Después del infierno que había pasado en el Cabo de Hornos, cuando la embarcación en la que viajaba fue hecha pedazos por un oleaje indomable, juró que nunca más se embarcaría, más aún cuando con otros sobrevivientes quedaron a la buena de Dios en la inhóspita Tierra del Fuego. La historia tuvo un final feliz: después de que improvisaran un navío, pudieron regresar a Montevideo.
Por eso el español, nacido en Santander Manuel Moreno y Argumosa, de familia de labradores, hizo lo imposible por conseguir un empleo en tierra firme y desechar su plan inicial de ir a probar fortuna a Lima. Había llegado a Buenos Aires en 1766 a los veinte años. Era hábil en la escritura y en la aritmética que, sumado a sus profundas convicciones y un proceder honesto, fueron cualidades que le abrieron las puertas en la Tesorería de las Cajas Reales en Buenos Aires, donde ingresó como empleado subalterno, con un módico sueldo de cincuenta pesos mensuales.
Con una posición económica ni holgada ni ajustada, en Buenos Aires se casó con Ana María Valle, que era de las pocas mujeres en la ciudad que sabían leer y escribir, algo que les transmitió a sus hijos. Tuvo catorce, de los que sobrevivieron cuatro varones y cuatro mujeres. Al mayor lo llamaron Mariano y nació a las cuatro de la tarde del miércoles 23 de septiembre de 1778. Dos días después fue bautizado en la iglesia de San Nicolás.
Los Moreno vivían en el barrio El Alto, a unas cuadras del fuerte.
Mariano fue a la Escuela del Rey, con maestros cuyos sueldos eran pagados por el erario real. Se enseñaba a leer, escribir y contar. El niño se concentró en las dos últimas actividades, ya que la lectura le había sido fomentada por su madre.
A los 8 años enfermó gravemente de viruela, y las secuelas fueron evidentes para siempre en su rostro.
A los 12 años entró a estudiar gramática latina en el Colegio de San Carlos, fundado en 1783 por el virrey Juan José Vértiz. Parece que Mariano le agarró la vuelta al latín porque, según su hermano Manuel, lo hablaba con facilidad y bastante bien. También se destacó en filosofía y teología, a tal punto que fue el elegido para exponer sobre estas materias en un acto público, al que asistieron todos los profesores de la ciudad.
Su padre, de trato riguroso, lo obligaba a regresar a la casa luego de la escuela, y no irse a distraer con otros chicos de su edad. Eso lo llevó a dedicarse a la lectura y lo hizo con tal pasión, que hasta hubo que impedirle que leyera en las horas dedicadas al descanso. Se las arregló para relacionarse con personas que poseían bibliotecas, los que le prestaban libros. Entre ellos estaba Fray Cayetano Rodríguez, del convento de San Francisco, quien le abrió las puertas de la biblioteca.
El padre trabajaba desde las 9 a las dos de la tarde. Por la mañana, Mariano estaba autorizado a visitar a aquellas personas que había conocido por su interés en los libros. Ningún hijo podía faltar al almuerzo, en el que el padre aprovechaba para educarlos en moralidad y costumbres. Después de comer, el progenitor nunca dejaba la casa, y solo lo hacía para atender algún asunto de último momento. No era afecto a los paseos.
Por la noche organizaba reuniones siempre con los mismos amigos, y los hijos estaban autorizados a participar. En invierno estas reuniones terminaban a las diez y en verano, a las once. Al finalizar, se servía la cena y me dia hora después todo el mundo debía ir a dormir.
En la casa no toleraba el juego, nunca se lo practicó y estaba prohibido. Su hijo Manuel recordó que nunca hubo en su casa una fiesta o un baile.
Al padre le había alcanzado para comprar una casa y tener algunos esclavos, pero no ganaba lo suficiente como para costear una carrera universitaria. De 20 años, Mariano no tenía muchos caminos: o seguía la carrera eclesiástica o la del foro, que se sabía que recién a los años podía obtener ganancias suficientes.
Los padres se inclinaban para que fuera cura, les entusiasmaba la idea, además era conocida la inclinación del joven hacia todo lo piadoso. El chico, que era religioso pero no fanático, pasó todo un año pensando qué hacer.
