzó la acción con fuegos intermitentes y el intercambio de cañonazos.
Fueron los españoles los que dieron el primer paso. Es lo que esperaba Sucre para poder aprovechar el primer error enemigo. Avanzaron con su centro y su izquierda, con la intención de que con su derecha rodear a la izquierda patriota. El que comandaba el centro enemigo era el propio virrey José De la Serna e Hinojosa. Su error fue querer maniobrar en un espacio reducido y acometer contra posiciones fuertemente ocupadas, al alcance del fuego patriota y a plena luz del día.
Por la izquierda, el general realista Alejandro González Villalobos, arremetió contra los hombres de Córdoba, quien frenó el ataque. El general Gerónimo Valdéz atacó a las fuerzas del general La Mar, y Sucre mandó a la división de Lara en su auxilio.
El español Monet, que comandaba el centro, ordenó a sus fuerzas pasar un zanjón que partía al medio el campo de batalla. Algunos lo lograron, pero la feroz arremetida del coronel argentino Manuel Isidoro Suárez, al mando de los Húsares de Junín y los Granaderos de Buenos Aires, produjo un ataque tan violento que arrojó a los españoles dentro del zanjón, provocando confusión y pánico en el enemigo.
Esa fue la última carga de los granaderos de San Martín por la libertad de América.
Fue la arenga de Córdoba lo que terminó de aplastar a la división realista del general Valdés: “¡División de frente! Armas a discreción. ¡Paso de vencedores!”
Cuando la división de Monet fue desbaratada, el propio virrey se lanzó con el “Fernando VII”, pero fue hecho prisionero cuando mataron a su caballo.
En una lucha cuerpo a cuerpo, a bayoneta calada, la División de Córdoba fue empujando a los confundidos realistas hasta el pie del cerro Condorkanqui. En la cima, ya flameaba la bandera colombiana.
El general español Valdez, sabiendo que habían sido derrotados, se sentó en una piedra buscando que lo matasen, pero lo convencieron de continuar con la retirada.
Era las 13 horas y los españoles habían sido derrotados. Tuvieron 1400 muertos y 700 heridos. La mayoría fue tomada prisionera, salvo un grupo de 500 hombres que logró escapar. Los patriotas tuvieron 309 muertos y 660 heridos.
Es verdad que quedó El Callao como único foco de resistencia, que se rindió al año siguiente, pero en Ayacucho terminaban quince años de guerra.
Con el virrey prisionero y con siete heridas, ya que había combatido cuerpo a cuerpo, el que decidió la capitulación fue el general José de Canterac, jefe de la reserva. A los catorce generales españoles se les ofreció la posibilidad de retornar a España y todos aceptaron. Pero el pueblo español no sería benévolo con ellos. Se ganarían el apodo despectivo de “ayacuchos”.
La mayoría de las guarniciones realistas acantonadas en distintos puntos del territorio aceptaron la capitulación, y los últimos que se habían negado a dejar las armas, se rindieron el 16 de enero de 1826.
Sin ningún comité de bienvenida, el lunes 13 de febrero de 1826 llegaron a la Plaza de la Victoria 78 granaderos. De ellos, siete tenían el récord de haber peleado desde el combate de San Lorenzo, librado trece años atrás: el paraguayo José Félix Bogado, el cordobés José Paulino Rojas, el catamarqueño Francisco Olmos, el puntano Eduardo Damasio Rosales, Segundo Patricio Gómez, Francisco Vargas y el guaraní Miguel Chepoya, trompa de órdenes. Traían a sus compañeros que se habían sublevado en El Callao.
Rivadavia dispuso fueran enviados a pelear en la guerra contra el Brasil. Habían pasado 11 años desde el histórico combate de San Lorenzo. Para ellos, la misión había sido más que cumplida.