A mediados de la década del ‘20 del siglo pasado, los surrealistas solían reunirse para jugar al “cadáver exquisito”, un juego de mesa inventado por ellos mismos en el cual los jugadores escribían una palabra por turno en una hoja de papel, la doblaban para cubrir parte de la escritura, y después se la pasaban al siguiente jugador para que a su vez escribiera otra palabra, lo que daba lugar a la creación de frases insólitas.
El nombre de “cadáver exquisito” –que probablemente acuñó el poeta francés André Bretón– se debe a una de esas frases, que quedó así: “El cadáver exquisito beberá el vino nuevo”.
Lo que probablemente ignoraran Bretón, Tristán Tzara, Paul Eluard y otros surrealistas que se divertían con el juego es que, mucho antes de que ellos lo inventaran, en Europa hubo gente que consideraba que había cadáveres exquisitos de verdad… y se los comían o usaban sus derivados, que supuestamente tenían propiedades curativas, para combatir enfermedades.
No se trataba de cualquier cadáver sino de cuerpos momificados, es decir momias, preferentemente provenientes de Egipto.
Porque durante casi ocho siglos, las momias primero, y después –ante la dificultad de tener un suministro acorde a las necesidades- todo tipo de cuerpos humanos embalsamados no solo fueron apreciados por los médicos que los utilizaban sino también por los nobles que veían en ellos un plato distinguido.
Una mala traducción
Todo empezó con un error: la mala traducción de la palabra persa “mummia” cuando Europa recién descubría el mundo islámico.
La “mummia”, en sus formas de aceite o de betún, era una sustancia negra derivada del alquitrán a la cual los persas le adjudicaban milagrosas propiedades curativas. Con ella trataban las hemorragias, cicatrizaban heridas, trataban las cataratas, aliviaban el catarro, cortaban la diarrea y hasta aliviaban en dolor de muelas.
También se la utilizaba, ya fuera como betún o como aceite, para embalsamar cuerpos en el antiguo Egipto, lo que derivó en que, sin detenerse en sutilezas idiomáticas, algunos viajeros y traductores europeos del siglo XI confundieran el elemento que se utilizaba sobre los cuerpos embalsamados con el cuerpo en sí mismo; es decir, con la momia.
La traducción generó otro error: se pensó que la “mummia” era una sustancia que exudaban los cuerpos conservados en las tumbas egipcias.
Esa confusión derivó en el surgimiento de un comercio, el de las momias, no como objetos de estudios arqueológicos sino como medicamentos y platos codiciados.
Los boticarios vieron la veta y así empezó a entrar en Europa, a gran escala para la época, el polvo de momia, que no era otra cosa que trozos de momias machacados y pulverizados que podían aspirarse por la nariz o ingerir mezclado con miel, agua o algún licor espirituoso.
No era la única forma en que se consumía: había quienes comían directamente recortes de los cadáveres momificados.
Para satisfacer la demanda se creó una red comercial y los médicos y boticarios empezaron a viajar a Egipto para recoger del Nilo las momias que flotaban en el agua. Después las molían, metían el polvo en frascos y lo vendían en Europa.
En las ciudades europeas, la “mummia” se usó para tratar todo tipo de problemas de salud.
Según la revista Discover, por vía tópica, la aplicaban en los ojos con cataratas o en la piel con lesiones. Mezclada con vino, era supuestamente buena para la tos y la falta de aliento. Mezclada con vinagre, calmaba los dolores lumbares. Una mezcla de menta, mirra y betún servía para aliviar la fiebre de la malaria. Y si se la añadía al yeso, se decía que los huesos rotos se soldaban más rápido.
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Nobles que comen nobleza
El polvo de momia estaba al alcance de ricos y pobres, aunque con diferencias de pureza y calidad, pero solo las clases altas de la Europa medieval podían darse el lujo de servirse unos platos que empezaron a estar de moda: trozos de momia preparados de diversas maneras.
La novedad gastronómica causó furor entre la nobleza alemana, italiana y francesa de los siglos XIII y XIV. Pero los aristócratas no consumían cualquier momia: debían ser las de sacerdotes, faraones o altos funcionarios egipcios. Momias de lujo, se podría decir. Porque un noble no podía menos que comerse a otro noble, y no a una momia de clase inferior.
Quienes las vendían garantizaban su origen, pero lo cierto es que no había tantas momias nobles para satisfacer a tantos nobles hambrientos. Así comenzaron las primeras falsificaciones: el derivado o trozo de momia que llegaba al plato o se transformaba en brebaje podía ser de cualquier muerto al que se le adjudicaba un origen social elevado.
También reyes y nobles exigían que sus medicamentos se hicieran exclusivamente con cadáveres de faraones egipcios, ya que pensaban que el verdadero antídoto se obtenía de la sangre de alguien perteneciente a una clase alta.
