Puede decirse que Don José de San Martín fue un hombre de suerte. En la época actual no podría evitar el escándalo si se anunciase un casamiento entre un hombre de 34 años con una niña que aún no había cumplido los 15. La polémica, incontrolable en el inmediato mundo de las redes sociales, hubiera estallado de inmediato.
Sin embargo, la sociedad del 1800 se manejaba con otros parámetros, pero no por ello le faltaban todos los condimentos de los que se nutren las historias de amor. El era un correntino y se había ido junto a su familia a vivir a España cuando tenía 6 años. Ahora había vuelto como un teniente coronel que tenía entre sus antecedentes una valiosa experiencia batiéndose contra las fuerzas napoleónicas, las mejores del viejo continente.
De todas maneras, esos antecedentes no pesaron demasiado en la cerrada sociedad porteña, que arrugó la nariz apenas se lo presentó. Era morocho, tenía un marcadísimo acento español y su única referencia para el pacato patriciado local era el joven Carlos María de Alvear, que representaba todo lo que a San Martín le faltaba: extrovertido, galán, de una reconocida familia de probado linaje. El tuvo el trabajo de introducirlo en las tertulias y gracias a él se abrieron las puertas de las casas de aquellas familias donde San Martín buscaría el apoyo para sus proyectos militares.
San Martín sabía lo que era el bullying, aunque no se llamase así. Apenas llegado de América, sus compañeros de estudio lo llamaban “el indiano”, justamente por su aspecto. Pero no crean que nuestro hombre no ponía lo suyo. En las reuniones solía cantar y tocar la guitarra, y sabía bailar.
San Martín le confesaría al joven Mariano Necochea que “esa mujer me ha mirado para toda la vida”. Se refería a Remedios de Escalada, una niña no muy alta, de aspecto frágil y no tan saludable.
Pero esa chica de mirada fulminante estaba comprometida. Cuando los ingleses invadieron Buenos Aires en 1806 y 1807 muchos jóvenes se enrolaron como voluntarios en los distintos cuerpos de milicia que se armaron a las apuradas. Gervasio Antonio Josef María Dorna, de 16 años, se sumó a la quinta compañía del segundo batallón de la Legión de Patricios Voluntarios Urbanos de Buenos Aires, que sería conocido como el Regimiento de Patricios. Al tiempo recibió los despachos de subteniente y cuando se lo pidió, Santiago de Liniers no tuvo inconvenientes en otorgarle el grado de teniente sin sueldo, en premio a sus servicios.
El papá de Gervasio era un andaluz de peso y de recursos en Buenos Aires, y poseía grandes extensiones de tierra en San Miguel del Monte. Aspiraba a que su hijo se ocupase en administrar los campos. Pero el muchacho tenía otros planes. Cuando no era requerido por la milicia, trabajaba en el comercio. Había instalado una tienda en la calle de Santo Domingo gracias a un préstamo de una de sus tías. El local, donde se podía adquirir telas, ropas y armas, lo inauguró el 12 de abril de 1812.
Gervasio necesitaba hacerse de una posición porque estaba enamorado y había planes de casamiento. Se había comprometido con la joven Remedios. Ella había nacido en la ciudad de Buenos Aires el 20 de noviembre de 1797 en la casa familiar de Hipólito Yrigoyen y Defensa, conocida como los Altos de Escalada, y que con el correr de las décadas sería uno de los primeros conventillos porteños. Su padre, Antonio José Escalada con su primer matrimonio (enviudó de Petrona Salcedo) tuvo tres hijos: María Luisa, María Eugenia y Bernabé. En 1788 se casó con Tomasa de la Quintana y agrandó la familia: Manuel, José Ignacio, María de las Nieves, María de los Remedios y Mariano.
La vida de Gervasio cambió para siempre cuando en marzo de 1812 atracó en el puerto la fragata George Canning, que trajo a bordo a personajes que harían historia. Uno de ellos era San Martín, cabeza de un grupo que, identificados con la Logia Lautaro, venían con la loca empresa de lograr la independencia, armar un ejército, cruzar los Andes, liberar Chile, ir por mar a Perú y hacer lo propio allí.
