Ni él mismo pensó que sus palabras iban a quedar en la historia. Por el contrario, pensó, y lo dijo: “El mundo notará poco, ni mucho tiempo recordará lo que decimos aquí”. Si no fue un golpe de astucia, y Abraham Lincoln era un político astuto, fue una ingenuidad: sus palabras, muy pocas, doscientas setenta y dos, son consideradas aún hoy entre los mejores discursos de la historia.
No sólo porque eran palabras sencillas, sino porque perfilaron el futuro democrático de los Estados Unidos y condensaron el sentimiento de una nación arrasada por la guerra civil. Y si algo debe lograr un hombre de estado es interpretar el sentir de todo el pueblo al que representa o pretende representar. Además, esas palabras impulsaron un renovado empeño por la libertad y defendieron los principios de la república, el patriotismo, la igualdad de derechos y la democracia. Una de sus frases, la que formula como símbolo de la democracia el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, fue adoptada en 1958 en el artículo 2° de la Constitución de la Quinta República Francesa.
Lincoln, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, habló el 19 de noviembre de 1863 ante un escenario singular, los campos que rodeaban el pequeño pueblo de Gettysburg, Pensilvania, sólo cuatro meses y medio después de que una tremenda batalla decidiera el curso de la guerra. En esos campos, en apenas tres días, entre el 1 y el 3 de julio, habían muerto más de treinta mil hombres de uno y otro bando, las tropas de la Confederación de los Estados del Sur, al mando del general Robert Lee, y el ejército de la Unión, los hombres del norte, al mando del general Ulysses Grant. Fue la batalla que marcó el principio del fin del ejército confederado y el inicio de la victoria unionista.
Era tal la magnitud que había tenido la lucha, tanta la cantidad de muertos, tantos los feroces ataques de la artillería, la caballería y la infantería, que Gettysburg era en realidad un campo santo a cielo abierto. El congreso había dispuesto que aquello se convirtiera en un gran cementerio militar nacional, hoy es monumento histórico, y Lincoln, que era presidente desde hacía dos años, iba a pronunciar allí unas pocas palabras de dedicatoria.
¿Por qué había estallado la guerra civil en Estados Unidos? Porque había dos mundos en pugna. Y en el medio de esos dos mundos flotaba la esclavitud. El norte industrializado, que veía crecer la gran economía capitalista sostenida por una gran concentración de mano de obra asalariada, ya había descubierto que era mucho más ventajoso pagar salarios por hora de trabajo, que mantener de por vida a un esclavo y a su familia. De hecho, la guerra civil, también llamada de Secesión, porque lo fue, fue una de las primeras guerras “industriales” de la historia en la que tuvieron participación decisiva los ferrocarriles, el telégrafo, los buques de vapor que habían cambiado el maderamen por el hierro y las armas producida en masa. El sur de Estados Unidos, algodonero en esencia, parecía en cambio anclado en un sistema económico poco favorable al desarrollo capitalista, y mantenía la esclavitud como una garantía para la exportación de materias primas y la importación de bienes de consumo.
Lincoln, cabeza del partido Republicano, apoyó la prohibición de la esclavitud en todo Estados Unidos. Los estados del sur, que vieron en eso un atropello a sus derechos constitucionales, anunciaron su decisión de separarse de la Unión. Lincoln fue elegido presidente en noviembre de 1860. El 9 de febrero de 1861, casi un mes antes de que asumiera el cargo en una ceremonia prevista para el 4 de marzo, siete estados del sur profundo y algodonero se separaron de la Unión: Carolina del Sur, Mississippi, Florida, Alabama, Georgia, Louisiana y Texas. Formaron así los Estados Confederados de América, eligieron como presidente a Jefferson Davis bajo una estructura de gobierno similar a la del Norte.
La guerra era inminente. El presidente saliente, James Buchanan dijo: “El Sur no tiene derecho a separarse, pero yo no tengo poder para impedirlo”.
En su discurso inaugural del 4 de marzo, Lincoln dijo que su gobierno no iba a iniciar una guerra civil, que la Constitución era la unión más perfecta y declaró nula toda secesión. Y en lo que pareció un mensaje a los secesionistas, afirmó: “No tengo ningún propósito, directa o indirectamente, de interferir con la institución de la esclavitud en los Estados Unidos donde existe. Creo que no tengo derecho legal a hacerlo, y no tengo ninguna inclinación a hacerlo”.
Un mes y ocho días después de esas palabras, el 12 de abril, los confederados atacaron Fort Sumter, una guarnición militar de la Unión en una isla costera del Atlántico a la entrada de la bahía de Charleston, Carolina del Sur. Dos meses después, otros cuatro estados sureños se habían unido a la Confederación: Virginia, Arkansas, Carolina del Norte y Tennessee. Fort Sumter fue la llama que encendió el conflicto más grave y letal de la historia estadounidense. Cuando terminó por fin, cuatro años después, en 1865, habían muerto entre seiscientos cincuenta y setecientos cincuenta mil soldados y un número nunca determinado de civiles. Según los historiadores, la guerra mató al diez por ciento de todos los varones del norte de entre veinte y cuarenta y cinco años y al treinta por ciento de los varones blancos del sur de entre dieciocho y cuarenta años.
Gettysburg, su tierra yerma, los cadáveres diseminados todavía en bosques y zanjas, a campo abierto, espejaba el horror de aquella guerra. Allí se enfrentaron algo más de ciento cincuenta y ocho mil hombres, ochenta y tres mil del Norte y setenta y cinco mil del Sur. El último día de la batalla, el ataque de catorce mil confederados a las líneas federales dejó siete mil muertos sureños en el campo de batalla. Apenas ciento cincuenta llegaron a divisar las líneas enemigas. A partir de ese día, el ejército del Sur empezó su larga retirada hacia la derrota y la desdicha.
