El 30 de mayo de 1431 Juana de Arco se viste de blanco y sus carceleros la llevan hasta su destino final. Una vez sobre el cadalso, una plataforma de madera especialmente montada para ella, la atan con sogas a un enorme palo que se erige hacia el cielo, como apuntando a Dios, en la plaza del Mercado Viejo de Ruan, Francia. Debajo de ella, el infierno. La leña ya está apilada para lo que será una gran fogata humana. La hoguera se ha montado a la altura perfecta para que los espectadores no pierdan detalle del macabro evento.
Sin dramatismos Juana pide a los frailes, Martin Ladvenu e Isambart de la Pierre, que coloquen un crucifijo frente a sus ojos. No tienen ninguno. Un soldado inglés se conmueve y rompe su bastón para improvisar uno. Pone esa cruz frente a ella y Juana la besa. La joven tiene solamente 19 años.
Cuando ya hay gente congregada en el lugar dan la orden de encender el fuego. La brutalidad humana está en su apogeo. Absolutamente consciente de lo que se viene, Juana aguanta el calor inicial y, después, el horror llega acompañado de sus alaridos en los que se la escucha llamar a Jesús.
Geoffroy Thérage, su verdugo, está aterrado. Teme las maldiciones que puedan caerle por quemar viva a una mujer a la que muchos llaman “santa”.
Una vez que Juana está enteramente chamuscada por las llamas, dejan expuestos sus restos. Luego, con aceite y brea, a la vista de todos, vuelven a quemarlos dos veces más. Es una lección para que nadie se atreva a desafiar las reglas. Acto seguido, revuelven las brasas ardientes para que no queden dudas de que Juana de Arco se ha convertido en ese polvo caliente.
No quieren que el público invente que ella ha escapado a su sentencia. No quieren una mujer venerada. No quieren una mártir. Juntan sus cenizas y, para que los presentes no puedan conservarlas como reliquias, las arrojan al río Sena.
No lo sabrán nunca, pero sus acciones consiguieron todo lo contrario a lo que deseaban. Esa joven será recordada por los siglos de los siglos y por el planeta entero. Ya han pasado 592 años y Juana de Arco sigue brillando como una heroína.
La menor de una familia de campo
En el año 1412, Jeanne D’Arc (Juana de Arco en español), llegó al mundo en Domrémy, un poblado que pertenecía a la parte francesa del ducado de Bar. Fue la menor de cuatro hermanos nacidos del matrimonio conformado por Jacques d’Arc e Isabelle Romée, quienes eran dueños de veinte hectáreas de tierras en la zona. Jacques además de trabajar en su granja, era funcionario del pueblo y se encargaba de recaudar impuestos y de dirigir la guardia local.
Europa no era en esa época un continente fácil. Cruzado por las guerras, sus territorios vivían bajo disputas permanentes. La infancia y adolescencia de Juana transcurrieron durante la Guerra de los Cien Años, que duró desde 1337 hasta 1453. En esa larga contienda estaban involucrados casi todos: los reinos de Francia, Inglaterra, Escocia y Portugal, además de las Coronas de Aragón, Castilla y Navarra y los territorios de Borgoña y los ducados de Normandía y Flandes. Las fronteras no eran algo definitivo y se iban modificando según las alianzas del momento. Los reyes y nobles gobernantes iban de traición en traición y no dudaban en eliminar a los miembros de sus propias familias para conservar el poder.
La campiña donde habitaba la familia permaneció siempre leal a la corona francesa, a pesar de estar rodeada de territorios de borgoñones quienes, con sus aliados ingleses, ocupaban gran parte del norte de Francia. Por todo esto, durante su infancia, Juana fue testigo presencial de invasiones de las tropas enemigas a sus tierras. Le tocó ver cómo incendiaban su pueblo, cómo destruían los cultivos y cómo robaban todo su ganado lanar.
