“Nosotros pocos, nosotros los desafortunados,
nosotros, una banda de hermanos,
porque aquel que vierta su sangre conmigo
será mi hermano.
Por muy vil que haya sido,
estar a mi lado en este día
ennoblece su condición”
Con estas palabras puestas por Shakespeare en boca de Enrique V de Inglaterra, el rey arengó a su ejército en vísperas del día de San Crispín (25 de octubre de 1415), en los llanos de Azincourt. En esa gloriosa jornada, 6.000 soldados ingleses, extenuados y hambrientos, enfrentaron a más de 30.000 hombres del rey Carlos VI de Francia, la flor y nata del ejército francés.
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A lo largo de la guerra de los Cien Años, ingleses y franceses habían peleado por las tierras de Normandia y Bretaña, disputadas desde los tiempos de Guillermo el Conquistador. En 1415, el joven y ambicioso rey Enrique V llevó un pequeño pero muy combativo ejército inglés a tierra gala para reclamar lo que él creía propio: la corona de Francia. A pesar de su juventud, Enrique era un hombre hecho a las batallas. Fue un armando caballero a los 12 años durante las guerras en Irlanda y para cuando lo coronaron como monarca de Inglaterra, a los 29, ya era un avezado estratega, atento a los detalles que conocía la importancia de exaltar el ánimo combativo de sus soldados, con quienes peleaba hombro a hombro. Por eso Shakespeare puso en sus labios esta arenga del día de San Crispín para exaltar el coraje de sus hombres y asegurarles que todos tendrían un lugar glorioso en la historia, combatiendo al lado de su rey.
“Y los caballeros que yacen en su lecho en Inglaterra
se considerarán malditos por no haber estado acá”.
Del lado francés se encontraba lo más granado de su nobleza. Carlos VI estaba enfermo y por tal razón había delegado el mando a dos experimentados guerreros, el condestable Carlos d´Albret y el legendario mariscal Jean Le Maingre, un cruzado que había defendido Constantinopla del ataque otomano. Si bien las fuerzas francesas eran muy superiores, los nobles llegaron enfrentados entre ellos por antiguas rencillas y eternos recelos pero seguros de que impondrían su superioridad.
Originalmente, los comandantes habían planeado alejar a los ingleses de su línea de abastecimiento para cortarlas y hambrearlos, pero los nobles franceses pensaron que no correspondía a su condición de guerreros rehuir un combate y buscaron enfrentar a los invasores valiéndose de su superioridad.
Sin embargo, no contaban con el genio estratégico de Enrique. Éste dispuso a sus hombres de armas en el centro y a los arqueros en los costados del campo de batalla protegidos por estacas. La habilidad en el uso del arco por parte de los ingleses (utilizando el llamado longbow) marcó una diferencia ya que uno de estos arqueros podía lanzar diez flechas en el tiempo que los ballesteros franceses lanzaban una.
Como los señores franceses conocían está habilidad de los arqueros ingleses, habían hecho correr la voz de que les cortarían el dedo medio para que no volviesen a combatir contra los franceses lanzando sus flechas.
La lluvia había embarrado el campo de Azincourt que se convirtió en una trampa mortal para los caballeros franceses. Imposibilitados de maniobrar con sus caballos, la lucha continuó cuerpo a cuerpo y Enrique peleó bravamente contra varios señores franceses que se habían juramentado para matarlo. De hecho, recibió un golpe en la cabeza que abolló su casco, aunque esto no fue suficiente para amilanarlo.
Los caballeros caían al barro con sus pesadas armaduras y los arqueros ingleses, desprovistos de corazas, aprovechaban la dificultad para moverse de los caballeros caídos a fin de capturarlos o matarlos con sus cuchillos. Azincourt concluyó con una humillante derrota gala en apenas media hora y fue entonces que los ingleses se burlaron de los franceses exhibiendo que aún conservaban sus dedos del medio. Este gesto dio origen a un soez agravio que persiste hasta nuestros días.
Como un grupo de franceses había atacado al campamento ingles asesinando a los pajes y hombres desarmados, Enrique fue inclemente con los prisioneros y ordenó que fuesen degollados en el mismo campo de batalla. Algunos de ellos, los de más alta cuna, lograron salvar sus vidas, solo para ser moneda de cambio y exigir un cuantioso rescate por su vida. En Azincourt murieron cinco duques, doce condes, seiscientos barones y no menos de 10.000 soldados.
Enrique, consciente del cansancio de su tropa, se refugió en Calais y de allí volvió a Inglaterra donde fue recibido como un héroe. Le llevó cinco años firmar el Tratado de Troyes donde Carlos VI reconoce su derecho al trono de Francia y convierte a Enrique en esposo de Catalina de Valois, su hija menor, aunque en la obra de Shakespeare medie apenas un acto entre la arenga anterior a la contienda y el cortejo a la princesa francesa.
Antes de caer el telón se escucha la voz de un coro que cuenta como los descendientes de Enrique “perdieron Francia e hicieron sangrar a Inglaterra”, convirtiendo a Azincourt en una batalla inolvidable por su valor táctico, aunque el coraje de esta desafortunada banda de hermanos, con los años y desmanejos, haya resultado inútil.
Todo lo que ha quedado de esa gloriosa jornada es el gesto del dedo medio enhiesto cómo expresión de desprecio y superioridad del vencedor.
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