Carlos Pellegrini: el presidente que detestaba el mate, decía que “Tata Dios” era argentino y su pelea con Roca

Fue abogado, legislador, militar y llegó a presidente cuando renunció Juárez Celman. Era un hombre que bregaba por la industrialización y no se confiaba solo en las riquezas del campo. La particular personalidad de un porteño nato que amaba los caballos, fundó el Jockey Club y estaba enamorado de Mar del Plata

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Carlos Pellegrini, con su cabello peinado para atrás y sus bigotes tan característicos
Carlos Pellegrini, con su cabello peinado para atrás y sus bigotes tan característicos

Cuando le decían “gringo”, apodo que le pusieron en el Colegio Eclesiástico -actualmente Nacional de Buenos Aires- no se cansaba de aclarar de que su padre Carlos Enrique, era francés, aunque no renegaba de su sangre inglesa, herencia de su madre María Bevans. Fue “un piloto de tormentas” que, a pesar de su habilidad política, su inteligencia y su astucia, siempre estuvo a la sombra de Roca. Su nombre es marca registrada de la Generación del 80.

Se llamaba Carlos Pellegrini.

Nació el 11 de octubre de 1846. Segundo de cinco hijos, sus hermanos fueron Julia, Ernesto, Anita y Arturo. Su papá, Carlos Enrique, nacido en el reino de Saboya, estudió en Torino y en París se graduó de ingeniero. Vino al país en 1828 para trabajar en las obras públicas impulsadas por el gobierno de Bernardino Rivadavia.

Un día descubrió que tenía capacidad para hacer retratos y con el tiempo diseñó edificios emblemáticos. Cuando se asentó en estas tierras, transformándose en un referente de la colectividad francesa, supo que se quedaría para siempre. Tenía 41 años cuando se casó con María Bevans, de 17, nacida en Buenos Aires e hija de ingleses.

Los Pellegrini, de izquierda a derecha: Ernesto, María Bevans de Pellegrini, Carlos Pellegrini, Carlos Enrique Pellegrini (padre), Julia y Ana Pellegrini Bevans. (Archivo General de la Nación)
Los Pellegrini, de izquierda a derecha: Ernesto, María Bevans de Pellegrini, Carlos Pellegrini, Carlos Enrique Pellegrini (padre), Julia y Ana Pellegrini Bevans. (Archivo General de la Nación)

El niño Carlos aprendió a leer y a escribir en su casa y luego fue a un colegio inglés fundado por una de sus tías, mientras su papá proyectaba el primer teatro Colón que tuvo la ciudad.

En 1869 se doctoró en jurisprudencia, estudios que había suspendido cuando con un grupo de amigos se enroló en el ejército para ir a pelear en la guerra del Paraguay. Combatió como artillero en Tuyutí, llegó a oficial y cuando enfermó debió regresar a Buenos Aires.

De carácter fuerte, explosivo, pintón, mejor amigo, podía ser duro y tan inflexible como sensible ante situaciones que lo afectaban. De discurso claro y contundente, era una persona alta, caricaturizado como una jirafa, y usaba el cabello peinado para atrás. Con el correr de los años cultivaría un poblado bigote, característica que mantendría durante su vida.

En Mar del Plata. Desde que viajó por primera vez en 1887, quedó prendado de la ciudad, a la que volvería en muchas oportunidades. Fotografía de 1891 (Archivo General de la Nación)
En Mar del Plata. Desde que viajó por primera vez en 1887, quedó prendado de la ciudad, a la que volvería en muchas oportunidades. Fotografía de 1891 (Archivo General de la Nación)

Se casó el 25 de diciembre de 1871 -el año en que la epidemia amarilla azotó a Buenos Aires- con Carolina Lagos Mármol, de 19 años, hermana de uno de sus mejores amigos. No tuvieron hijos. Como él era “el gringo”, ella fue “la gringa”.

Siguiendo a su padre, fue masón, iniciado en la Logia Regeneración N° 5 y llegó a ser Gran Maestre electo del Gran Oriente de Rito Argentino.

Fue secretario de la Comisión de Puerto Madero; en 1872 legislador y dos años después diputado. A los 23 años se recibió de abogado con una tesis sobre derecho electoral. En esa época hizo sus primeras armas en el diario La Prensa.

Su figura fue caricaturizada por los diarios satíticos de la época (Revista Caras y Caretas)
Su figura fue caricaturizada por los diarios satíticos de la época (Revista Caras y Caretas)

Se inició en política en las filas del autonomismo bonaerense que lideraba Adolfo Alsina. Definido como un conservador con matices liberales, conoció a Julio A. Roca en los tiempos de las luchas entre porteños y provincianos y se hicieron inseparables.

Era un producto de su época, que lo llevó a decir que “el voto más libre es el que se vende o se compra”, dijo defendiendo el fraude. Consideraba que si alguien podía disponer de su voto era porque le pertenecía; por consiguiente, era libre. En la propia cámara admitió que los registros electorales, en la mayoría de los casos, se confeccionaban antes de la elección, donde se designaban a los elegidos hasta con los números de votos obtenidos.

Era partidario que los analfabetos no votasen, que había que instruirlos en educación cívica y se mostró partidario que sí pudiesen emitir su voto las mujeres. Apoyó la inmigración y decía que el país debía fabricar algo más que pasto, y que ningún país llegó a su pleno desarrollo sin industrias.

