Para muestra, basta un botón. En la madrugada del viernes 7 de febrero de 1817, una fuerza española compuesta de 400 jinetes, 300 infantes y dos piezas de artillería habían llegado a Las Coimas, a 97 kilómetros al norte de Santiago de Chile y amenazaba a los 100 hombres que estaban al mando del coronel de 24 años Mariano Necochea. Planeaban enviarle dos compañías de infantería de refuerzo pero aquel no los esperó y decidió lo impensable, sorprender al enemigo.
La infantería y artillería enemiga dominaban el valle. Necochea sabía que no podría tomar la posición, salvo que lo lograse con un engaño. Dividió a su escuadrón en tres secciones: una al mando del capitán Miguel Soler que debía simular un ataque por el lado izquierdo y el ayudante Angel Pacheco debía hacer lo mismo por el derecho. Necochea, con el resto de los hombres, se ocultó en una arboleda.
Soler y Pacheco iniciaron el ataque y de pronto, dando a entender que no tendrían éxito, simularon una retirada. Los españoles cayeron en la trampa: su caballería salió en su persecución. Cuando estuvieron fuera del fuego enemigo, dieron la vuelta y contraatacaron, y al mismo tiempo Necochea salía de su escondite y se sumó a la acción.
La caballería española no pudo resistir, arrastró a su propia infantería y se desbandaron. Tuvieron 19 muertos, cuatro heridos y dejaron en el campo parte de su armamento.
Este combate tuvo su golpe de efecto. Hubo un retroceso de toda la línea española, ya que se creía que las fuerzas de José de San Martín habían cortado las comunicaciones con la capital chilena. Al día siguiente, el grueso del ejército que había cruzado los Andes se unió a la división de Las Heras. La batalla que se venía sería clave: Chacabuco. Y Necochea sumó una hazaña más para contar.
Nació el 7 de septiembre de 1792. Su papá el español Francisco Casimiro lo envió a Sevilla a estudiar y cuando volvió, en 1809, se dedicó al comercio. De buenas a primeras rompió las ataduras con sus raíces españolas y se enroló en el Regimiento de Granaderos a Caballo. De alférez ascendió a teniente en septiembre de 1812. Lo designaron a la segunda compañía del segundo escuadrón.
Combatió en San Lorenzo y por su actuación fue ascendido a sargento mayor. Como San Martín había quedado herido, redactó el parte de guerra.
Combatió al mando del general José Rondeau en el Ejército del Norte. Luchó en El Tejar -donde logró escapar al galope defendiéndose a sable limpio- en Venta y Media y Sipe-Sipe, donde fue seriamente herido.
Cuando se incorporó al Ejército de los Andes, en el campamento de El Plumerillo se ocupó del adiestramiento de la tropa. Cruzó los Andes con la vanguardia de la columna al mando de O’Higgins. Peleó en Chacabuco, participó del asalto a la plaza de Talcahuano y en Cancha Rayada, y por haber sido herido en una mano no estuvo en Maipú.
También participó en la campaña libertadora al Perú. Cuando San Martín se retiró de la escena luego de la entrevista de Guayaquil, estuvo bajo las órdenes del general Simón Bolívar. En febrero de 1824 fue gobernador provisorio en Lima.
14 heridas
El 6 de agosto de 1824 era uno de los jefes de la caballería en la batalla de Junín, donde estuvo a punto de morir. En el altiplano de Bombón, cerca del lago Chinchaycocha o de Junín, a 4.100 mts de altura, Bolívar vio marchando al ejército realista, pero no pudo atacar con todas sus fuerzas ya que su infantería estaba retrasada. Decidió lanzar al combate a sus 900 hombres de caballería con el propósito de entretener al enemigo y dar tiempo a la llegada del grueso de los hombres.
Lo que Bolívar no imaginó es que esos hombres le darían la victoria.
