Muchas cuestiones escapaban del control de los ingleses en esa ciudad de Buenos Aires de 40 mil almas que gobernaban desde fines de junio. No confiaban tanto en la cordialidad y hospitalidad de muchas familias porteñas, que albergaban a los oficiales: sabían que había reuniones nocturnas donde se conspiraba y la gente practicaba el uso de armas; era habitual la desaparición de centinelas ingleses y había casos de soldados apuñalados para quitarles sus armas. Hasta se descubrió un túnel ideado por el catalán Felipe de Santenach para hacer volar el cuartel de la Ranchería que ocupaba el Regimiento 71 de Highlanders.
La conspiración se olía en el ambiente, y los invasores estaban convencidos de que no eran hechos aislados, sino que todo obedecía a un plan elaborado por las propias autoridades españolas.
Los británicos sospechaban que los criollos escondían un polvorín en Flores, y que sería usado para reconquistar Buenos Aires. Mandaron al capitán Ogilvie para que incautase lo que pudiera cargar, y el resto debía volarlo.
Tampoco creían en el papel del obispo, que se esmeraba por ser respetuoso con William Beresford, el general de 37 años, comandante de las fuerzas invasoras. Los sacerdotes se la pasaban cautivando a soldados británicos con promesas, tratando de ganarlos a la causa. Los ingleses reforzaron las guardias en las pulperías y almacenes, donde concurría mucha gente.
La noche del 31 de julio, Beresford estaba pasando el tiempo en el Teatro de la Comedia cuando le informaron que una fuerza de españoles se encontraba a unos veinte kilómetros al noroeste de la ciudad. Ordenó al coronel Denis Pack alistar al Regimiento 71, ya que le saldrían al encuentro.
El 1 de agosto chocaron en la chacra de Perdriel, en tierras de lo que hoy es Villa Ballester. Un grupo de hombres liderados por Juan Martín de Pueyrredón, mal armados, se enfrentó durante una hora con una columna al mando del propio Beresford, quien estuvo todo el combate lidiando por desenvainar su espada, trabada por la humedad.
Hubo una carga furiosa de un par de jinetes que tuvieron como blanco al propio general. El capitán Arbuthnot paró a uno, y el fuego nutrido de granaderos derribó al otro jinete.
Aún cuando todo estaba perdido, una carga temeraria del propio Pueyrredón alcanzó para arrebatarle al enemigo un carro con municiones. Debió ser auxiliado porque en la refriega le habían matado el caballo.
Los ingleses tomaron a un prisionero, un desertor alemán llamado Shennon, que no quería abandonar el cañón que operaba. Terminó fusilado en Buenos Aires. El invasor se convenció que si quería seguir dueño de la ciudad, debían recibir refuerzos.
El 4 de agosto Santiago de Liniers, proveniente de Colonia, había desembarcado con 600 hombres en la punta de Las Conchas y no en Olivos, como se había programado. Fue favorecido por una violenta sudestada de la que se salvó, y que destruyó seis cañoneras inglesas: dos se hundieron, tres terminaron destrozadas contra las toscas y 14 hombres murieron ahogados. La única defensa fue una goleta, al mando del teniente Herrick, quien con el fuego de sus cañones obligó a Liniers a correr su campamento.
Al día siguiente Liniers marchó hacia San Isidro, donde tenían provisiones frescas y abrigo, porque entre el 4 y el 8 paró de llover.
En la mañana del 8, cuando el tiempo mejoró, se puso en marcha y a la tarde del día siguiente llegaron a la Chacarita de los colegiales. El domingo 10 el capellán Larrañaga celebró una misa al aire libre y continuaron la marcha hacia los Corrales de Miserere. Desde allí Liniers, con fuerzas que se le fueron sumando, envió un mensajero con una intimación de rendición a Beresford. El mensajero esperó quince minutos la respuesta que no llegó y se retiró. Liniers volvió a enviar a otro, recibiendo el mensaje del inglés que resistiría “hasta el caso que la prudencia lo indicara”.
A las cinco de la tarde inició la marcha hacia el Retiro. Antes, se habían adelantado el cuerpo de Catalanes con dos obuses. No fue sencilla la marcha, porque los caminos eran malísimos, con pozos y pantanos.