La paz de cuidar sus ovejas en las colinas convivía con la violencia de la codicia y el poder tan naturales por esos tiempos.
La pequeña campesina aprendió a tejer y a rezar, pero como no iba al colegio nunca aprendió ni a leer ni a escribir. Era totalmente analfabeta y, al mismo tiempo, una ferviente católica, como sus padres.
Juana llegó a su adolescencia cuando se enfrentaban, por el trono francés, el delfín Carlos VII (el quinto hijo de Carlos VI de Francia e Isabel de Baviera) y su sobrino Enrique VI de Inglaterra, cuyo regente era Juan de Lancaster, el duque de Bedford, quien dominaba gran parte del reino de Francia incluyendo París.
Una orden celestial
Fue en 1425, cuando solamente tenía 13 años, que Juana experimentó sus primeras visiones religiosas.
Estaba en el jardín de su padre cuando, según ella misma contó, se le apareció un trío celestial: el Arcángel San Miguel, Santa Catalina de Alejandría y Santa Margarita. Escuchó sus voces y, primero, quedó paralizada por el miedo. Enseguida cambió de idea y se convenció de que esas voces claras y potentes eran de su querida Iglesia. Ellas la alentaban a actuar para salvar a Francia de los invasores. En ese momento, los ingleses controlaban gran parte del territorio y las derrotas militares francesas eran frecuentes. Los santos la urgían a ponerse al frente del ejército para revertir los hechos. Cuando las imágenes se evaporaron en el aire y dejó de verlos, Juana se largó a llorar desconsolada. Pero las apariciones continuaron. Ocurrían entre dos y tres veces por semana y, con frecuencia, iban acompañadas con convulsiones. Llegaban repentinamente, incluso, mientras dormía y la despertaban: “Estaba dormida. La voz me despertó (...) Me despertó sin tocarme”, diría Juana. La más poderosa era la de San Miguel, quien le pedía que expulsara a los ingleses de los territorios y llevara a Carlos VII hasta Reims para que fuera coronado como rey. Las instrucciones eran precisas y la misión final era liberar a Francia de la dominación enemiga. La adolescente de 16 años, que cuidaba un rebaño de ovejas y no sabía leer, tenía que acometer tremenda hazaña, ¿cómo iba a lograrlo?
Convencer a los soldados
En 1428, la ciudad de Orleans, que era leal a Carlos VII, estaba siendo hostigada por los ingleses. La posición de la ciudad resultaba clave para que el enemigo no terminara por apropiarse de todo Francia.
Si bien los padres de Juana le habían conseguido un novio, ella rompió ese compromiso. Impulsada por sus voces, decidió moverse en defensa de Carlos VII. Le solicitó a su tío Durand Lassois que la llevara a la ciudad cercana de Vaucouleurs. Una vez allí le pidió al comandante, Robert de Baudricourt, una escolta armada que pudiera conducirla hasta la Corte Real francesa en Chinon. Para apoyar a Carlos VII tenía que llegar hasta él. Baudricourt pensó que esta joven rústica e insistente le estaba haciendo un mal chiste. ¡Quería sumarse a las batallas! Era algo ridículo. Se la sacó de encima sin miramientos y ordenó que la llevaran de nuevo con su familia.