En ese escenario se plantó Lincoln cuatro meses después, en noviembre, para dejar convertido aquel moridero atroz en un cementerio militar. ¿Quién era Lincoln? Había nacido en Hodgenville, Kentucky, el 12 de febrero de 1809 y creció entre su estado natal y el de Indiana, que en la época eran ambas parte del legendario lejano Oeste. Era abogado y entró al mundo de la política en 1846 como miembro de la Cámara de Representantes de Illinois, un cargo que ejerció durante ocho años, cuando cambió su cargo como Representante (diputado) local para pasar a ocupar un escaño en el Congreso de Estados Unidos. Disconforme con la intervención estadounidense en México, que le permitió al Sur algodonero extender su territorio con la anexión a Estados Unidos de lo que luego fue Nuevo México, estuvo a punto de dejarlo todo y retomar su profesión de abogado: su posición frente a la guerra no lo hacía muy popular en Illinois,
Volvió al ruedo en 1854 para convertirse en líder de la construcción de un nuevo partido, el Republicano, llamado hoy “The Great Old Party – El viejo gran partido”. Dos años después estaba empeñado en llegar al senado y se enfrentó a su par demócrata, Stephen Douglas, en ásperos debates sobre la esclavitud, a la que Lincoln se oponía. Perdió frente a Douglas pero en 1860 se aseguró su candidatura a la presidencia. Sin los votos del sur esclavista, Lincoln arrasó en el Norte y fue elegido presidente en los años políticos y sociales más tormentosos del siglo XIX. Era un tipo de notable astucia política, metido de lleno en las cuestiones de poder de cada estado americano, logró ser reelecto en 1864, también en plena Guerra Civil y, ante la evidencia de un triunfo de las fuerzas del Norte impulsó una reconstrucción de su país, al que pretendió reunificar gracias a una generosa política de reconciliación. Durante su gestión, preservó la Unión y su espíritu, abolió la esclavitud, fortaleció el gobierno federal y modernizó la economía.
Una breve historia lo pinta como el estadista que fue. El 1 de enero de 1863, seis meses antes de la batalla de Gettysburg, Lincoln firmó la Proclamación de Emancipación de todos los esclavos. Todo el poder político del Norte se acercó a Washington para acompañarlo y para estrechar la mano del presidente que había proclamado que todos los hombres eran libres e iguales. Pero Lincoln demoró, casi sin sentido, la firma de ese documento. Pasaron al menos dos horas entre los saludos y la firma de la Proclamación. Dio la explicación a sus íntimos: “Tengo entumecido el brazo derecho de tanto estrechar manos. Quiero dejarlo un rato inmóvil porque el cansancio puede modificar algún rasgo de mi firma. Y no quiero que la historia diga que me tembló la mano al firmar este documento”.
Ahora, 19 de noviembre de 1863 y cuando ya Gettysburg había cambiado el curso de la Guerra Civil, Lincoln se preparaba para decir unas pocas palabras en aquel campo de guerra consagrado como cementerio militar. No era el orador esperado. Ese crédito se lo llevaba con creces Edward Everett, un político, pastor, educador y diplomático que estaba considerado, con razón, como el mejor orador de Estados Unidos. Lo era. Su discurso de trece mil seiscientas nueve palabras duró dos horas y Everett comparó a Gettysburg con Maratón y cómo podían los dos bandos en pugna salvar sus diferencias y bregar en cambio por la reconciliación.
Le siguió Lincoln. Era el sexto orador del día. Una fotografía muestra un palco caótico de kermese pueblerina y a un presidente que lee su mensaje con la cabeza inclinada hacia el papel que sostienen sus manos. Era, como todos los discursos de Lincoln, una pieza oratoria que el presidente había preparado con sumo cuidado. Era breve, poco más de diez oraciones que insumirían dos o tres minutos de lectura. Dijo entonces: “Hace ochenta y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en Libertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales.
Ahora estamos envueltos en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un importante campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a destinar una porción de dicho campo como lugar de último descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas porque esta nación pudiera vivir. Es plenamente oportuno y apropiado que hagamos tal cosa.
Pero en un sentido más amplio, no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres vivos y muertos que aquí lucharon, ya lo han consagrado muy por sobre lo que nuestras escasas facultades pueden añadir o restar. El mundo apenas notará o recordará por mucho tiempo lo que aquí se diga, pero jamás podrá olvidar lo que ellos hicieron en este sitio. Somos más bien nosotros, los vivos, quienes debemos dedicarnos a la tarea inconclusa que los que aquí lucharon hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos quienes aquí debemos abocarnos a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos, se extraiga un mayor fervor hacia la causa por la que ellos entregaron la mayor muestra de devoción. Que resolvamos firmemente que estos muertos no dieron su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la faz de la Tierra”.
Restaban dos años de guerra todavía. El 9 de abril de 1865, después de la derrota en el campo de batalla de Appomattox, Virginia, el general Robert Lee rindió su ejército al general Ulysses Grant en la Corte de Justicia de la ciudad. Los documentos de la rendición se firmaron en la tarde de ese 9 de abril.
Cinco días después, el viernes 14, Abraham Lincoln y su mujer, Mary Todd, fue al teatro Ford de Washington para ver una función de la comedia musical “Our American Cousin - Nuestro primo americano” de Tom Taylor. Durante la función, John Wilkes Booth, un actor mediocre simpatizante del sur, le disparó un balazo en la cabeza.
Después de nueve horas de agonía, Lincoln murió a las siete y veintidós de la mañana del 15 de abril.