Se decidió por un doctorado en teología en Chuquisaca. Pero se necesitaban mil pesos, suma que el padre no tenía y por ningún motivo se los pediría a sus amigos y quedar endeudado. Se dio la casualidad que estaba en Buenos Aires un prelado del arzobispado de La Plata, que tenía recursos. No faltó quien le presentara a Mariano y el cura terminó como su protector, que se encargaría de costear su viaje y estudios.
El padre, recién ascendido a contador ordenador del tribunal de cuentas colaboró con la ropa y equipaje y con doscientos pesos para solventar los gastos de las postas.
A mediados de noviembre de 1799 emprendió el viaje de más de quinientas leguas, por la única ruta disponible, la que estaba en pésimo estado. El transporte era en galeras, un vehículo por demás incómodo, lleno de pasajeros y de equipaje. Tenía por delante más de dos meses de travesía.
La primera noche en una posta no la olvidó más: todos los hombres del pasaje se dedicaron a apostar su dinero en el juego de las cartas y pensó que eran todos integrantes de una banda de salteadores de caminos. Estuvo a punto de regresar a su casa.
El cuerpo le pasó factura: en Tucumán un reumatismo lo obligó estar en cama dos semanas, en los que no fue atendido. Su hermano aseguró que su cura fue casi milagrosa. Estando postrado e ignorado por todos, hizo un tremendo esfuerzo por llegar a una vasija con agua, ya que la sed lo devoraba. Pudo tomar pero como no tenía fuerzas en los brazos, el contenido de la vasija cayó sobre su cuerpo, y al día siguiente se sintió con fuerzas renovadas para continuar el viaje.
En Chuquisaca se alojó en la casa del canónigo Matías Terrazas. Allí leyó obras que no estaban al alcance de todos, como Montesquieu, D’Aguesau y Reynal, entre otros.
Estudió en la Universidad Mayor, Real y Pontificia de San Francisco Xavier. Primero se graduó en doctor en teología y luego entró a la academia a estudiar Derecho, una carrera de dos años, en que se le otorgó el título de bachiller, que lo habilitaba para ejercer. Claro que antes fue preciso cumplimentar una práctica en el foro, asistir por otros dos años al estudio de un abogado y concurrir a los juicios del tribunal, requisitos para dar un examen final ante los jueces de la Audiencia para ser reconocido como abogado.
Cuando los padres se enteraron de que había estudiado abogacía, no les cayó para nada bien, ya que descontaban que sería sacerdote. Mientras tanto Mariano tuvo otros ataques de reumatismo, uno fue tal fuerte que nadie dio esperanzas de que fuera a recuperarse. Estuvo dos meses en cama, en el que hubo que darle de comer, ya que no podía mover sus brazos. Un sirviente solía leerle y algunos amigos lo visitaban. Cuando se recobró nunca más volvió a padecer esta enfermedad.
En la casa de Terrazas, se codeaba con lo mejor de la sociedad, y acostumbraba a participar de las charlas y discusiones políticas.
Por qué no creer la historia de que en una oportunidad Mariano pasó por la puerta de un local que se dedicaba a hacer retratos y vio uno de una chica que le llamó la atención, a tal punto que preguntó de quién se trataba. Fue así que se casó con María Guadalupe Cuenca, una chica de 14 años, que su madre viuda mantenía en un monasterio, con la idea de que fuera monja.
La unión fue a espaldas de sus padres, a sabiendas de que no aprobarían la relación. Se casaron el 20 de mayo de 1804 en la catedral de Chuquisaca, y el 25 de marzo del año siguiente nació su único hijo, Mariano.
Abrió su propio estudio y se hizo de una clientela, pero un entredicho con un magistrado lo motivó a hacer las valijas y junto a su esposa y su pequeño hijo de ocho meses, regresó a Buenos Aires, donde llegó en septiembre de 1805. Ocupó una casa en las cercanías de la actual Mitre y Diagonal Norte. El no lo sabía, pero viviría los años más intensos de su vida, que serían los últimos.
Fuentes: Vida y memorias de Mariano Moreno, de Manuel Moreno; Vida privada y pública de Mariano Moreno, de Ricardo Levene