El pobre Atanasio Duarte no pegaba una. Lo que era todo alegría y festejo en la ciudad por el triunfo de nuestras armas en Suipacha, ocurrido el 7 de noviembre de 1810, de pronto se opacó por una metida de pata producto de una copa de más y de tratar de ser más papista que el papa.
El capitán de Húsares Duarte había nacido en Montevideo, de padre venezolano y madre brasileña, era famoso en la ciudad por su carácter insolente y por llevar una vida que no estaba acorde a su jerarquía, según los rígidos cánones de la sociedad colonial.
Uno de sus hermanos había matado a un hombre en una pelea y, para eludir a la justicia, se había ido a pelear con Artigas, y el otro era predicador mercedario.
En la noche del 5 de diciembre se organizó una cena en el Regimiento de Patricios para festejar el triunfo patriota en las márgenes del río Suipacha, en la actual Bolivia. Fue la primera victoria del Ejército del Norte y sirvió para dejar en el olvido el revés que se había sufrido en Cotagaita el 27 de octubre.
El ágape estuvo muy concurrido, y eran mayoría los partidarios de Cornelio Saavedra, presidente de la Junta de Gobierno e ídolo indiscutido de los Patricios.
Era un próspero comerciante devenido en militar, que contaba entonces 50 años. Pertenecía a una familia acomodada, de la elite potosina. Se había casado con su prima hermana, María Francisca Cabrera y cuando enviudó, se unió con Saturnina Bárbara de Otálora, también de holgado pasar económico.
Saavedra vivía en la actual calle Reconquista, entre Corrientes y Lavalle, y era jefe del Regimiento de Patricios, una unidad creada luego de que se echaran a los ingleses en 1806. Al parecer, cuando se lo nombró, quiso justificarse con el “quisieron que fuese presidente”. Él mismo asegura en su autobiografía: “Solicité al tiempo del recibimiento se me excusase de aquel nuevo empleo, no sólo por la falta de experiencia y de luces para desempeñarlo, sino también porque habiendo tan públicamente dado la cara en la revolución de aquellos días no quería se creyese había tenido el particular interés de adquirir empleos y honores por aquel medio”.
Según Francisco Javier D’Elío, gobernador de Montevideo y último virrey del Río de la Plata, Saavedra era un “zorro astuto” que encubría “la ambición más desenfrenada”.
En la cena en cuestión había derecho de admisión: los centinelas tenían la orden de dejar entrar a todo aquel que vistiese uniforme militar, aunque no los civiles, donde no todos estaban autorizados a participar.
Mariano Moreno, secretario de la Junta, de enemistad manifiesta con Saavedra, pasó junto a otra persona por la puerta del cuartel y vio a un grupo de gente queriendo ingresar. Supo que la invitación no era para todos e intentó entrar, salteando al centinela, pero éste se lo impidió. Entonces se dijo que el soldado no lo había reconocido. Lo cierto fue que Moreno y su acompañante debieron retirarse.
Moreno era un abogado de 31 años que en su juventud ya había estado al borde de la muerte por una viruela y cuando viajó a estudiar a Chuquisaca ya sufría de reumatismo. El plan de su papá era que fuese cura, aunque el joven Mariano terminaría graduándose en leyes, y volvió a Buenos Aires casado con María Guadalupe Cuenca y con un hijo, Marianito. Por sus reiterativas descomposturas, los médicos le tenían indicado cuidarse en las comidas.
Fue de los últimos en plegarse a la revolución. Durante el cabildo abierto del día 22, permaneció parado en un rincón sin hablar. Temía que las cosas no salieran según lo planeado y terminasen todos en la horca.
Para él, la revolución supuso un cúmulo de sorpresas: no esperaba ser nombrado secretario de gobierno y de guerra. Y él sorprendió a todos con su accionar frenético, sin descanso, con decisiones que debían tomarse sin pérdida de tiempo. Soñaba con un sistema republicano y con una constitución. Enseguida se notaron las diferencias con Saavedra, quien aludiría a Moreno como “el malvado Robespierre”, que deseaba ir con cautela y siempre miraba qué ocurría en Europa, temeroso de que la suerte de España cambiase.
