Al funeral de Nikola Tesla, muerto de un infarto de miocardio el 7 de enero de 1943 en la habitación del hotel donde vivía, asistieron miles de personas que desbordaron la Catedral de San Juan el Divino en Nueva York.
Se dieron cita espontáneamente, por reconocimiento y admiración, para despedir al genio que había inventado el motor de inducción, la corriente alterna como fuente de energía, la transmisión inalámbrica, la radio, y –aunque nadie todavía lo supiera- el embrión de lo que hoy se conoce como Internet.
Quizás la definición que mejor le cabe a la obra este ingeniero nacido en Croacia, colaborador y luego rival acérrimo de Thomas Alva Edison, sea la que acuñó no hace mucho la responsable de la exposición “Nikola Tesla: el genio de la electricidad moderna”, Elisa Durán, quien resumió su legado: “Tesla inventó el Siglo XXI”.
Con tantos logros tecnológicos en su haber se podría suponer que a los 86 años, cuando murió, Tesla, acumulaba una importante fortuna, producto de las patentes de sus inventos. Sin embargo, llegó al final de su vida casi desamparado, sobreviviendo en el cuarto de un hotel de baja categoría desde cuya ventana alimentaba a las palomas.
Nikola Tesla murió siendo un hombre pobre, lo que más de medio siglo después encierra otra paradoja, porque su apellido, “Tesla”, suena en todo el mundo como sinónimo de riqueza por obra de otro hombre, el sudafricano Elon Musk, dueño de una de las fortunas más grandes del planeta, en gran parte gracias precisamente a Tesla, ya no el malogrado inventor sino el nombre de la mayor de sus compañías, donde produce automóviles eléctricos, componentes para la propulsión de vehículos eléctricos, techos solares, instalaciones solares fotovoltaicas y baterías domésticas.
Para dar una idea de la fortuna de Musk –que además de Tesla, posee entre otras empresas SpaceX y recientemente compró la red Twitter– se puede decir que, de acuerdo con el índice de multimillonarios de la agencia Bloomberg, el año pasado dejó de ser la persona más rica del mundo, posición de la que fue desplazado por el magnate francés, Bernard Arnault, debido a que perdió 140.000 millones de dólares en apenas doce meses debido al derrumbe de las acciones de sus compañías luego de la compra de Twitter.
Semejante pérdida, sin embargo, no lo sumió en la indigencia: su fortuna personal se mantiene todavía en 130.000 millones de dólares. Musk es ahora, apenas, el segundo hombre más rico del planeta.
A 80 años de su muerte, Nikola Tesla se sorprendería de esta comunión de su apellido con el dinero, porque en vida su capacidad para los negocios fue siempre inversamente proporcional a su genialidad para los inventos.
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Nikola y el gato
Nikola Tesla nació en Smiljan, la actual Croacia –por entonces territorio del imperio austríaco-, el 10 de julio de 1856.
Cierto o falso, él mismo contaría que su interés por la energía eléctrica se debió a un episodio temprano de su vida. Según su relato, cuando tenía tres años acarició el lomo de un gato y se sorprendió porque el roce de su mano produjo una lluvia de chispas. Corrió a decírselo a su padre, el hombre le explicó que lo mismo pasaba con los árboles durante una tormenta, se producía electricidad.
Ese interés lo llevó a inscribirse a los 17 años en la Universidad Politécnica de Graz, en Austria. Luego contaría que por esa época se propuso una meta: inventar una manera que permitiera que todo el mundo tuviera energía gratis.
Trabajó primero en Viena y luego en Paris, donde consiguió que lo tomaran en la Compañía Edison. Si jefe de entonces, Charles Batchelor, quedó maravillado por las ideas de Tesla y decidió enviarlo a Nueva York, donde Nikola desembarcó en 1884 llevando una cita fijada con el dueño de la compañía, Thomas Alva Edison, y una carta de recomendación de Batchelor dirigida a Edison donde decía: “Conozco a dos grandes hombres, y usted es uno de ellos. El otro es el joven portador de esta carta”.
El joven portador tenía por entonces 28 años.
“La guerra de las corrientes”
Edison contrató a Tesla de inmediato, sin saber que esa colaboración inicial que unió al veterano inventor con el “joven portador” de las cartas de recomendación pronto se transformaría en una guerra de ideas y también de intereses.
Ese enfrentamiento pasaría a la historia de la ciencia como “la guerra de las corrientes”. Edison había introducido la corriente continua y –orgulloso de su invento y de los beneficios que le otorgaba– no quería siquiera oír de una posible innovación.
Tesla, en cambio, pronto propuso cambiarla por la corriente alterna –la misma que utilizamos hoy– como un sistema superador y más seguro.