Fueron los Migueletes y la compañía de infantería de Buenos Aires los que llegaron a la carrera a la plaza del Retiro y batieron, a bayoneta calada, a los 200 ingleses que la defendían y que comenzaron a replegarse hacia el fuerte. En el camino, en la calle del Correo (hoy Florida), se encontraron con Beresford, que comandaba a unos 500 efectivos.
Alentados por Liniers, los voluntarios de Montevideo irrumpieron en la plaza mayor, con artillería comandada por Agustini. Su avance fue letal: dispararon un obús cargado con metralla, logrando la dispersión de las fuerzas que las enfrentaban.
Anochecía y las tropas necesitaban descanso. Liniers con su gente acampó en Retiro e hizo custodiar las bocacalles para evitar un ataque sorpresa. Esa noche la tropa no comió.
Fue tal entusiasmo del encuentro de la tarde anterior, que llegaron al campamento muchos hombres dispuestos a engrosar las filas de ese ejército.
El 11 se ocuparon en montar los 18 cañones que trajo la goleta Dolores y otros que encontraron en el cuartel del Parque. Algunos los apuntaron hacia el río por si la escuadra enemiga abría fuego. Liniers mismo los probó: apuntó a una lancha cañonera y a una fragata. Le abrió un boquete a la primera y cortó la pena de la mesana de la segunda y una bandera británica cayó al agua, lo que fue tomado como un buen augurio.
Por las dudas, mandó a Gutiérrez de la Concha a San Isidro para que se embarcara en buques para desbaratar un presunto plan inglés de huir del Río de la Plata con los caudales públicos y con el producto de los saqueos a la ciudad.
La noche del 11 los ingleses se inquietaron por el continuo ladrido de perros que venía de la zona del Retiro. Algo se preparaba.
La mañana del 12 los británicos entendieron: las iglesias y otros puntos de la ciudad estaban llenos de gente que esperaban la llegada de Liniers para lanzarse con todo contra ellos.
Al amanecer de ese día, Liniers mandó tocar generala. Se atacaría la plaza, para lo que dividió su ejército en tres columnas. La de izquierda, con él mismo al frente, entraría por la calle de La Merced; la segunda, por la calle de la Catedral y la de la derecha por la del Correo. La artillería del teniente coronel Francisco Agustini iría adelante a despejar el camino.
El ataque sería a las 12, pero debió adelantarlo: amparados por la niebla, un grupo de miñones y marineros llegaron a las nueve a dos cuadras de la plaza y, refugiándose en edificios, comenzaron a disparar a los ingleses quienes respondieron con contundencia. Los atacantes pidieron refuerzos y municiones porque no querían dejar la posición. Liniers mandó la caballería de milicias y los dragones de Buenos Aires con artillería volante por la calle de Santo Cristo y él fue por la calle de la Merced.
El combate se generalizó.
Liniers ordenó a un joven salteño que junto a un grupo de gauchos neutralizara al buque inglés Justina que, anclado en donde se levanta la Torre de los Ingleses, bombardeaba la ciudad. Aprovechando una bajante del río, el joven Martín Miguel de Güemes capturó la embarcación.
Los pobladores salían de sus casas y ayudaban en arrastrar los cañones y todo era ímpetu y fervor, y así llegaron a la plaza mayor.
Los británicos tenían prohibido disparar contra las iglesias, pero como parte del fuego provenía de esos lugares, respondían. A los sacerdotes se los veía muy activos en manejar armas y ordenar a la gente.
Los ingleses hacían fuego desde el Cabildo, la azotea de la Recova y la Catedral. Tenían como blanco a las distintas columnas que cada vez eran más.
El regimiento 71 se mantenía formado en la plaza del mercado, con cañones a cada flanco y uno en el centro. Los marineros estaban en el fuerte ocupándose de los cañones y efectivos del cuerpo de Santa Helena controlaban los accesos de las calles de Santo Domingo y Tres Reyes.
Los primeros en rendirse fueron los de la Catedral; los que estaban en el Cabildo fueron a la Recova, desde cuyo arco el propio Beresford comandaba. A su lado había caído muerto su asistente el capitán Kennet.