Moreno trabajaba hasta altas horas de la noche y volvía a su casa, que hoy estaría situada en Diagonal Norte y Florida, vestido de monje, y en sus bolsillos llevaba dos pistolas amartilladas.
En la Junta no todos vieron con buenos ojos que Saavedra se moviera con el carruaje que había pertenecido al virrey Cisneros, y se quejaban de la diferencia de sueldos. Mientras don Cornelio, que se hizo ascender a brigadier ganaba 8 mil pesos, los otros percibían tres mil. Hubo otros, como Azcuénaga, que donó su sueldo, así como hizo con los anteriores puestos que había ocupado en el Estado.
Moreno se retiró y a las dos horas se enteró que en esa cena había ocurrido un hecho que lo exasperó y que decidió que no debía dejarlo pasar.
A lo largo del ágape, se sucedieron los brindis. Uno de ellos lo hizo Duarte quien, tomando una corona hecha de dulce y la colocó en la cabeza de la esposa de Saavedra, y exclamó: “¡Viva el emperador de América!”
El escándalo se desató y Saavedra intentó minimizarlo. Habló de “ridícula imputación” y que el responsable del desatino había sido un hombre “cargado de vino y de licores” y que todos los detalles Moreno los supo a través de un joven empleado que trabajaba con él. “¡Qué importancia, qué bulto se dio a esta bobada!”, se indignó Saavedra.
Hay otra fuente que señala que a Moreno lo dejaron ingresar y que había participado de la cena. Lo cierto es que la cuestión llegó al seno de la Junta y hubo opiniones a favor y en contra.
Moreno elaboró el decreto de supresión de honores, eliminando privilegios que venían de la época virreinal, entre ellos la escolta del presidente de la Junta y de su esposa. “Si deseamos que los pueblos sean libres -escribió el secretario- observemos religiosamente el sagrado dogma de la igualdad. ¿Si me considero igual a mis conciudadanos, por qué me he de presentar de un modo que les enseñe que son menos que yo?”.
“Es el dogma de la igualdad el que inspira el decreto; es la furia contra el ceremonial vacuo y ridículo; la indignación contra los serviles que especulan con la lisonja; la angustia por elevar el nivel de las costumbres del pueblo; la vehemencia de arrancarlo de la abyección por un golpe de decreto y conseguir que el común de los hombres no tenga en los ojos la principal guía de la razón”.
No era la primera vez que Moreno redactaba piezas de ese tenor. Había mandado misivas e instrucciones a cabildos y hasta a jefes militares sobre las cuestiones de etiquetas y ceremonial ya que consideraba que eran excesivos los honores y favores dispensados a los funcionarios del gobierno. Debía existir igualdad entre el presidente de la Junta y sus miembros, y que los honores correspondientes debían solamente respetarse en los actos del gobierno.
Existían cuestiones más delicadas por las que Saavedra y Moreno se enfrentarían, y que sería la incorporación de los diputados del interior. Los partidarios de Saavedra instaban por sumarlos al gobierno y los de Moreno que formasen un congreso que dictase una constitución. Al estar el sector morenista en desventaja, el joven secretario dio un paso al costado, pidió se le asignase una misión al exterior y así salió de escena. En circunstancias que nunca fueron aclaradas, falleció en alta mar el 4 de marzo de 1811.
Como consecuencia del inoportuno brindis, al pobre Duarte lo condenaron al destierro a una legua de la ciudad, con el uso de fuero, uniforme y armas. Cuando le comunicaron la pena, dijo que casi lo habían llevado a la fuerza a ese convite; le aconsejaron que lo tomase con calma, que en un tiempo seguramente podría volver, ya que no había ofendido a la patria en forma alguna. Se fue a vivir a la casa del comandante Carlos Belgrano Pérez, donde se incorporó a la unidad que éste comandaba.
Cuando se conoció la muerte de Moreno, Duarte regresó a la ciudad donde seguramente lo habrá pensado más de una vez asistir a esas fiestas donde se levantaba la copa casi sin pensar.