A la caballería le costó situarse en la pampa, ya que debió sortear quebradas y contrafuertes. Cuando estaban bajando como podían por ese terreno pedregoso, los disciplinados jinetes españoles se lanzaron al ataque, creyéndolos una presa fácil. Pero no habían estudiado el campo y los jinetes del ala norte quedaron atrapados en un pantano. Continuó el ataque el centro y la izquierda de los Húsares de Fernando VII y los Dragones de la Unión y del Perú, quienes cayeron como un torbellino sobre seis escuadrones de Granaderos y Húsares de Colombia y del Perú, que habían sido los primeros en situarse en la zona de la batalla.
Se produjo un violento combate donde los patriotas debieron replegarse como pudieron. Necochea la pasó realmente mal al quedar rodeado de enemigos: recibió cuatro sablazos en la cabeza; dos en el brazo izquierdo, que le quedó inutilizado; uno en la mano derecha que le provocó la pérdida de tres dedos; dos lanzazos en el costado izquierdo, uno que le perforó el pulmón; otro en el vientre y cuatro heridas más en los brazos.
Olavarría también quedó en el campo, con siete heridas. Ambos fueron hechos prisioneros.
Bolívar, creyendo perdida la acción, se retiró hacia donde estaba su infantería. Pero no contaba con el coronel de granaderos Isidro Suárez que cuando vio que los españoles arrollaban a los escuadrones colombianos, los dejó pasar y cargó a los españoles por su espalda, a puro sable y lanza. La caballería patriota, que era perseguida, volvió sobre sus pasos y se sumó al ataque sorpresa de Suárez. En instantes los españoles fueron dispersos sin haberse disparado un solo tiro. Los españoles dejaron 250 muertos y 80 prisioneros.
El jefe español José Canterac no lo podía creer. Le escribió al virrey: “Sin poder imaginarme cuál fue la causa, volvió grupas nuestra caballería y se dio a una fuga vergonzosa. Parecía imposible en lo humano, que una caballería como la nuestra, tan bien armada, montada e instruida, con tanta vergüenza huyese de un enemigo sumamente inferior bajo todos respectos que ya estaba casi batido, echando un borrón a su reputación antigua y puesto en peligro al Perú todo”.
Necochea y Olavarría fueron rescatados. Bolívar lo ascendió a general de división y dijo que era “la admiración de América”. Por su delicado estado de salud no estuvo en Ayacucho, el combate que selló el fin del poder español en América.
En 1826 Bolívar lo puso al frente de la Casa de Moneda de Lima, pero luego lo acusó de participar en un plan junto al general Correa para asesinarlo. Hastiado, volvió a Buenos Aires, devolvió las condecoraciones y dijo que lo único que quería del Perú eran las heridas que había recibido.
En Buenos Aires no le iría mejor. Si bien fue el creador del Regimiento 10 de Caballería de Línea, como no consiguió el visto bueno de Bernardino Rivadavia para combatir en la guerra contra el Brasil, regresó a Lima a su antiguo cargo en la Casa de la Moneda. En 1831 participó en la guerra civil y por su desempeño en 1834 se lo condecoró con el alto grado de gran mariscal. Luego de un exilio en Chile, volvió a Perú y se instaló en una casa en Miraflores.
Se casó dos veces: con María Dolores Puente, con quien tuvo una hija, Benjamina, y cuando enviudó en 1829, se casó con Josefa Sagra Morgado.
Por años sufrió las consecuencias de las secuelas de Junín, debiéndose someter a innumerables tratamientos en heridas que no terminaban de curarse. Murió el 5 de abril de 1849 precisamente de la herida que tenía en el pulmón izquierdo.
En el Perú es un héroe nacional, sus restos descansan en el Panteón de los Próceres y ese país se negó a que sus restos fueran repatriados a la Argentina. Adujeron que había vivido la mayoría de sus años en el Perú, donde aún resuenan las hazañas de ese granadero que, desde San Lorenzo, había estado en todas.