A comienzos de 1429 casi todo el norte de Francia y algunas partes del suroeste, ya estaban bajo control anglo-borgoñón: los ingleses dominaban París y Ruan, los borgoñones controlaban Reims. Ese lugar era justamente el sitio tradicional de coronación de los reyes franceses y ninguno de los aspirantes al trono de Francia había sido aún entronizado. Los franceses necesitaban más que nunca una autoridad firme y clara. Juana se revolvía cada noche en su cama con las demandantes voces que la acechaban. Decidió que tenía que ir nuevamente a ver a Baudricourt para convencerlo. Pobre, inculta pero perseverante, Juana esta vez optó por ganarse primero la credibilidad de dos de sus soldados: Jean de Metz y Bertrand de Poulengy. A ellos les reveló la naturaleza divina de su misión: “Debo estar al lado del Rey... No habrá ayuda para el Reino salvo la mía. Preferiría haber seguido hilando lana al lado de mi madre, sin embargo, debo ir a hacer esto, porque mi Señor quiere que lo haga”. Su determinación y carácter impresionaron a los soldados quienes la llevaron hasta su comandante, quien volvió a rechazarla. Fue en la tercera audiencia que consiguió con él, que ella dijo algo que resultó clave para que la escuchara: pronosticó la derrota francesa en la batalla de Rouvray, una población cercana a Orleans. ¿Cómo podía esa chica campesina, que ni siquiera sabía leer, saber antes que todos lo que había pasado en la batalla? Los mensajeros ni siquiera habían llegado todavía con la noticia. Cuando se lo preguntaron, no se inmutó y respondió que lo había sabido, mientras cuidaba a su rebaño, por la “gracia divina”. Sus informantes eran seres celestiales. El incrédulo guerrero Robert de Baudricourt terminó rendido frente a ella y le dio lo que pedía: una escolta de seis hombres que la resguardaran para llegar hasta Chinon.
Disfraz de hombre y armadura de plata
Juana decidió que lo mejor que podía hacer para atravesar los territorios plagados de enemigos con su séquito era disfrazarse de soldado. Una mujer sería demasiado llamativa. Todos pensaron que era una buena idea y le buscaron la indumentaria apropiada. Juana se cortó el pelo hasta la nuca y se camufló entre ellos. Con muchas precauciones llegaron a destino sin grandes contratiempos. Y así se produjo el primer encuentro entre Juana (16) con el delfín Carlos VII (26) en la Corte Real en la ciudad de Chinon. Ella, arrodillada frente a él, le dijo: “El señor de los cielos me envía para deciros que seréis consagrado y coronado en la ciudad de Reims”. La seguridad con la que Juana hablaba, lo sorprendió. Los dos jóvenes terminaron hablando del futuro de Francia.
Carlos VII quedó sumamente cautivado por esa joven plebeya, pobre e iletrada, pero de fuerte personalidad, que quería ponerse una armadura y luchar por él.
La suegra de Carlos, Yolanda de Aragón, estaba planeando financiar una expedición para salvar a la ciudad de Orleans que se encontraba asediada por el enemigo. Juana pidió, entonces, permiso para ir hacia allí con el ejército. Pero el intenso tinte religioso que Juana imprimía a lo que hacía preocupó a los consejeros del delfín Carlos VII. Temían que, así como muchos ya habían empezado a considerarla una especie de santa, sus enemigos pudieran decir que era una hechicera enviada por el diablo. Literalmente, una bruja.
Carlos VII se cuidó las espaldas, no quería que se dijera que su corona provenía de las manos del diablo, y decidió pedir, a los teólogos de Poitiers, que estudiaran la moral de Juana. Era abril de 1429. Luego de investigarla el equipo religioso dio el visto bueno y sostuvo que la joven tenía una “vida irreprochable, es una buena cristiana y posee las virtudes de la humildad, la honestidad y la sencillez”. Aunque respecto de sus visiones fueron más precavidos. Solo mencionaron una “presunción favorable” sobre la naturaleza divina de su misión. También fue revisada para comprobar su virginidad. Carlos VII, todavía sin estar coronado, pensó que la prueba definitiva sería que ella consiguiera levantar el asedio de la ciudad de Orleans.
Le otorgó su permiso y la hizo equipar con una armadura de plata, un caballo y la espada que estaba guardada bajo el altar de la iglesia de Santa Catherine de Fierbois. La entrenaron rápidamente en el uso de armas y a montar a caballo con maestría. Apenas estuvo lista, fue puesta a la cabeza de ese ejército. Llevaría el estandarte blanco, diseñado por ella misma, que tenía en el centro una flor de lis, el lema de los monjes dominicos y franciscanos.
