En Buenos Aires, siempre todo llevó su tiempo. En 1767, cuando estas tierras aún no eran virreinato, el gobernador Francisco de Paula Bucarelli -el implacable perseguidor de los contrabandistas locales y el que hizo cumplir la disposición real de expulsión de los jesuitas – fue uno de los primeros en proponer la creación de una biblioteca pública. Un cuarto de siglo después se abrió una en el Convento de la Merced a instancias de Facundo Prieto y Pulido, escribano de la Real Audiencia. El hombre donó libros y dispuso que bien podían servir para el estudio de los religiosos de ese convento como del público en general, pero eso sí: prohibía llevárselos prestados. Se ignora cuánto tiempo funcionó.
Hubo otro intento de levantar una biblioteca, pero la primera invasión inglesa cortó el proyecto. Cuando estalló el movimiento revolucionario de 1810, Mariano Moreno, ese secretario que todo lo planeaba y todo lo hacía, vio esa necesidad. Fue el jueves 13 de septiembre de ese año que su creación fue anunciada por La Gaceta. “Que se facilite a los amantes de las letras un recurso seguro para aumentar sus conocimientos”, escribió.
A la hora de fundamentar su creación, Moreno escribió que “toda casa de libros atrae a los literatos con una fuerza irresistible, la curiosidad incita a los que no han nacido con positiva resistencia a las letras, y la concurrencia de los sabios con los que desean serlo produce una manifestación recíproca de luces y conocimientos, que se aumentan con la discusión y se afirman con el registro de los libros, que están a mano para dirimir las disputas”.
La iniciativa fue muy bien recibida por la gente. Se decía que contribuiría a la ilustración de la juventud, y que la alejaría de “las diversiones frívolas y a huir de esos destructores placeres que le roban la parte más preciosa de su vida”.
Una constante en nuestro país es que no había fondos suficientes, y que por eso se abrió una suscripción popular. Había que recaudar dinero para acondicionar un local y armar las estanterías. La biblioteca iba a funcionar en la esquina de Moreno y Perú, dentro de la llamada Manzana de las Luces.
Fueron nombrados como bibliotecarios los sacerdotes Saturnino Segurola y Cayetano Rodríguez. Por encima de ellos estaba el propio Moreno, quien fue nombrado Protector, con amplias facultades para hacer y deshacer.
El gobierno, con buen tino, dispuso que los cargos de los bibliotecarios fuesen rentados. Cuando Segurola renunció para asumir como congresista en la Asamblea del Año XIII se hizo cargo Luis Chorroarín el 30 de enero de 1811 y estuvo en el cargo hasta 1821.
En su testamento, Monseñor Manuel Azamor y Ramírez, décimo cuarto obispo de Buenos Aires dispuso que su valiosa biblioteca -las mejores eran la de los religiosos- estuviera al alcance de todos.
El religioso había acumulado 1227 volúmenes, la mayoría traídos de España. Los tenía ordenados en una habitación que alquilaba para tal fin. Cuando murió en 1796 fueron llevados a los Reales Almacenes y como al parecer no había lugar para ellos, los llevaron a un salón en el fuerte. Antes separaron los llamados textos “prohibidos”, que quedaron en poder de la iglesia.
La Primera Junta echó mano de la biblioteca del obispo Rodrigo de Orellana, quien en agosto de 1810 se había salvado del pelotón de fusilamiento en el que murieron Santiago de Liniers y un grupo de españoles quienes habían desconocido la autoridad de la Junta.
El gobierno ordenó que se embalase toda su biblioteca y la de los ajusticiados . Todo ese material fue enviado a la biblioteca pública.
También se le pidió al Colegio de San Carlos, que colaborase con los libros que había en la institución.
Juan Martín de Pueyrredón, que en 1811 se desempeñaba como gobernador intendente de Córdoba, mandó a la biblioteca un considerable lote que había pertenecido a los jesuitas.
En el mismo sentido, en La Gaceta se publicaban los nombres de las personas que donaban libros o bien dinero para su mantenimiento. Fue el caso de Miguel O’Gorman, el médico irlandés que decidió desprenderse de su colección de libros de medicina y además colaboró con tres onzas de oro, como hicieron muchos residentes británicos. También donaron Manuel Belgrano, que se desprendió de su biblioteca completa y fue importante la contribución del presbítero Bartolomé Muñoz, quien aportó libros sobre historia natural y de instrumentos y objetos recolectados durante sus investigaciones.
Cuando en 1815 derrocaron al director supremo Carlos María de Alvear, muchos políticos cayeron en desgracia. Ese fue el caso de Juan Hipólito Vieytes, al que primero encarcelaron y luego desterraron. Como sus bienes fueron embargados y confiscados, fue tarea de Chorroarín la de inventariar su biblioteca. Fue así que sus 108 volúmenes, entre los que sobresalían diccionarios de distintas lenguas y libros escritos en latín, inglés, francés, portugués y español, pasaron a formar parte del patrimonio de la biblioteca.
Hubo que fichar el material, elaborar los índices y ordenar en los estantes los libros. El gobierno presionaba a Chorroarín para inaugurarla el 2 de enero de 1812. El hombre enfrentó la tarea descomunal de la organización pero aún así el gobierno quería abrirla tal cual estaba. La biblioteca abrió sus puertas el lunes 16 de marzo de 1812, una semana después de la llegada de José de San Martín, proveniente de Europa.
Su horario era de 8 a 12:30. Ante las protestas por las pocas horas que permanecía abierta, se intentó conseguir una partida para pagar un sueldo para una persona que estuviera a la tarde y a la noche, pero no prosperó.
En los años siguientes, quedó en evidencia que no había presupuesto suficiente para mantener los libros, protegerlos de la humedad y de los insectos y tampoco había fondos para comprar nuevas obras, especialmente de ciencias naturales, como las que vendía el naturalista Aimé Bompland.
Con el correr de los años, tuvo directores memorables. Uno de ellos fue el francés Paul Groussac, quien estuvo 44 años en el cargo y aún se conserva el escritorio de herradura que mandó hacer. Cuando asumió la institución cambió de nombre: dejaba de llamarse Biblioteca Pública de Buenos Aires y pasaba a denominarse Biblioteca Nacional. Groussac contribuyó a que trascendiera las fronteras y durante su gestión editó La Biblioteca y Anales de la Biblioteca.
Otro fue Jorge Luis Borges, quien estuvo entre 1955 y 1973 y ocupó el despacho del primer piso del monumental edificio de México 564. Solía llegar al mediodía y tanto era el encanto que despertaba en él, que en un momento había proyectado vivir en el edificio. Durante su mandato comenzó el proyecto de construcción del edificio que actualmente ocupa y se creó la Escuela Nacional de Bibliotecarios.
Junto con José Mármol, quien la manejó desde 1868 hasta que enfermó, los unió un denominador común: los tres tuvieron serios problemas de la vista. Mármol debió renunciar debido a esa enfermedad y fue víctima de la epidemia de fiebre amarilla. Groussac, en los últimos años, fue operado de glaucoma y perdió la vista, mientras que Borges quedó ciego como consecuencia de una enfermedad congénita que arrastraba su familia paterna. A pesar de todo, se movía distinguiendo apenas las sombras y reconociendo de memoria los recovecos de una institución que había sido fundada en 1810 con algunas donaciones y mucho esfuerzo para ilustración de la juventud.
Fuentes: La cultura de Buenos Aires a través de su prensa periódica 1810-1820, de Oscar F. Urquiza Almandoz; Biblioteca Nacional