Al principio fue una batalla despareja, porque Tesla dependía del apoyo de Edison para poner en práctica su propuesta. El veterano inventor no quiso saber nada del asunto y para proteger su modelo llegó incluso a difamar al joven recién llegado.
La campaña fue brutal. Edison recorrió los Estados Unidos de punta a punta con un verdadero “show” para demostrar que la corriente alterna de Tesla era peligrosa. En el empeñó no vaciló en electrocutar animales frente al público. Así mató por electrocución a perros, gatos y hasta a un elefante.
Además, se negó a pagarle a Testla la cifra de 50.000 dólares que le había prometido al contratarlo para que desarrollara su invento. Y lo hizo burlándose del joven cuando se la reclamó: “Cuando llegues a ser un norteamericano cabal, estarás en condiciones de apreciar una buena broma yanqui”, le dijo.
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Inventos y fracasos
Harto de los desaires de Edison, en 1886 Tesla le alejó de la compañía para fundar la suya, a la que llamó Tesla Electric Light & Manufacturing.
No le fue bien, porque los inversores que había conseguido se opusieron a su proyecto de desarrollar un motor de corriente alterna. Como el dinero era de ellos y Tesla solo había puesto su nombre y sus ideas en la empresa, lo terminaron echando.
Dispuesto a seguir adelante, el todavía joven Nikola trabajó un año como obrero, ahorrando hasta el último dólar, para poder llevar adelante otra idea que tenía, la de construir un motor de inducción sin escobillas, alimentado con corriente alterna.
Presentó el artilugio en 1888 en el Instituto Americano de Ingenieros Eléctricos y se ganó la admiración de sus colegas, al tiempo que ya emprendía otra idea: desarrollar una nueva bobina. Eso lo llevó a trabajar en los laboratorios de Westinghouse, donde pudo avanzar con otra idea: sistemas polifásicos para transmitir la corriente alterna a larga distancia. También elaboró la propuesta que le permitió a la compañía obtener el suministro de energía eléctrica a la ciudad de Buffalo mediante un sistema hidroeléctrico que aprovechaba las aguas de las cataratas del Niágara.
No se detuvo ahí. Causó asombro en la primera Exhibición Eléctrica de Nueva York, montada en 1898 en el Madison Square Garden, con su “Teleautomaton”, un bote en miniatura que se controlaba a distancia por radio.
Sin embargo, la admiración no se tradujo en dinero, porque la marina de los Estados Unidos no quiso comprarle la idea. Para peor, se olvidó de patentar el invento, lo que permitió que cinco años más tarde el ingeniero español Leonardo Torres Quevedo patentara un artilugio muy parecido, el “Telekino”, que quedó como el primer aparato de radiocontrol de la historia.
Algo parecido le pasó con otro de sus inventos, la radio. En eso se la jugaron muy sucio, porque Tesla había patentado el invento en 1896, pero la oficina de patentes le revocó la patente para otorgársela a otro rival, el italiano Guillermo Marconi, que la presentó después.
Gracias a esa patente, Marconi ganó el premio Nobel en 1909, mientras que Tesla se quedó con las ganas. Lo candidatearon junto a su rival de siempre, Thomas Alva Edison, en 1915, pero finalmente el galardón fue para Sir William Henry Bragg y a su hijo William Lawrence Bragg “por sus servicios en el análisis de la estructura cristalina por medio de rayos X”.
La pobreza y la riqueza
Durante los años siguiente, Nikola Tesla siguió desarrollando ideas innovadoras: desde dispositivos basados en la producción de ozono y turbinas sin paletas hasta un biplano capaz de despegar de manera vertical. Esta fue la última patente que obtuvo, en 1928.
Durante todos esos años, la situación económica del inventor se fue deteriorando: desde vivir en una suite del Waldorf Astoria a principios de siglo fue bajando la categoría de los alojamientos hasta terminar, en la década de los ‘40, en un hotel de mala muerte.
Allí murió el 7 de enero de 1943. Poco antes tuvo la suerte de experimentar uno de los pocos reconocimientos que recibió en vida: la Corte Suprema de los Estados Unidos lo reconoció como inventor de la radio y le devolvió la patente, que estaba en manos de Marconi. Ya era tarde para que eso se tradujera en dinero.
Sus ideas y sus inventos produjeron verdaderas revoluciones tecnológicas, pero a la hora de hacerlos rentables para su bolsillo, por una u otra razón –desde el robo de patentes hasta el engaño de los inversionistas– nunca lo lograba.
Hoy, cuando se escucha nombrar a Tesla, son muchas más las personas que piensan en la empresa y los autos eléctricos del multimillonario Elon Musk que en el genio que “inventó el siglo XXI”.
Del olvidado Nikola Tesla, además de sus inventos, vale rescatar una frase que debería se tenida más en cuenta: “La ciencia no es más que perversión en sí misma a menos que tenga como objetivo último mejorar la humanidad”.
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