Partieron el 25 de febrero. Las tropas que venían padeciendo derrota tras derrota, se encendieron con esa analfabeta que estaba convencida de ser una enviada divina para ayudar al ejército de Francia. El conflicto por el poder se había convertido, inevitablemente, en una guerra religiosa.
Juana llegó a Orleans con sus soldados el 29 de abril de 1429. Algunos de los militares creían que era un disparate tener a esa joven entre ellos e intentaron excluirla de los consejos de guerra y de las batallas. Pero no pudieron evitar que estuviera en las trincheras arengando a los soldados. Juana mantenía en alto el estandarte y la moral de los combatientes y repetía que prefería su bandera “cuarenta veces” a una espada. Logró infundir ánimo a esas tropas desmoralizadas y diezmadas. El 5 de mayo Juana elevó su voz. Dictó una carta, que fue atada a una flecha que fue disparada por el que manejaba las ballestas, donde amenazaba a sus enemigos: “A vosotros, hombres de Inglaterra, que no tenéis ningún derecho sobre este reino de Francia, el Rey de los Cielos os ordena y exige a través de mí, Juana la Doncella, que abandonéis vuestros bastiones y regreséis a vuestro país. De no hacerlo, proferiré un grito de guerra que se recordará por los siglos de los siglos”.
Tuvo éxito y, en solo nueve días, terminaron con el asedio de la ciudad y retomaron el control.
En el combate final, el 7 de mayo, Juana terminó herida: una flecha se le clavó justo entre el cuello y el hombro mientras sostenía en alto su bandera. Eso no hizo más que consagrarla como una heroína divina.
La retirada de los ingleses, después de siete meses de asedio, fue la señal que necesitaba Carlos VII para terminar de creer en ella.
Había nacido la Juana de Arco, la que todos alguna vez estudiamos.
En el nombre de Dios
El nombre de Juana empezó a viajar de boca en boca. La proeza que había conseguido confirmaba las profecías que repetían que Francia sería salvada por una virgen de las “fronteras de Lorena”, “que obraría milagros”. Creer o reventar. La descripción coincidía con Juana de Arco. ¿Cómo no amar a esa joven guerrera con armadura que hablaba de Dios y combatía valientemente sin espada?
Para sus compatriotas era la enviada de Dios, para sus enemigos ingleses la poseída por Satanás.
Con la moral de sus soldados repuntando, Juana quería seguir adelante. Convenció a Carlos VII para que la dejara ir con el ejército, junto con el duque Juan II d’Alençon, a la zona del valle del río Loira para recuperar puentes y poder así avanzar hacia Reims. Antes de partir Juana le prometió a la esposa del duque que su marido volvería sano y salvo.
El plan era llegar a Reims y en su catedral celebrar la entronización de Carlos VII como rey de Francia. Era una idea audaz porque había que infiltrarse profundamente en territorio enemigo. El duque de Alenzón escuchó la estrategia propuesta por Juana y la apoyó. Estaba de su lado desde que en Orleans ella le había salvado la vida cuando le advirtió que un cañón de la muralla estaba por dispararle. Había ya muchos hombres que creían en ella. Cuando llegaron, el ejército inglés se retiró del Valle del Loira y huyó hacia el norte. Juana conducía a unos diez mil hombres y ordenó perseguirlos. Los ejércitos terminaron enfrentándose en la batalla de Patay, el 18 de junio de 1429. Los arqueros ingleses bloqueaban el camino, pero la avanzada francesa los atacó y logró hacerlos huir.
Era un nuevo triunfo para Juana. Su imagen de una santa guerrera se había consolidado.
