Para Mariano Moreno, el secretario de la Primera Junta, la igualdad estaba ante todo. El decreto del 6 de diciembre de 1810 de supresión de honores fue una muestra de ello. El brindis durante el banquete por el triunfo de Suipacha, en donde el oficial Atanasio Duarte, pasado de copas, comparó a Cornelio Saavedra con un emperador, fue demasiado.
Había sido un año complicado, en el que los miembros de la Junta nunca habían trabajado juntos. Muchos murmuraban los privilegios de su presidente Saavedra, empezando por su sueldo de 8 mil pesos contra los 3 mil que cobraba el resto. Además, a Moreno le parecía demasiada ostentación que Saavedra -que había fijado su residencia en el fuerte, como lo hicieron los virreyes- usase la calesa que había pertenecido a Cisneros, ni qué decir que su esposa se trasladase con escolta. Inconcebible para el país que se pretendía construir.
Pero el secretario de esa Primera Junta estaba acorralado. La incorporación de los diputados del interior fue un paso delante de los saavedristas. Moreno quería, tal como estaba especificado en el acta firmada el 25 de mayo de 1810, que esos diputados se reuniesen en un Congreso y se diera una constitución, y no sumarlos al gobierno.
Pero sus grandes aliados, Juan José Castelli y Manuel Belgrano, embarcados en sendas campañas militares, no estaban en Buenos Aires. Y en la sesión del 18 de diciembre quedó casi en soledad cuando se votó que esos diputados no se reunirían en ningún congreso.
Ese mismo día presentó su renuncia y también propuso ser enviado al exterior en misión diplomática.
En público, Saavedra conservó las formas, pero en la intimidad se alegraba del alejamiento de quien llamaba “el malvado Robespierre”: “Que me ha calumniado y querido hacerme sospechoso en este pueblo”.
Moreno, junto a su esposa María Guadalupe Cuenca –Lupe, como la llamaba su marido–, vivían en una casa en lo que hoy es Florida y Bartolomé Mitre. Tenían un hijo, Marianito, que en enero de 1811 cumpliría 6 años.
Se habían conocido en Chuquisaca, donde el joven Mariano había sido enviado por su padre para que estudiara para cura. Paseando por las calles de esa ciudad lo sorprendió el retrato de una joven, que era exhibido en un negocio del rubro, y preguntó quién era. Y buscó a esa chica, que entonces tenía 14 años y que su madre viuda tenía decidido que fuera monja. A pesar de la oposición de la señora, los jóvenes se casaron y allí nació su hijo. Cuando regresaron a Buenos Aires, sus padres se enteraron de todas las novedades: lo imaginaban sacerdote, y regresó abogado, casado y con un hijo.
Desplazado de la Junta de Gobierno, Moreno preparó el viaje. Para que su esposa no estuviese sola, arregló que su hermana María Micaela Wenceslada fuese a vivir con ella.
El jueves 24 de enero de 1811 embarcó en la nave de guerra inglesa Misletoe, para desarrollar una misión diplomática en Inglaterra. Debía estrechar vínculos con aquella nación. Finalizaba así 8 meses en la función pública, los únicos de su vida.
A poco tiempo de la partida, ella recibió un pequeño cofre, que contenía un pañuelo negro, un velo y un abanico de luto, con una nota que indicaba que eran accesorios que se vería obligada a usar próximamente.
A Moreno en cubierta lo esperó su capitán Robert Ramsay, por quien sentía un especial aprecio. En octubre del año anterior, el inglés había roto el bloqueo realista en el Río de la Plata, al desafiar a navíos muchos más poderosos.
Pero Ramsay no lo llevaría a Gran Bretaña, al tener otro viaje comprometido con otras escalas. Lo llevó a Ensenada, donde el 25 por la tarde trasbordó a la fragata inglesa Fama, anclada en las proximidades.
Hacía ocho días que su hermano Manuel, de 29 años y Tomás Guido, de 22, lo esperaban a bordo. Ellos serían sus secretarios en la misión diplomática. El 24 de diciembre la Junta había enviado un oficio al ministro de Relaciones Exteriores inglés, el marqués Richard Wellesley, anunciando la misión de Moreno y sus objetivos.
Apenas partió de Ensenada, la fragata debió sortear una sudestada que duró días. Moreno, quien no se sentía bien, presagió: “No sé qué cosa funesta se anuncia en mi viaje”.
Nunca fue una persona sana. De niño había contraído viruela, que lo tuvo al borde de la muerte y su rostro exhibía las secuelas de esa enfermedad. Cuando emprendió el viaje de estudio a Chuquisaca, fue un verdadero calvario, y debió hacer paradas extras por el reuma que ya padecía a los 21 años.
Fue una navegación muy trabajosa por los vientos en contra que siempre tuvieron. El capitán Ramsay quiso escoltar a la fragata unas 100 leguas, hasta que estuvo lo suficientemente lejos de Montevideo, ya que temían un posible ataque de los realistas.
