Fue en noviembre, Fernando tenía 21 años. Había nacido en América, un pueblo discreto de la provincia de Buenos Aires, y aunque el auditorio porteño estaba estallado de gente se paró firme en el medio del escenario. Después, en la penumbra, mirando al suelo y con la capucha del buzo todavía puesta, rapeó el tema en el que, básicamente, se animó a hablar del tema.
“No quiero hablar de nada; a mí cuando juego al ahorcado, sé que es un juego pero igual lo he pensado. Ese bullying en la escuela porque soy un cisne raro: un tormento, un castigo, no doy más, estoy cansado. Como una hoja en el viento, viajo sin destino: un muelle, un latido, no sentirme tan cobarde. Soy un pibe nulo, invisible y desoído, aunque grito en silencio ‘pueblo sordo, infierno grande’. Otra noticia olvidada ‘¡miren, me estoy ahorcando!’, otro caso de suicidio con mi nombre, que es Fernando”.
Así arranca la charla TEDxRíodelaPlata en la que Fernando Gómez habló en primera persona del suicidio, y no sólo del suicidio adolescente, porque cuando él empezó a creer que matarse era su única salida tenía 11 años.
“Hablar del suicidio a mí me salvó la vida”, dice ahora a Infobae. “Si no lo hubiera hecho tal vez hoy no estaría acá”.
Fernando se crio en América -un pueblo de unos 11.000 habitantes- con su mamá, que trabaja de portera, y sus hermanos. “No hubo nada en mi niñez como para decir que yo, ya de por sí, era un chico triste”, señala desde La Plata, a donde se mudó para estudiar Psicología en la universidad pública. Lo señala porque es común creer que un adolescente que piensa en el suicidio inevitablemente sufrió abusos o maltratos en su infancia.
Ya un poco más grande, “lo único raro, al menos raro en mi pueblo, era que yo no iba a ningún deporte y mis amigos eran contados con los dedos de una mano”, desanda.
Raro era no caber en el molde de lo que se supone que debe hacer un varón: a él no le gustaba el fútbol ni el básquet ni el rugby sino el animé y los juegos de computadora. Sólo eso lo dejó aislado y sin grupo de pertenencia, y todos sabemos que la adolescencia no es un buen momento para sentirse a la deriva.
“En mi cabeza de ese momento había dos soluciones: o yo tenía la culpa por tener gustos diferentes o la culpa la tenían los demás, y todos estaban en contra mía”.
Se inclinó por la opción 1. “Me convencí de que era yo el que me tenía que adecuar al resto, así que empecé a forzarme a ir a ciertos grupos de deporte. Obviamente obligarte a hacer algo que no te gusta con gente con la que no coincidís lo convierte en algo muy desagradable”.
En vez de lograr pertenecer, Fernando se convirtió en “el blanco perfecto”: “No soy un pibe al que se le dificulte estudiar pero, al estar mal, no estudiaba. Entonces, el que no me jodía porque era malísimo con el deporte me jodía porque era malísimo en matemáticas”. Las burlas se habían convertido para él en hostigamiento.
“Esas jodas las tenemos muy normalizadas en nuestra cultura, yo creo que mis compañeros no lo hacían con maldad sino porque tenían normalizado esto de tomar a alguien de punto en el colegio”, piensa.
“Nunca recibí burlas o insultos directos de las chicas, aunque sí rechazo”. La lógica era la de la mancha venenosa: “Si a este chico lo tienen de punto no nos vamos juntar con él porque nos van a joder a nosotras también’”.
Como la levadura, el malestar no hizo más que crecer con el tiempo y Fernando empezó a encerrarse. “Me empezó a costar muchísimo estar tranquilo en un lugar con mucha gente”, cuenta. Su familia lo notó y un psicólogo dio el diagnóstico: “Ansiedad social”, un trastorno que provoca sudores, temblores, palpitaciones, malestar físico o “mente en blanco” y que suele confundirse con “timidez”.
Fue en ese entonces, ya en el secundario, que Fernando empezó a ponerse la capucha para desaparecer. “Puede sonar bobo pero en mi mente decía ‘si no me ven no me pueden insultar’, y empecé a usar la capucha literalmente para todo: podían hacer 40 grados a la sombra y yo seguía con la capucha puesta. Lo único que quería era pasar desapercibido. Vos me veías en el aula y era una estatua”.
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Parecía que había encontrado la fórmula “pero yo no me sentía bien, al contrario. El entorno escolar me había generado un odio hacia mí mismo tan grande que yo sentía que todo lo que hacía estaba mal. Si me ponía a ver una serie y esa serie me gustaba, enseguida pensaba: ‘En vez de estar viendo esta pelotudez, ¿por qué no te ponés a estudiar para que los chicos que te joden en matemáticas no te jodan más?’. Todo lo que me hacía sentir bien me lo autocensuraba”.
Sin querer, Fernando se convirtió en su peor victimario y esa guerra contra él mismo fue, por sobre todas las cosas, agotadora.
“Llegó un punto en el que ya no quería enfrentarme más a mí mismo, no podía más. Y empecé a considerar que la única salida que tenía era morir”.
La decisión, ¿la decisión?
Hay otra creencia común alrededor del suicidio: “Si es lo que la persona decidió, hay que respetarlo”. La pregunta es si alguien que se siente como se sentía Fernando y va agotándose de luchar decide matarse sin importarle el resto o lo que decide es terminar con el sufrimiento.