Un salto al vacío desde 21 metros
El ejército francés siguió su marcha hacia Reims a finales de junio. Las ciudades se iban rindiendo a su paso. Llegaron a Troyes con hambre y casi sin víveres. Pero, otra vez, la religión apareció como salvadora. Un fraile, el Hermano Richard, hacía tiempo que venía anunciando a los habitantes de la ciudad el fin del mundo y los había convencido de plantar porotos porque decía que crecían rápido. Justo por esos días los frijoles habían madurado y terminaron alimentando a los hambrientos soldados. Recuperada la fuerza, dieron batalla y lograron la rendición de Troyes.
El 16 de julio de 1429 llegaron a Reims y a la mañana siguiente llevaron a cabo la coronación de Carlos VII. Juana ocupó en la ceremonia un lugar de honor.
Si bien el objetivo principal de Juana estaba cumplido, la joven no volvió a su casa y a sus ovejas. Ella y el duque tenían la idea de continuar la marcha hacia París, pero los consejeros de la corte prefirieron negociar una tregua de quince días con Felipe de Borgoña. Fue un error no escuchar a Juana porque el duque Felipe solamente pretendía ganar tiempo para preparar las defensas de la gran ciudad. Pecaron de ingenuos. Mientras, los ingleses le pusieron un precio a la cabeza de Juana de Arco. La querían derribar como fuese.
Pasada la tregua, cuando el ejército francés decidió avanzar, las primeras ciudades se entregaron fácilmente, pero al llegar a París se encontraron con la férrea resistencia de sus habitantes.
El 8 de septiembre de 1429 comenzaron la marcha hacia la puerta de Saint-Honoré. Los parisinos pensaron que ellos llegaban para destruir la ciudad y se defendieron con ferocidad. Juana intentó cruzar el foso repleto de agua y una ballesta se incrustó en su muslo. A pesar de eso, se negó a dejar la trinchera.
Lo cierto es que la población apoyaba a los ingleses en contra de Carlos VII porque estaban convencidos de que “los armagnacs” (así le decían a los franceses) podrían acabar con las libertades que habían conseguido en esos años.
Carlos VII, ante la imposibilidad de concretar la toma, y con 1.500 bajas, ordenó a sus tropas retirarse. Fue el primer fracaso de Juana.
De todas formas, el 29 de diciembre de ese mismo año, Carlos VII, le otorgó a Juana y a su familia títulos nobiliarios por su lealtad con él y con su causa.
En los meses que siguieron hubo períodos de tregua y Juana se enfocó en la religión. No sabía escribir así que necesitaba ayuda para redactar mensajes y enviarlos. El 23 de marzo de 1430 dictó una carta amenazadora a los husitas (el movimiento reformista y disidente de la Iglesia católica). En ella decía que iba a “eliminar su locura y superstición sucia, arrebatándole su herejía o sus vidas”. En otra, desafiaba a los ingleses a abandonar Francia y los instaba a marchar con ella a Bohemia para derrotar a los husitas. Sus dichos no fueron tomados en cuenta. Nadie le respondió.
En el mes de mayo de 1430, Juana viajó a Compiègne para defender a la ciudad contra las permanentes agresiones de los ingleses y borgoñones a la población. Llegó el 14 de mayo a dónde entró con unos 400 soldados.
El 23 de mayo mientras atacaban al campamento borgoñón en Margny, al norte de Compiègne, tuvieron que retroceder ante la superioridad de las tropas enemigas que contaban con unos seis mil combatientes. Dieron marcha atrás hacia las fortificaciones. Juana iba en la retaguardia cuando cayó en una emboscada enemiga. Una flecha disparada por un arquero inglés la tiró de su caballo. Fue capturada por el bando borgoñón llamado Lionel de Wandomme y puesta en una celda de un castillo cerca de Noyes. Pero luego de un primer intento de escape fue trasladada al castillo de Beaurevoir. Los ingleses festejaban. La tenían prisionera.
Juana intentó escapar varias veces más. En una oportunidad saltó al vacío desde la torre de 21 metros de altura. Se salvó de morir porque cayó en una superficie de tierra húmeda. Pero sus carceleros decidieron trasladarla a un sitio con mayor seguridad y terminó en la ciudad de Ruan, que era la sede del gobierno de ocupación inglés.