Según su hermano, el ex secretario estaba contrariado y deprimido por los sucesos que determinaron su alejamiento del gobierno, lo que repercutió en su salud. La primera señal de que no estaba bien fue cuando sufrió un mareo muy fuerte que lo obligó a hacer reposo. Pasaba el tiempo traduciendo del inglés “El viaje del joven Anacarsis a la Grecia”, de Juan Jacobo Barthelemy, trabajo que dejaría inconcluso. Cuando llegase a Londres, tenía pensado publicar una suerte de balance sobre su carrera política y su papel en la Primera Junta.
Al verlo en semejante estado, su hermano y Guido le pidieron al capitán del barco, George Thomas Heverson hacer puerto en Río de Janeiro o en el Cabo de Buena Esperanza, pero se negó.
Lo que sorprendió a su hermano es que, sin su conocimiento, el capitán le dio a Moreno un emético, un medicamento que se usaba para provocar el vómito. Según Manuel, el capitán “lo suministró imprudentemente y sin nuestro conocimiento”. Su hijo contaría años después que se le dio cuatro gramos de antimonio tartarizado. Cuando el capitán lo hizo, Moreno estaba solo.
Lo que entonces Manuel ignoraba, y que alimenta la teoría conspirativa, es que a los pocos días de la partida la Junta Grande había acordado con el comerciante David de Forest un contrato de compra de armas. Y se aclaraba que para cerrar la operación, De Forest debía ponerse en contacto en Gran Bretaña con Moreno, y que si éste hubiera fallecido o por alguna circunstancia no se hallase en ese país, se debía arreglar con Aniceto Padilla. Para los que sostienen la teoría conspirativa resultó extraño que en un contrato se hubiera contemplado una cláusula que hiciera mención a su posible muerte.
Lo cierto es que Mariano tuvo violentas convulsiones, que hasta lo hicieron caer de su catre. Desde la agonía que sufría, en el piso mismo del estrecho camarote, les dio instrucciones a sus jóvenes secretarios sobre cómo debían manejarse en el destino diplomático. También tuvo fuerzas para llamar al capitán, y encomendarle el cuidado de sus acompañantes. A su hermano le solicitó que cuidase a su “esposa inocente”, tal como la mencionó. Sus últimas palabras, según su hermano, habrían sido: “Viva la Patria, aunque yo perezca”.
Entró en una agonía de la que no se recuperaría.
Y falleció en la madrugada del 4 de marzo de 1811, frente a las costas de Santa Catalina, en Brasil. Su cuerpo permaneció durante todo el día en la cubierta de la nave. La bandera inglesa estuvo a media asta y la descarga de los fusileros anunció a los otros barcos que una desgracia había ocurrido.
A las 17 horas, sus restos fueron arrojados al mar envuelto en una bandera británica. Ese mismo día, en la casa de los Moreno en Buenos Aires todo era alegría, ya que festejaban el cumpleaños 19 a José Eusebio Teodoro Manuel, uno de sus 14 hermanos.
Cuando Manuel y Guido llegaron a Gran Bretaña el 1 de mayo de 1811, informaron a la Junta sobre la muerte del ex secretario. La noticia se conoció en Buenos Aires a fines de agosto.
Durante dos meses, Lupe le escribió a su marido siete cartas y una esquela. La primera de ellas lo hizo dos días después de la muerte de su marido, que obviamente ella desconocía. “Se me aumentan mis males al verme sin vos y sin tu amable compañía. Todo me fastidia, todo me entristece, las bromas de Micaela me enternecen porque tengo el corazón más para llorar que para reír…”; “…yo extrañándote cada día más, y deseando con ansias recibir carta tuya, saber de tu salud y sentir los trabajos que habrás tenido en un viaje tan largo, ya que no te los he ayudado a pasar”;”…se cumplen 4 meses y 18 días de tu salida, y todavía no tengo el consuelo de recibir carta tuya…”.
La última carta que escribió fue el 29 de julio. “Me alegraré que estés bueno, gordo, buen mozo y divertido pero con ninguna mujer, porque entonces ya no tendré yo el lugar que debo tener en tu corazón por tantos motivos…”
Al año siguiente, el gobierno asignó a su esposa una pensión de 30 pesos mensuales, y la Asamblea del Año XIII le otorgó una suma de mil pesos. Murió el 1 de septiembre de 1854. Su hijo Mariano, luego de un empleo en la Biblioteca, se enroló en el Ejército, peleó en la guerra con el Brasil, fue profesor de matemática y física en la Universidad de Buenos Aires y diseñó el plano de la ciudad de Barracas al Sud, actualmente Avellaneda.
Durante el rosismo debió exiliarse, primero en Montevideo y luego en Santa Catalina, en Brasil, siempre ayudado económicamente por su tío Manuel. Se destacó por los cuadros que pintaba. El destino quiso que fuera a vivir cerca de las costas donde el cuerpo de su padre había sido arrojado al mar, aquel hombre que consumió sus días y sus noches en un trabajo a contrarreloj y que presintió que algo malo le ocurriría.
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