En 1630, desde Misiones, el jesuita Juan Bautista Ferrusino se presentó en Roma ante el General de la Compañía de Jesús. Consigo llevaba una urna que contenía una importante reliquia, el corazón del santo mártir Roque González de Santa Cruz, que había fundado reducciones, pueblos en Misiones y la emblemática localidad de Yapeyú en Corrientes, cuna del libertador General San Martín.
Con el órgano disecado viajaban varios documentos. Entre ellos una carta de los jesuitas de la Provincia del Paraguay donde solicitaban un “hermano impresor”, es decir un cura experto en el arte de imprimir. También pedía el envío de una imprenta completa y las correspondientes licencias para usarla.
Hasta ese entonces los libros llegaban exclusivamente desde Europa. Los misioneros jesuitas tenían una necesidad que no parecía tener solución. Para evangelizar a los pueblos originarios precisaban que se imprimieran textos traducidos al guaraní, es decir en la lengua vernácula. En el viejo mundo no podían ser impresos sin la indispensable asistencia de los que entendían esta lengua, y por otro lado el envío de un manuscrito en guaraní corría el riesgo de que se extraviase en el largo viaje.
La respuesta que el jesuita Ferrusino recibió de las autoridades romanas fue: “Nos esforzaremos cuanto podamos, y tendremos sumo placer en que se consiga lo que se desea”.
En 1634, tras cuatro años de espera, el sacerdote volvió al territorio argentino sin el hermano impresor, sin imprenta y sin las reales licencias. A pesar de tantos frustrados intentos y la gran ilusión, el tan deseado resultado no llegó a concretarse.
Todo apuntaba a que la imprenta, sus complementos y el impresor debían venir del otro lado del Océano. Sin embargo, las circunstancias y la necesidad hicieron que la máquina naciera en la selva misionera en el siglo XVII gracias al ingenio de un grupo de hombres.
¿Cómo nació el primer libro argentino?
Dos jesuitas fueron los fundadores del arte tipográfico y los primeros en armar una prensa rústica junto a los guaraníes en la misión. Uno de ellos era el padre Juan Bautista Neumann, austríaco “de 32 años de edad, de buen cuerpo, delgado, algo cargado de espaldas” y el español José Serrano, de 24 años. Ambos fueron los encargados de fundir los necesarios tipos, y dar a la publicidad los primeros libros argentinos. Por su parte los indios de las reducciones habían aprendido a imprimir libros en lengua guaraní y también en lengua latina y fundieron ellos mismos con estaño los caracteres o notas tipográficas y hasta llegaron a inventar signos fonéticos.
El primer libro publicado en el territorio argentino data de 1700, con papel proveniente de Europa, fue el Martirologio Romano utilizado por los indios para leer en el refectorio. El momento de la comida era clave dentro del proceso de evangelización ya que mientras se alimentaban el silencio los predisponía a escuchar la doctrina de la vida de los santos, impreso directamente en guaraní, su lengua materna. El segundo libro editado en suelo argentino fue De la diferencia entre lo temporal y eterno. Lamentablemente no se conserva ninguna de estas obras en la actualidad, sin embargo, se sabe de su existencia por el inventario de los bienes que pertenecieron a la Compañía de Jesús, luego de la cruenta y sorpresiva expulsión en 1767.
Córdoba: la primera imprenta que vino de Europa
La imprenta de Misiones era rústica y artesanal y el motivo de su ocaso fue la escasez de papel dado que no se producía en América del Sur. Históricamente se considera como primera imprenta argentina a la de la Compañía de Jesús en Córdoba.
La imprenta llegó a la “docta” en 1764, traída por unos misioneros jesuitas desde Europa. Pasó primero por Montevideo y luego por Buenos Aires. A los tres meses de su llegada el rector de la Universidad se la vendió al rector del Colegio Convictorio.
La imprenta estuvo en su apogeo hasta que la Compañía de Jesús fue expulsada y toda su obra quedó paralizada. El Colegio Convictorio pasó a manos de los franciscanos, quienes, por considerarla inútil, decidieron abandonar la imprenta en un depósito, como si fuera un artefacto obsoleto. Allí permanecería, en la oscuridad del sótano, con las tipografías, prensas y las pesadas maderas que la conformaban. La primera y oficial imprenta tuvo vida breve y duró solo tres años.
