A setenta kilómetros al este de la ciudad de Roma se encuentra Subiaco, donde se destaca una fortaleza cuyo torreón fue mandado a construir por Rodrigo Borgia. Ya no es tan alto como a mediados del siglo XV, afectado por un terremoto. Allí nació el 18 de abril de 1480 Lucrecia Borgia, una de las mujeres más discutidas de la historia y que, si hubiera vivido en estos tiempos, seguramente tendría miles de seguidores en redes sociales y daría mucho qué hablar en los medios, tanto para bien como para mal.
Su mamá era Vannozza Cattanei, una mujer casada que era amante de Rodrigo, futuro Papa Alejandro VI, un hombre de temer.
En el capítulo de El Príncipe “De que modo los príncipes deben cumplir sus promesas”, Nicolás Maquiavelo no lo deja bien parado: “Jamás hubo hombre que prometiese con más desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin cumplir ninguno…” Nacido en Roma el primer día del año 1431, gracias a su tío el Papa Calixto III, fue ungido obispo y cardenal, ocupando puestos de importancia, como el de vicecanciller. Desde muy joven tuvo claro dónde quería llegar.
Tuvo influencia en la elección de Pío II, Paulo II, Sixto IV e Inocencio VIII. En 1492, luego de una reñida elección, en la que sobrevolaron incomprobables acusaciones de sobornos, accedió al trono de San Pedro. Con Calixto III fueron los dos únicos pontífices no italianos durante el Renacimiento.
Usó a sus hijos Juan, César, Jofre y Lucrecia en sus infinitas maquinaciones políticas. Cuando Lucrecia nació, fue criada por una prima hermana de su padre. Educada como una princesa, aprendió idiomas, pintura y música.
Su papá ya era Sumo Pontífice cuando la hizo casar, en contra de su voluntad, con Juan Sforza, sobrino del duque de Milán, con la intención de sellar una alianza con dicha familia. La niña, con 13 años recién cumplidos, era rubia y muy linda. Juan era viudo ya que su esposa había muerto al dar a luz, y su hijo tampoco había sobrevivido.
Lucrecia no quería saber nada con aquel hombre de 27 años, no tan agraciado y que además rengueaba. De toda forma su papá, cuatro años después armó una operación para anular el matrimonio, ya que planeaba otra unión para su hija, relacionada a alianzas políticas mucho más beneficiosas. Su propósito fue el de asesinar a su yerno pero, éste, advertido, huyó a Roma. Tanto su suegro como su familia lo pusieron entre la espada y la pared para acceder a anular su matrimonio. Sin salida, debió admitir que la unión no había sido consumada y que era impotente cuando en realidad hacía tres años que convivían como pareja. Fue el propio Sforza el que deslizó que el Papa se había empeñado en deshacer la unión porque quería a Lucrecia para él solo. Esa acusación de incesto acompañaría a la mujer durante toda la vida.
Por esta época se considera que alrededor de la chica comenzó a rodearla un halo de intrigas, maquinaciones y acusaciones incomprobables, que serían el sustento de la mala prensa que durarían siglos.
Fue recluida en un monasterio, aunque también dicen que fue en un castillo. Lo que se sabe que a los 17 años fue madre de un varón, al que llamó Giovanni. Primero se estableció que la había embarazado su hermano César, aunque años después se habría determinado que su papá era quien lo había hecho. También se mencionó a un ayudante que la asistía en su reclusión, aunque existe la posibilidad de que el hombre debió adjudicarse la paternidad para salvar el honor familiar.
El 21 de julio de 1498 se casó con Alfonso de Aragón, hijo natural de Alfonso II de Aragón. Perdió un primer embarazo y el 1 de noviembre de 1499 dio a luz a Rodrigo de Aragón, quien fallecería a los 13 años.
Para Lucrecia comenzaba otra etapa. Era feliz y quería a su marido, un hombre muy buen mozo. Sin embargo, las intrigas familiares que se movían en tándem con las ambiciones políticas, significaron más desgracias para ella.
A su marido intentaron asesinarlo en la Plaza de San Pedro el 15 de julio de 1500. El hombre culpó a su cuñado César y quiso vengarse, pero sin suerte. Una noche fue apuñalado en el pecho y dado por muerto. Mientras se curaba de sus heridas, en un descuido de su esposa que no lo dejaba nunca solo por temor a que fuera asesinado, fue estrangulado.
Asesorada por el cardenal aragonés Jorge Costa, Lucrecia se desempeñó en la administración de la iglesia y de la Santa Sede, cuando el Papa se encontraba de viaje. Esto le valió ser el blanco de críticas. Las tenía todas en contra: era joven, inexperta y era mujer.
Los Borgia operaron para casarla nuevamente. Tuvieron que presionar lo suficiente en influencias y en dinero para unirla con Alfonso D’Este, duque de Ferrara. Con este príncipe, que era viudo, se casó el 2 de febrero de 1502. Tuvieron ocho hijos.
Una vez casada, fue a vivir a Ferrara. Cayó en una profunda depresión cuando perdió su primer embarazo. Su marido la envió a descansar a Regia, donde se enamoró de Francisco de Gonzaga, su cuñado, con quien mantuvo una intensa relación que continuó aún cuando ella regresó al hogar. Sabía que su marido también le era infiel.
El 5 de agosto 1503 su papá, mientras cenaba con el cardenal Adriano da Corneto, acompañado por su hijo César, sufrió un enfriamiento. El 12 cayó en cama y el 18 murió. El rápido desenlace, la forma en que se descompuso el cuerpo y el hecho de que su hijo cayese enfermo también, creó la atmósfera de un envenenamiento, y que había ingerido la pócima que su hijo había preparado para los invitados.
A partir de ese momento, muchos de los enemigos de los Borgia pusieron a Lucrecia en su mira.
Pero ella se había transformado en otra persona: en su corte protegió a artistas y a poetas y fomentó las artes. Si bien vivía ostentosamente, luciendo costosos vestidos y joyas, se destacó por su bondad y por su amplitud en proteger al necesitado. Costaba creer que fuera la persona que se decía que usaba un anillo hueco en el que ocultaba veneno.
Sufrió porque su marido le impidió que Rodrigo y Juan, los dos hijos de su anterior matrimonio, pudiesen vivir con ella.
Cuando dio a luz a Isabella María, cayó enferma. Murió nueve días después, el 24 de junio de 1519. Tenía 39 años. Fue sepultada en el monasterio del Corpus Domini, en Ferrara.
Por 1858 Víctor Hugo estrenó el drama de cinco actos que lleva el nombre de la mujer, a la que definió como “la maternidad purificando la deformación moral”. El dramaturgo y novelista francés había contribuido a engrosar esa pátina imborrable que transformaron el nombre de Lucrecia en sinónimo de muerte y misterios. Muchos misterios.
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