“La alta aristocracia, comerciantes adinerados e incluso reyes como Francisco I de Francia (1494- 1547) llevaban siempre consigo una bolsita de polvo de momia, a cuyo consumo le atribuían diversos usos farmacéuticos para curar la diarrea, la artrosis, las lesiones de la poliomielitis, heridas o incluso recuperar la libido”, señala Verónica Silva, Curadora del Área de Antropología del Museo Nacional de Historia Natural de Francia e un artículo titulado “Los usos no académicos de las momias egipcias”.
Las momias falsificadas
Más allá del uso para especialidades gastronómicas –que encerraba un inconfesado canibalismo- lo que creció de manera meteórica fue la utilización de polvo de momia para tratamientos médicos.
La demanda empezó a superar a la oferta, lo que llevó a boticarios y comerciantes a buscar soluciones para cubrir las necesidades del mercado. Para poder dar abasto, primero se multiplicaron los saqueos de tumbas y monumentos mortuorios y, cuando eso no fue suficiente, se comenzaron a falsificar momias.
Los ladrones de tumbas y los comerciantes poco éticos empezaron a convertir en “momias” a cadáveres recientes y cuerpos de criminales ejecutados, personas esclavizadas y otros, en un intento de sacar provecho de la moda.
Los ladrones de cadáveres “robaban por la noche los cuerpos de los ahorcados”, escribió un cronista de la época. Como se trataba de “carne fresca”, los embalsamaban con sal y otras sustancias, luego los secaban en hornos y finalmente los transformaban en un falso polvo de momia que los boticarios vendían puro o lo añadían a otros medicamentos.
Los médicos, por su parte, debatían qué partes de los cuerpos de las momias eran las más adecuadas para tratar diferentes tipos de males. Los más codiciados eran los cráneos, cuyo polvo se consideraba más eficaz que el proveniente de otras partes del cuerpo.
“El rey Carlos II de Inglaterra tomó medicamentos elaborados con cráneos humanos después de sufrir una convulsión”, explica el profesor Marcus Harmes, de la Universidad de Southern Queensland, en un artículo publicado en la revista The Conversation.
Dos médicos desconfiados
No todos los médicos confiaban en las propiedades curativas del polvo de momia y no fueron pocos los que lo consideraron un fraude destinado a engañar a los incautos.
Uno de los que desconfió y denunció el asunto fue Guy de la Fontaine, médico del rey de Navarra, que incluso llegó a viajar a Egipto en 1564 para ver son sus propios ojos cómo se producía el milagroso medicamento que tenía fascinados a sus colegas.
El testimonio de lo que vio allí fue recogido por otro médico francés, Ambroise Paré, considerado uno de los padres de la cirugía moderna, que también denunció como un fraude el polvo de momia.
“Un día, hablando con Guy de la Fontaine, médico célebre del rey de Navarra, y sabiendo que había viajado por Egipto y la Berbería, le rogué que me explicase lo que había aprendido sobre la momia y me dijo que, estando el año 1564 en la ciudad de Alejandría de Egipto, se había enterado de que había un judío que traficaba en momias; fue a su casa y le suplicó que le enseñase los cuerpos momificados. De buena gana lo hizo y abrió un almacén donde había varios cuerpos colocados unos encima de otros. Le rogó que le dijese dónde había encontrado esos cuerpos y si se hallaban, como habían escrito los antiguos, en los sepulcros del país, pero el judío se burló de esta impostura; se echó a reír asegurándole y afirmando que no hacía ni cuatro años que aquellos cuerpos, que eran unos treinta o cuarenta, estaban en su poder, que los preparaba él mismo y que eran cuerpos de esclavos y otras personas”, escribió.
Paré también dejó constancia de cómo los fabricantes de momias se reían de quienes consumían sus productos.
“(Guy de la Fontaine) le preguntó de qué nación eran y si habían muerto de una mala enfermedad, como lepra, viruela o peste, y el hombre respondió que no se preocupara de ello fuesen de la nación que fuesen y hubiesen muerto de cualquier muerte imaginable ni tampoco si eran viejos o jóvenes, varones o hembras, mientras los pudiese tener y no se les pudiese reconocer cuando los tenía embalsamados. También dijo que se maravillaba grandemente de ver cómo los cristianos apetecían tanto comer los cuerpos de los muertos”, relató.
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Hasta el Siglo XX
El uso medicinal de las momias –verdaderas o falsas– continuó durante centurias y comenzó a decaer hacia fines del Siglo XVIII, cuando la medicina se fue alejando de las prácticas del canibalismo médico.
Los avances científicos del Siglo XIX hicieron que casi desapareciera aunque, según el profesor Harmes, “hasta 1909, los médicos solían utilizar las cabezas de las momias para tratar afecciones neurológicas”.
El abandono de esas prácticas pudo haber servido para que, finalmente, las momias egipcias –y los cuerpos falsificados como momias– pudieran descansar en paz, pero para entonces se había instalado otro tipo de saqueo, el de los arqueólogos europeos que se dedicaron a excavar tumbas.
En 1922, el inglés Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón y con la leyenda de su maldición, la mirada sobre las momias egipcias cambió definitivamente: no servían para curar, sino que por el contrario eran capaces de matar.
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