A lo largo del puente levadizo del fuerte se veía cómo ingresaban soldados ingleses llevando a compañeros heridos.
Estaban rodeados y les disparaban de todos lados. Entonces Beresford, cruzando su sable sobre su brazo izquierdo, dio la señal de retirada. Se refugiaron en el Fuerte y él fue el último en entrar. Se izó la bandera de parlamento justo cuando un grupo de marineros con escaleras pretendía escalar una de las murallas.
El comandante Mordeille, que apenas podía contener a sus marineros enardecidos, habló con Beresford en francés. Este quiso saber si su vida corría peligro, y le respondió que no, siempre que se rindiese. El general inglés revoleó su sable al pie de la muralla pero Mordeille se lo devolvió por medio de pañuelos atados.
Los ingleses estaban atemorizados por los gritos de la multitud, que llenó la plaza, mezclados con las tropas que habían llegado del Retiro. Colocaron cañones a solo cincuenta pasos del portón de entrada al fuerte.
El capitán Alejandro Gillespie intentó asomarse por el muro para ver qué ocurría, y alcanzó a bajar la cabeza cuando le dispararon con mosquetes. El capitán Quintana, ayudante de Liniers, estaba dentro del fuerte acordando los términos de rendición. Al escuchar los disparos, subió al muro, abrió su chaqueta y con los brazos extendidos se mostró a la multitud. Entonces los ánimos se calmaron.
Cuando vieron que se izaba la bandera española, que alcanzó un marinero, la gente estalló de júbilo.
El francés Raymond, junto al teniente de navío Córdoba y Mordeille arreglaron con el general inglés los términos de la rendición. Exigían una entrega a discreción. Los ingleses aceptaron.
“¡Pena de vida al que insulte al general inglés!”, gritó Córdoba cuando Beresford salió del fuerte y lo condujeron a la presencia de Liniers, que lo esperaba en uno de los arcos del Cabildo junto a algunos oficiales. Se adelantó a recibirlo, le devolvió su espada y lo abrazó. Dispuso que fuera alojado en la casa de uno de sus ayudantes.
Se arregló la seguridad de las tropas inglesas y sus bienes, y su embarque a Europa, por cuenta de los españoles.
Los ingleses tuvieron 412 bajas, entre muertos y heridos, incluidos cinco oficiales, mientras que hubo 180 caídos y heridos. Liniers lamentó la muerte del vecino Diego de Baragaña y del alférez francés Fantin, que moriría víctima del tétanos.
Eran las tres de la tarde cuando menos de un millar de ingleses marcharon con sus banderas entre dos filas. Debían dejar en la puerta del Cabildo su armamento, algunos estrellaron sus fusiles contra el piso, y eran registrados. Fueron distribuidos por el Cabildo en distintos cuarteles, mientras que los oficiales fueron alojados en casas de familia. Esa tarde muchos se refugiaron en el fuerte para evitar la ira de los pobladores.
El 14 el Cabildo nombró a Liniers caballero de la orden de San Juan y gobernador interino, hubo un Te Deum en la Catedral. Esa noche y las dos siguientes la ciudad permaneció iluminada en señal de fiesta.
La misma noche de la reconquista, Liniers y Beresford se reunieron para acordar los términos de la rendición. Al día siguiente se encontraron en la casa del primero y luego otra vez en el Fuerte. Se acordó un intercambio de prisioneros y se allanó el camino a los vencidos a retirarse.
Días después el Cabildo dispuso internar en el interior a los ingleses. Beresford y Pack fueron encerrados en Luján y cuando los trasladaban a Catamarca, en febrero del año siguiente, gracias a un plan de algunos criollos, lo ayudaron a escapar con la promesa de que Gran Bretaña influyese para que esa lejana colonia en el Río de la Plata se separase de España.
La historia no terminaría allí, solo habría un paréntesis hasta julio del año siguiente.
(Fuentes: Buenos Aires y el interior. Observaciones reunidas durante una larga residencia, 1806-1807, de Alejandro Gillespie; Memorias Curiosas, de Juan Manuel Beruti; Santiago de Liniers, de Paul Groussac)
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