La imprenta viaja a Buenos Aires
“Estoy informado que en ese Colegio Convictorio se halla una imprenta, de la que no se hace uso alguno desde la expulsión de los ex jesuitas; que este mismo abandono por tanto tiempo (doce años) no la ha deteriorado sobremanera (…) me díra V.P. su actual estado; (…) y en qué precio la estima ese Colegio”. Esas eran las líneas que escribía Juan José Vértiz, el virrey del Río de la Plata, a los franciscanos de Córdoba que habían heredado la imprenta.
De la “docta” le contestó el Padre Parras: “(…) he buscado esta imprenta y la he hallado en un sótano, donde desarmada y deshecha, la tiraron después del secuestro de esta casa”. También el sacerdote le indicaba que el valor del artefacto era de mil pesos. Originalmente la imprenta le costó al Colegio dos mil pesos. Los encargados de fijar el nuevo valor eran los facultativos Saa y Faría y su colega Silva y Aguiar. Se estima que era un precio ínfimo y que detrás encubría los intereses de estos expertos, en especial de Silva, quien sería el encargado de administrar la imprenta en Buenos Aires por diez años.
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Talleres clandestinos
Si bien hasta 1780 Buenos Aires no tuvo imprenta, se conjetura que anteriormente hubo algún taller tipográfico modesto y no autorizado en la ciudad. La sospecha surge tras encontrar en el Archivo de la Curia Eclesiástica de Buenos Aires un documento de 1756 titulado “Vega, Alonso de la: Criminal por abuso de imprenta”. Debido a la desaparición del documento no se conocen más datos de este delito vinculado a la imprenta. Sin embargo, se puede inducir que ya existían talleres de imprenta no declarados ante las autoridades, y que operaban en las sombras y seguramente con mano de obra esclava y trabajo infantil.
La Real Imprenta de Niños Expósitos
El virrey Vértiz instaló la primera imprenta de Buenos Aires por una necesidad económica. Con la declaración de Buenos Aires como sede del virreinato del Río de la Plata, el rey Carlos III había decidido enviar 9.000 soldados para custodiar el puerto. Estos militares fueron artífices de múltiples violaciones de mujeres nativas que desencadenaban en embarazos no deseados.
Las mujeres solían abandonar al recién nacido en las puertas de las casas o en las iglesias. Esos niños pasaban de puerta en puerta o eran comidos por los perros o cerdos salvajes, o se ahogaban en los charcos de las calles. Ante esta problemática, el virrey Vértiz autorizó la apertura de las Casa de Niños Expósitos, cuyo nombre se debe a la traducción latina de ex-posĭtus, que significa puesto afuera. Al día de hoy muchas personas que llevan el apellido Expósito, tal vez desconocen que entre sus antepasados se encuentran los niños abandonados en dicha casa.
La Casa contaba con un torno giratorio en el cual se dejaba al niño, del lado de afuera. Del otro lado de la pared, un empleado escuchaba la campanita que hacían sonar y ponía a funcionar el torno para recibirlo, sin que ninguno viera al otro.
El virrey Vértiz tenía varias intenciones con La Real Imprenta de Niños Expósitos: por un lado, que se imprimiera la información oficial -bandos, proclamas y noticias-; por otro lado, que los ingresos solventaran los gastos de la Casa de Niños Expósitos. Y que esos niños encontraran allí una ocupación y aprendieran el arte de la impresión. En aquel entonces no se cuestionaba el trabajo infantil.
El primer trabajador en el rubro fue un esclavo al cual le pagaban mensualmente veinticinco pesos. Luego fue reemplazado por un “invalido, soltero, que sabía escribir”. También había dos niños esclavos que fueron despedidos por “ineficientes”.
Respecto a cuál fue el primer impreso porteño no hay conformidad, podría ser: J.M.J. Letrilla de Santa Teresa, o un escrito del virrey titulado Don Juan José Vértiz. 3 de noviembre de 1780. Entre los otros títulos figuran almanaques, papel de la aduana de Montevideo, Títulos de Real Audiencia, novenas a santos, cédulas, devocionarios, bandos para indultos de indios, esquelas, estampas de santos, de las cuales se imprimó una de San Estanislao de Kotska, un santo jesuita prohibido en la época, pero difundido por la única mujer que defendió el legado jesuita en el Buenos Aires colonial, llamada Mama Antula.
*Los textuales de esta nota provienen del libro “Orígenes del arte tipográfico en América” del jesuita Guillermo Furlong de 1947.
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