Era delgado, de un metro cincuenta de estatura, de trato cordial, ingenioso y extremadamente avaro. Pío Tristán era un peruano de 39 años, que siempre mantuvo una relación respetuosa, aunque no de amistad con Manuel Belgrano. Ambos se conocían de la época de estudiantes en Salamanca y luego cuando vivieron en Madrid. Ahora estaba al mando de un ejército español que amenazaba seriamente al del creador de la bandera.
Belgrano, cuando se hizo cargo del Ejército del Norte, le escribió: “Fui el pacificador de la gran provincia del Paraguay. ¿No me será posible lograr otra gran dulce satisfacción en estas provincias? Una esperanza muy lisonjera me asiste de conseguir un fin tan justo, cuando veo a tu primo y a ti, de principales jefes…”El primo en cuestión era el general José Manuel de Goyeneche, que comandaba las tropas españolas.
Tristán estalló cuando los patriotas habían hecho prisionero al implacable y sanguinario coronel español Agustín Huici, que al mando de la vanguardia, cayó prisionero luego del combate de Las Piedras. Mandó 50 onzas de oro a Belgrano para que éste fuera bien tratado. Encabezó la carta con “campamento del Ejército Grande, septiembre 15 de 1812″. Belgrano, en su respuesta, le devolvió el dinero y le pidió que fuese destinado a los prisioneros patriotas. Conservando su sentido del humor, firmó “campamento del ejército chico”.
Tristán era consciente de la situación en la que se hallaba Belgrano, ya que el panorama del ejército que mandaba era casi desesperante. Ante los pedidos de ayuda, el gobierno solo le había enviado unos 400 fusiles. “Era difícil encontrar una fuerza más deshecha, ya sea por su falta de disciplina y subordinación, ya sea por su armamento, como por los estragos del chucho (fiebre)…”, escribió en su autobiografía.
Luego de completar lo que se llamó el Éxodo Jujeño, el 10 de septiembre, las fuerzas patriotas llegaron a las afueras de la capital tucumana. Fue creciendo dentro de Belgrano la idea de quedarse en la provincia, desobedecer la orden del gobierno de bajar hasta Córdoba y dar batalla. Este doble sentimiento lo tuvo a maltraer, porque era enemigo de la desobediencia que, junto a la falta de orden, llevarían a la causa de la revolución a su perdición. Pero sabía que si dejaba el territorio sería más difícil recuperarlo.
Encomendó a Juan Ramón Balcarce reclutar a voluntarios para sumarse a su ejército. A pesar de viejos resquemores que ambos arrastraban desde el inicio mismo de la revolución, Belgrano lo había nombrado en Jujuy mayor general interino ya que Eustoquio Díaz Vélez, que ocupaba dicha posición, estaba enfermo.
La importante convocatoria que tuvo entre la población que le rogó que se quedase -armó como pudo a 600 jinetes- y el triunfo en Las Piedras el 3 de septiembre de 1812 sobre la vanguardia realista, lo convenció de dar batalla. Esos voluntarios fueron sometidos a un entrenamiento intensivo sobre los movimientos militares básicos. Irían a la pelea armados con machetes y con lanzas con cuchillos asidos a la punta.
En caso de que resultase derrotado, Belgrano mandó a atrincherar la ciudad, cavó fosos y dejó media docena de cañones para cubrir la retirada.
Días antes de la batalla, Tristán le envió una carta al español José Garmendia, de abiertas simpatías patriotas, que fue uno de los que convenció a Belgrano de permanecer en la provincia y dar batalla al enemigo. Garmendia vivía en la ciudad de Tucumán y en la provocadora misiva que recibió, Tristán presagiaba un triunfo español y le advertía que los patriotas serían derrotados y debidamente castigados. Le manifestó su deseo de tomar, luego de la batalla -de la que descontaba el triunfo- un buen baño y un suculento almuerzo en su casa.
Cuando Garmendia le mostró la carta a su esposa, Elena María Alurralde, respondió que lo que prepararía sería “una horca cuya cuerda y dogal fueran trenzados con el cabello de las damas tucumanas para los godos”.
La estrategia de Belgrano era el de esperar a los españoles en un campo de batalla al norte de la ciudad, contraatacarlo a bayoneta y dispersarlo con su caballería.
El 23 los españoles estaban en Nogales, a veinte kilómetros al norte de la ciudad. Tristán, seguro de su superioridad numérica, realizó un movimiento envolvente y se situó en un punto para cortarle el camino de los patriotas hacia Santiago del Estero. Quería evitar que escapasen. Se estaba excediendo en sus órdenes: le habían indicado ocupar Salta y con 500 hombres hostigar los alrededores de la capital tucumana.