Pero en Buenos Aires no lo conocía nadie. No tenía nada a favor, ni siquiera ese extraño sable corvo, al estilo morisco, que había comprado de segunda mano en Londres. Hubo quienes se preguntaron si no sería un espía inglés.
Fue Carlos María de Alvear quien lo introdujo en la sociedad porteña y le presentó a personalidades influyentes de la política local, entre ellos Escalada.
El militar, de 34 años fue presentado a Remedios, de 14, y la chica se deslumbró. Para el papá, ella era su debilidad, le cumplía todos sus caprichos, y no opuso demasiada resistencia cuando la niña le pidió romper el compromiso con el pobre Gervasio, que se rompía el alma para construir un futuro para los dos.
La que no quería saber nada con esta unión era la madre de la chica, Tomasa de la Quintana, una porteña de 46 años, hermana de Hilarión de la Quintana, aquel que recibió del general Beresford la espada cuando se rindió en 1806. Nunca le cayó bien San Martín. Para ella era “el soldadote” o “el plebeyo”. Y parece que la antipatía era mutua. En una cena en la casa de los Escalada, San Martín acudió acompañado de su edecán, a quien enviaron a comer a la cocina. Y él, para mostrar el su desagrado con el desaire, decidió comer con él.
Pero el enlace con una familia tradicional venía perfecto para el militar. Tenía una tarea titánica por delante. Debía, en primer lugar, lograr la organización de un regimiento. La adhesión de las principales familias era importante. Sus futuros cuñados, Manuel y Mariano serían futuros granaderos, el primero llegaría a general y sería ministro de Guerra y el segundo, coronel.
En mayo la pareja se comprometió.
El sábado 12 de septiembre de 1812 María de los Remedios y José Francisco se casaron con la bendición del padre Luis Chorroarín en una sencilla ceremonia en la catedral porteña. Fueron testigos Carlos María de Alvear y su esposa Carmen Quintanilla.
La fiesta fue en la casa de sus suegros, donde se habían conocido. Los recién casados fueron de luna de miel a una quinta en San Isidro, que era de María Eugenia, la hermana mayor de la novia, casada con José Demaría.
Su única hija, Mercedes Tomasa, nació en Mendoza el 24 de agosto de 1816, mientras San Martín se desempeñaba como gobernador de Cuyo. Vivían en una casa que el cabildo local le alquilaba a la familia Delgado. El solar está ubicado en la calle Corrientes 343, de la ciudad de Mendoza, ocupado por años por un taller mecánico. Trabajos arqueológicos dieron con los pisos originales y el lugar luego abrió como museo.
San Martín envió a su esposa y a su pequeña hija a Buenos Aires. Remedios ya tenía problemas de salud, debilitada por la tisis. El le escribió a O’Higgins: “Remedios partió hacia Buenos Aires, pues este país no le probaba. Aquí me tiene usted hecho un viudo”.
Del regreso del Perú, el Libertador supo que su esposa estaba grave. Pero temía ser asesinado. Aconsejado por sus amigos, permaneció en Mendoza. Remedios falleció el 3 de agosto de 1823 a los 25 años en la quinta que la familia tenía en avenida Caseros y Monasterio, en Parque Patricios. Hasta último momento pidió por su marido, le escribió para que fuera a verla, lo que provocó un profundo resentimiento en la familia, y especialmente de su suegra. Ella fue la que cuidó a su nieta.
San Martín llegó a la ciudad el 4 de diciembre. Antes de partir al exilio europeo, hizo grabar una placa que se colocó en la tumba de su esposa. “Aquí yace Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”.
Cuando Remedios se casó con San Martín, el joven Gervasio se sintió “desanimado y humillado”, tal como describió Maud de Ridder de Zemborain, biógrafa de Antonio. Echó mano de la amistad de su papá con Manuel Belgrano y el 8 de abril de 1813 partió hacia Potosí, en compañía del mulato Florentino para incorporarse al Ejército del Norte. Encontró a Belgrano en Jujuy y lo nombró ayudante de campo.
En la derrota de Vilcapugio, el 1 de octubre de ese año, Gervasio fue uno de los 300 muertos patriotas. El propio Belgrano firmó el certificado de defunción de ese muchacho que tal vez se hizo matar por amor, por esa frágil muchacha que se había deslumbrado por el soldado morocho, de fuerte acento español que nadie conocía.