“En mi caso los pensamientos suicidas eran un síntoma. ¿De qué? De la angustia, de la ansiedad que te genera no poder encontrar una salida”, dice él, que estuvo combatiendo esos pensamientos entre los 11 y los 16 años. “Yo me sentía agotado, y en general la gente que ha tenido este tipo de pensamientos dice que lo que quiere es dormir eternamente”.
Se los suele llamar “pensamiento suicidas”, aunque son tan intrusivos que la palabra “pensamientos” suena a poco. “Lo correcto sería decir ‘ideaciones suicidas’”, explica, y pone un ejemplo de su historia.
“A mí me agarraban ataques, por así decirlo, que en realidad eran crisis de ansiedad en donde sentía la necesidad de auto dañarme. Por ejemplo, si había pasado algo que me había hecho sentir bien, venía la culpa y me empezaba a castigar. Cuando yo decía ‘basta, no quiero escuchar más a mi cabeza, no puedo más’ empezaban las ideaciones suicidas: cuál sería la manera más rápida de matarme, cómo sería morir de tal forma, quién estaría en mi funeral”.
Estos “ataques” podían suceder todas las semanas, “pero han llegado a suceder todos los días”, cuenta.
Afortunadamente hubo un momento en el que Fernando pasó de triste a furioso. “Suena raro pero dejar de criticarme y empezar a criticar al resto y ponerme en contra de todo el mundo me ayudó: me hizo velar por lo propio”.
El enemigo al que había que sofocar ya no estaba adentro. De repente, había dejado de ser “la estatua” para ser un chico quejoso, “gede” -dice él y traduce-, “insoportable”.
Hablar
Fue por esos tiempos que conoció a un grupo de adolescentes como él: otros “raros” que no jugaban al fútbol sino que hacían parkour, una disciplina física en la que se va de un punto a otro superando obstáculos, escaleras, pendientes.
“Con este grupo, los que hoy son mis amigos, me empecé a sentir más tranquilo: eran pibes a los que les gustaba lo mismo que a mí, pibes que estaban cansados de que lo molestaran”, sigue, y subraya: “Pibes que en algún momento también habían pensado en suicidarse”.
Fernando sintió que por fin había un espejo, y empezó a contarles los pensamientos con los que lidiaba desde los 11 años. En tercer año se pasó al colegio al que iban ellos.
“Hasta que un día se dieron cuenta de que yo todavía seguía con estos pensamientos suicidas: mi muerte siempre aparecía como una solución, una salida”, recuerda. “Se veía todo el tiempo...por ejemplo, yo en vez de decir ‘qué aburrida esta materia’ decía ‘está como para pegarse un tiro’”.
Un día, durante una clase de literatura y cuando ya estaban en cuarto año, otra ficha cayó y empujó a las siguientes. Habían terminado de leer Romeo y Julieta y La casa de Bernarda Alba cuando uno de sus compañeros preguntó en voz alta: “¿Por qué en estos libros todos se matan, qué onda?”.
Así de espesa, la pregunta se instaló en el aula: ¿El suicidio era algo ceñido a esas tragedias que estaban leyendo o pasaba también “en las mejores familias”? Dice Fernando: “¿Viste que muchas veces dicen que la realidad supera la ficción? Nunca dicen que se parecen, y de verdad que se parecen”.
Varios alumnos habían quedado tan atravesados por el tema que cuando llegó la Feria de Ciencias propusieron un proyecto concreto para destapar al tabú.
“Hacer una encuesta anónima en el colegio y en todos los colegios del partido de Rivadavia que nos dejaran y preguntar eso: cuántos pibes habían pensado alguna vez en suicidarse, a quién se lo habían contado, si alguna vez habían pensado en autoflagelarse, si lo habían hecho, por qué habían tenido estos pensamientos”.
Tuvieron más de 500 respuestas. “Los resultados que más me impactaron me los acuerdo de memoria. Dos de cada 10 habían pensado alguna vez en suicidarse. La mayoría dijo que ‘por desamor, depresión y problemas familiares’, y que no se lo había contado a ningún adulto, solo a algún amigo”.
Era, evidentemente, “un tema”, entonces, ¿por qué nadie quería hablar del tema?
Llevaron los resultados de la encuesta al hospital local y les dijeron que como no eran una organización validada no podían tomar esos datos como reales. Los llevaron al Concejo Deliberante y nunca les respondieron. Se los llevaron al intendente y le enviaron siete cartas: en la séptima los recibió pero, en vez de escucharlos, les dio una charla sobre cómo creía que debía ser la escuela dentro de 20 años.
“Yo creo que hay que hablar del tema”, sostiene él, que por eso grabó la charla llamada Por qué tenemos que hablar del suicidio. También la prensa debería: no desde el morbo, no contando cómo se mató alguien, para evitar que los métodos puedan ser copiados.
“Más bien dando información: mostrar cómo se siente una persona que está en esa situación, contar qué puede hacer, desmentir mitos”, cierra.
“Si yo no le hubiera contado a mis amigos no me habría dado cuenta de que esos pensamientos me estaban enfermando. Si no hubiese hecho las encuestas, si no hubiéramos debatido el tema, si no hubiera dado esa charla tal vez hoy no estaría acá. Por eso digo siempre eso: a mí hablar del suicidio me salvó la vida”.
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