Una multitud lo acompañó a la Casa Rosada cuando asumió la presidencia, luego de la renuncia de Juárez Celman (Archivo General de la Nación)
Una multitud lo acompañó a la Casa Rosada cuando asumió la presidencia, luego de la renuncia de Juárez Celman (Archivo General de la Nación)

Toda la ropa que lucía era importada de Europa aunque en una oportunidad, con algunos amigos, salió a caminar por Florida con ropa confeccionada en el país, solo para promocionarla.

Siempre le gustó estar en primera línea, como cuando Carlos Tejedor se rebeló contra Buenos Aires. Algún comedido propuso hacerlo general. El respondió que la época de carnaval ya había pasado, aunque el juego con agua le encantaba practicarlo en la rambla de Mar del Plata, adonde había ido por primera vez en 1887. Con la ciudad fue un amor a primera vista. Se alojaba en el Hotel Bristol.

Fue ministro de guerra de Avellaneda y senador nacional; sus viajes a Europa y a Estados Unidos lo convencieron que se debía modernizar el país en todos los aspectos, incluido el cultural: impulsar el teatro Colón, sumarle una academia de música, un museo de bellas artes, un jardín zoológico. A fines del siglo XIX, fue un rara avis al hablar del fomento del turismo.

A los 40 años fue vicepresidente de Miguel Juárez Celman. No puso todo su empeño en el ejercicio en el cargo, y viajó al exterior a conseguir dinero. Miraba de reojo a los juaristas y ayudó a Roca a limar el poder del presidente. Cuando estalló la Revolución del Parque, convenció a Juárez Celman de viajar a Rosario para movilizar las tropas. Pellegrini quedó dueño de la situación, coordinó con Roca la represión militar y quedó como uno de los hombres del momento. “Tata Dios es argentino”, era una de las frases que repetía.

Pellegrini falleció en 1906. A su sepelio concurrió una multitud (Revista Caras y Caretas)
Pellegrini falleció en 1906. A su sepelio concurrió una multitud (Revista Caras y Caretas)

Cuando el 6 de agosto de 1890 el cordobés renunció, asumió la presidencia. De pensamiento económico proteccionista, estaba volcado al desarrollo industrial.

Era un porteño que odiaba el mate y que se empecinó en instalar la costumbre de la ceremonia del té a las cinco de la tarde. Más allá de la política le gustaban los deportes y especialmente los caballos. En 1882 fue uno de los fundadores del Jockey Club.

Nombró a Roca ministro del interior, lo que le posibilitó al tucumano, en los meses en los que estuvo en el cargo, fortalecer la liga de gobernadores.

Con su ministro de hacienda Vicente Fidel López elaboró una política económica que llamó “de recuperación nacional”. Creó la Caja de Conversión –única entidad autorizada para la emisión de billetes- y el Banco de La Nación Argentina, que dinamizó las economías regionales.

El ambiente político, cuando se acercaban las elecciones presidenciales del 10 de abril de 1892, estaba más que caldeado. Había un fervor hacia Alem y su partido, que proclamó la fórmula Bernardo de Irigoyen-José María Garro.

Una semana antes de los comicios, Pellegrini alertó de una conspiración y decretó el estado de sitio, detuvo a los dirigentes radicales, incluidos los candidatos. Denunció que los radicales pensaban asesinarlo a él, a Mitre, Roca, a algunos generales, usando bombas. Se cerraron comités radicales y sus diarios. El radicalismo, atado de pies y manos, decretó la abstención.

El estado de sitio se levantó el día del comicio. El anciano Luis Sáenz Peña -que con Roca impusieron cuando el que sobresalía con un futuro brillante era su hijo Roque- obtuvo el 95% de los votos.

Aparecieron entonces disensiones en el partido oficialista con Roca. En julio de 1901 cuando la situación económica empeoró por el aumento de la deuda externa, el presidente Roca lo comisionó a negociar con los acreedores británicos para lograr mejores condiciones. Pero cuando el gobierno elevó al congreso el proyecto de ley de unificación de la deuda externa pública -Pellegrini había ido al Senado a defenderlo- provocó un malestar tan serio en la sociedad y en la prensa que obligó al gobierno a retirarlo una semana después. Roca lo consultó con Mitre quien le dijo que “cuando todo el mundo se equivoca, todo el mundo tiene razón”. Entonces el presidente consideró que el proyecto era “irrealizable”. Pellegrini -que trabajaba fielmente para apoyar la gestión de Roca- lo tomó como una traición y nunca se lo perdonó. Se distanciaron.

“El gringo volverá”, calculó mal Roca. Pellegrini se transformó en un acérrimo enemigo y Roca hizo lo imposible para que su viejo aliado nunca llegase a la presidencia.

Sus últimos años su salud se deterioró. En su momento se dijo que estaba enfermo de “neurastenia”. Cuando su estado se agravó, su esposa dispuso que un sacerdote le diera la extremaunción. Murió el 17 de julio. “Ha muerto el más fuerte”, dijo José Figueroa Alcorta. Una multitud se congregó para despedir a ese flaco alto, que insistía en la industrialización y que decía que Dios era argentino.

Fuentes: El hombre que hizo. Cinco crónicas sobre Carlos Pellegrini; El orden conservador, de Natalio Botana; Hombres de la política argentina, por Miguel A. Scenna

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