Entregada por todos
Los ingleses y sus aliados borgoñones terminaron dando la custodia de su prisionera a un religioso partidario de los ingleses: el obispo Pierre Cauchon de Beauvais. La amenazaban con que si no se desdecía de todas sus creencias sería quemada como una verdadera bruja.
Si bien los franceses intentaron rescatarla en tres ocasiones finalmente desistieron. Carlos VII amenazó con vengarse de las tropas inglesas que la habían capturado. Aunque sus detractores dicen que el rey no hizo mucho para que Juana fuera liberada, porque según las malas lenguas él llegó a decir que ella se había vuelto arrogante y había dejado de escuchar a su amado rey. Y que, al fin de cuentas, ser capturada por el enemigo había sido su culpa por haber minimizado los riesgos que corría. Se lavó las manos.
Los ingleses querían a Juana fuera de la guerra y la política. La forma que encontraron fue enjuiciarla por herejía. En febrero de 1431 comenzó el juicio en Ruan, Juana estaba allí y fue juzgada mientras se la tenía dentro de una jaula, atada con grilletes y cadenas, como si fuera un peligroso monstruo asesino.
Según la ley eclesiástica, el obispo Cauchon no tenía derecho a juzgarla porque su nombramiento había sido por su apoyo a la Corona inglesa. Tampoco tenían pruebas ni testimonios en su contra ya que el escribano de la iglesia, Nicolás Bailly, no las consiguió. Además, le negaron el derecho a un asesor legal. Las normas decían que los juicios por herejía debían ser juzgados por un grupo equilibrado. No era el caso. Ese tribunal era cualquier cosa menos imparcial, porque estaba íntegramente formado por religiosos pro ingleses y borgoñones. Estaban violando varias leyes de la iglesia medieval.
Era esperable que Juana no se callara. Se quejó con amargura de que todos allí fueran enemigos de su causa y solicitó que se convocara a clérigos partidarios de los franceses. Se lo negaron. Las pocas voces que intentaron algo fueron amenazadas de muerte.
Carlos VII se mantuvo al margen y para evitar conflictos con la Iglesia la dejó sola.
La hacían firmar documentos que ella no podía leer y estampaba una cruz como firma creyendo que decían otra cosa. Era un engaño tras otro.
La inteligencia de una analfabeta
Las declaraciones de Juana que quedaron reflejadas en el juicio, asombraron a todos. En ellas quedaba clara la gran inteligencia de la joven que no sabía leer y cómo intentaba escapar de las trampas para declararla hereje.
Cuando se le preguntó si sabía que estaba en la gracia de Dios o no, ella respondió: “Si no lo estoy, que Dios me ponga allí; y si lo estoy, que Dios me mantenga así. Sería la criatura más triste del mundo si supiera que no estaba en su gracia”. Estuvo genial. Si ella hubiera dicho que estaba en la gracia de Dios, hubiese sido una herejía, porque la doctrina sostenía que nadie podía estar seguro de contar con ello. Si hubiera dicho que no, hubiese sido como declararse culpable.
Pero su brillantez no podría contra la voluntad de sus enemigos para sacarla del medio. De hecho, se supo que varios miembros del tribunal declararon que algunos párrafos de la transcripción habían sido falseados para perjudicarla.
Prendida fuego
Por ser mujer debía haber sido confinada a una prisión eclesiástica bajo la supervisión de monjas pero, en otra contravención más, los ingleses la tuvieron en una prisión común custodiada por soldados.