Este movimiento fue descubierto por Aráoz de Lamadrid, quien para confundir a los realistas quemó unos campos cercanos por donde se estaban movilizando. Esto le permitió a Belgrano conocer los movimientos del enemigo, buscó rodear la ciudad por el oeste y formó una línea de ataque mirando al sur. Tres columnas de infantería, cuatro piezas de artillería y la caballería dividida en dos. En la retaguardia una reserva de infantería y caballería al mando del joven coronel de 25 años Manuel Dorrego.
En la mañana del jueves 24 los realistas aparecieron en el campo de las Carreras, ubicado en el sur de la ciudad, situado actualmente entre la avenida Bernabé Aráoz, Lavalle y Alberdi. Desde 1914 es lugar histórico.
Los españoles llegaron con la artillería aún montada en las mulas. Vieron a la infantería patriota pero no a la caballería. Los cuatro cañones patriotas causaron daño en las primeras filas. El coronel enemigo Barrera, irritado, mandó cargar a bayoneta.
Belgrano ordenó a la caballería de Balcarce que atacase el flanco izquierdo enemigo y la infantería al centro. Sabía el creador de la bandera que su caballería, con muchos voluntarios, no estaba preparada para los despliegues en batalla. Pero aun así cargó en medio de alaridos y del sonido ensordecedor que producían los golpes que los jinetes daban a los guardamontes.
La infantería del francés Carlos Forest se vio superada por el elevado número de enemigos; el batallón 6° de Ignacio Warnes, retrocedía en confusión ante el embate español. El mayor José Superí, de 22 años, que mandaba un batallón de pardos y morenos, había caído prisionero y sus hombres se dispersaron. A esa altura, el ejército patriota había perdido cerca de 400 hombres.
Dorrego, viendo el panorama, sin esperar órdenes de Belgrano, arremetió con la reserva de infantería en auxilio de Forest y Warnes. Este cargó violentamente contra los españoles.
Balcarce, al mando de los voluntarios que había convocado los días anteriores, armados con precarias lanzas y machetes, más algunos Dragones y Decididos de Tucumán, avanzó a puro degüello.
Terminó de confundir al enemigo cuando en pleno combate, se puso de noche. Un fuerte ventarrón trajo consigo una manga de langostas. El general José María Paz recuerda que el impacto de estos insectos en la cara y en el pecho simulaban impactos de bala, y muchos creyeron haber sido heridos.
El enemigo se puso en fuga.
Belgrano, desconectado de sus jefes -que durante las cuatro horas de batalla tuvieron que tomar sus propias decisiones- con unos 200 efectivos marchó hacia la ciudad, sin saber a ciencia cierta, con qué se encontraría. Allí estaba la infantería con las armas capturadas a los españoles por Dorrego, más algunas banderas y cientos de prisioneros.
Esa noche, Belgrano se retiró a la estancia El Rincón, a tres leguas al sur de Tucumán y al día siguiente formó con su ejército frente al del enemigo. Mandó al coronel José Moldes, encargado de observación del ejército, la propuesta de “una amigable proposición” de rendición, pero Tristán se negó. El jefe español esperó la noche y se retiró a Salta.
Los patriotas tuvieron 61 muertos y 200 heridos. Los españoles 450 muertos, 200 heridos y 600 prisioneros.
Belgrano encomendó a Díaz Vélez que al frente de unos 500 o 600 hombres hostigasen la retirada del enemigo. Volvió al mes, el día en que se hacía la procesión con la que se honraba a la Virgen de la Merced, ya que Belgrano estaba convencido que el triunfo se había debido a su intercesión. Luego de una misa, la nombró generala del ejército.
El 5 de octubre llegó a la ciudad de Buenos Aires la noticia del triunfo. A partir de las ocho de la mañana hubo salvas de artillería, repiques de las campanas de las iglesias, cañonazos de los buques anclados en el río y bandas militares, que tocaron por las calles hasta bien entrada la noche. Tres días después, en medio de una profunda impopularidad, caía el Primer Triunvirato gracias a un golpe de José de San Martín y la Logia Lautaro. El Segundo Triunvirato tendría otra dirección.
Tristán volvería a enfrentarse a Belgrano en Salta. Derrotado, cumplió su palabra de no volver a tomar las armas contra los patriotas y se retiró a Arequipa, muy lejos de ese baño reparador y de ese suculento almuerzo que pensaba darse luego de una victoria que no se le dio.