La herejía conllevaba la pena de muerte si la ofensa se repetía. Era lo que buscaba el tribunal y lo consiguió. Juana había viajado por el país con armadura de combate y vestida de paje, por ello la habían hecho firmar papeles que no usaría más ropa de hombre. Pero luego de que un noble se introdujera en su celda para abusar de ella, volvió a ponerse la túnica, el pantalón y unas botas muy altas hasta la cadera que se ataban a la cintura. Esto la protegía de los frecuentes intentos de violación en la cárcel. Los que la juzgaron no tuvieron en cuenta que la doctrina católica medieval permitía la utilización de este recurso de vestimenta en situaciones extremas y consideraron que había recaído en la herejía por travestismo. La condenaron a morir acusada de setenta cargos… herejía, idolatría, apostasía, abandono del hogar y travestismo, entre tantos otros.
El 4 de mayo de 1431, el duque Juan de Bedford la sentenció a ser quemada en la hoguera.
Seis días antes de morir bajo el fuego, el 24 de mayo, Juana fue llevada a un cadalso donde le dieron una oportunidad más: le dijeron que sería quemada de inmediato si no firmaba un documento donde se declaraba arrepentida de sus delitos y que sus visiones no habían ocurrido. Nada de lo que ella dijo sirvió para que la pena a muerte le fuera conmutada. La acusación final decía así: “Juana, que se hace llamar la doncella: embustera, malvada, embaucadora del pueblo, adivina, entregada a prácticas supersticiosas, blasfema contra Dios, presuntuosa, traidora de la fe de Cristo, idólatra, cruel, disoluta, invocadora del demonio, apóstata, provocadora del cisma y herética”.
Revisión tardía y el misterio de su cerebro
Un tribunal inquisitorial autorizado por el papa Calixto III, en 1456, estudió el juicio que le habían realizado a Juana de Arco y terminaron anulando todos los cargos en su contra y la declararon mártir. En 1803, Napoleón Bonaparte la declaró emblema nacional de Francia. El 18 de abril de 1909 fue beatificada por el papa Pío X y el 16 de mayo de 1920 fue canonizada en la basílica de San Pedro por el papa Benedicto XV. Se le atribuyeron tres milagros. Su día se festeja cada 30 de mayo, la fecha en la que fue incinerada en público.
Aunque pasaron cientos de años de su muerte en la hoguera, a lo largo del tiempo los científicos siguieron intentando averiguar a qué se debieron aquellas alucinaciones visuales y auditivas de Juana de Arco. Algunos optaron por creer que podría haber tenido esquizofrenia, un trastorno que afecta la capacidad de interpretar la realidad y que conlleva la posibilidad de escuchar voces o tener alucinaciones. Otros, se inclinaron a pensar que todo podía deberse simplemente a su obsesión religiosa.
Pero científicos italianos modernos de las universidades de Bologna y de Foggia, presentaron una nueva hipótesis que sostiene que las voces misteriosas que ella oía podían atribuirse a una forma de epilepsia llamada idiopática por su origen desconocido. Esa epilepsia podría provocar también alucinaciones visuales. Nada es concluyente. Solo quedaría una prueba que podría ayudar a definir qué pasó en el cerebro de Juana de Arco: un estudio de ADN. Este podría hallarse en las cartas que ella dictaba y sellaba con su huella dactilar estampada sobre cera roja o en los cabellos que enviaba en sus misivas para demostrar que era ella quien las mandaba. Pero nadie sabe dónde podrían estar estas pruebas si es que todavía existen.
La heroína que cambió el curso de la Guerra de los Cien Años, también llamada Doncella de Orleans, ha inspirado infinidad de películas, obras de teatro y libros. De la Santa Patrona de Francia queda en pie su casa natal en Domrémy, una población de 150 habitantes, convertida en museo. Es una construcción sencilla, con techo inclinado a un agua, dos plantas y que cuenta con una gran chimenea.
A 592 años de su brutal muerte, Juana sigue siendo un ícono inspirador que demuestra que existen personas para las cuales los valores no son negociables. Lamida por las llamas y por un dolor inenarrable, Juana no transó con nada. Se mostró incorruptible hasta volverse cenizas.
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