Cada uno hacía lo de siempre, cada uno sostenía su papel, como si se tratara de dos grandes actores. Hitler vestido cada vez peor, con manchas de comida en sus camisas, maníaco, en su despacho o por los estrechos pasillos del búnker vociferaba, golpeaba mesas, gritaba traiciones y ordenaba ofensivas imposibles y fusilamientos a mansalva. Eva Braun, en cambio, caminaba entre las oficinas con sus elegantes vestidos, sus sombreros, su sonrisa serena y sin desesperación.
Cuanto más crecía la actividad afuera, en Berlín, más decrecía ahí en el bunker del Führer. Eran los últimos días de abril de 1945. Eran también los últimos días de Hitler y de Eva Braun. Y del Tercer Reich. Hubo dos testigos que también estaban celebrando el último trámite burocrático de sus vidas, aunque tal vez todavía no lo supieran: Martin Bormann y Joseph Goebbels. La ceremonia la realizó un juez de paz que fue arrastrado, con un hálito final de autoridad por algún súbdito del Führer. Los contrayentes se movían con lentitud. El funcionario trató de no mirar a los ojos a Hitler: si ese hombre todavía albergaba dudas de la derrota alemana, ese breve encuentro se las despejó. Eva Braun fue la única que habló con él, la que sostuvo las formalidades. Al momento de firmar el acta ella tuvo un breve lapsus, se dejó llevar por la costumbre. Escribió Eva e inició una pomposa B mayúscula que rápidamente tachó para consignar su nuevo apellido de casada. Fue el único papel que firmó como Eva Hitler.
Después vino “la fiesta”. No hubo orquesta: la música de fondo eran los cañonazos del Ejército Rojo que cada vez se acercaba más a la Cancillería y el crujir de los escombros de los edificios cayendo contra el suelo. Sí hubo invitados (los que quedaban en el búnker) y champagne, la bebida favorita de Eva Braun. También alguien repartió unos bocaditos y algunos bombones. Sobre el final sonaron, también, algunos discos gastados con canciones de la década del treinta. Eva hasta sacó a bailar a los invitados pero no a su marido. Cada uno de los invitados llevaba en sus bolsillo una píldora de veneno para suicidarse.
Hacía unos días, el mismo Hitler había pasado por los escritorios y oficinas de cada uno para entregarle su dosis y conminarlo a suicidarse si el lugar era tomado por los soviéticos.
La decisión de casarse había sido tomada ese mismo día, el 28 de abril de 1945. No era algo que Eva todavía esperara. Creía que nunca sucedería. Pero Hitler al dictarle a Traudl Junge su testamento consignó pomposamente: “He decidido antes de abandonar esta órbita terrestre, convertir en mi esposa a la mujer que, después de años de fiel amistad, llegó por propia voluntad a la casi cercada ciudad para compartir su destino con el mío. La muerte nos compensará lo que mi trabajo al servicio de mi pueblo nos robó. Para evitar la deshonra de la destitución o de la rendición, mi esposa y yo elegimos la muerte...”. En este documento, Hitler decide no llamarla a Eva por su nombre: tan solo dice mi esposa.
¿Por qué Hitler decide casarse al final de su vida, cuando había decidido quitársela? Por un lado quería formalizar el vínculo, una manera de no incurrir en una relación clandestina, de emprolijar la situación para la posteridad. Un extraño y tardío apego a la legalidad. Por el otro quería reconocer la lealtad de Eva. Cundo todos lo abandonaban ella permanecía con él. Unas semanas antes alguien le había escuchado decir: “En medio de toda la traición que me rodea, sólo la desgracia y mi perro Blondi me siguen siendo fieles”.
La opinión pública alemana no conocía a Eva Braun, no sabían de la relación de Hitler con ella. Sólo se enteraron tras su muerte. El Führer había mantenido oculta la relación todos estos años, como si un líder no pudiera cruzarse con alguien del llano, o como si no debiera distraerse de los asuntos de la nación. No aparecían juntos en público. Esa norma se flexibilizó recién en 1944 Gretl Braun se casó con un militar muy cerca a Himmler, Hermann Fegelein. Así Eva concurría a los actos públicos pero como acompañante de la esposa de un general. Muchas creen que este matrimonio se arregló para permitir que Eva asistiera a los actos oficiales.
Eva Braun había elegido este final. Tuvo varias veces la oportunidad de intentar escapar pero ella quiso permanecer al lado de Hitler. Fueron muchos los que le aconsejaron que se fuera lejos, que escapara de una muerte segura. Ella sabía que había descendido al búnker para morir.
Era una sensación que conocía. Ya había estado en ese lugar. Dos veces había intentado suicidarse. La primera fue en 1932. Se disparó en su pecho con una pistola de su padre: lo hizo para llamar la atención de Hitler. La segunda, con una sobredosis de barbitúricos, fue tres años después. Tiempo después, Hitler le puso a su nombre un departamento en Munich.
Acompañar a Hitler hasta la muerte en el búnker, tampoco fue una decisión que debió tomar de un momento a otro, fruto de un impulso. A fines de 1944, estando en Munich, Eva redactó su testamento. Algunas propiedades, joyas y pinturas que repartía entre su familia y amigas. Un patrimonio abundante para una mujer de 33 años que trabajaba como asistente de un estudio fotográfico. Algunos historiadores consideran que ese testamento es una prueba cabal de que, ante el colapso inminente, ella había decidido seguir con Hitler hasta el final.
Cuando todos se escapaban del búnker y de Berlín, ella regresó a instalarse y a esperar el final. La mañana del 22 de abril, el ministro Joachim von Ribbentrop ingresó caminando con decisión y todos pensaban que se dirigía a hablar con el Führer. Pero en realidad quería hacerlo con Eva. La conversación la consignó Traudl Junge, secretaria de Hitler y testigo del momento. Ribbentrop hizo el mayor de los esfuerzos para lograr que Eva convenciera a Hitler que debían abandonar Berlín. “No voy a decirle al Führer ni una palabra de su propuesta. Tiene que decidir él solo. Si le parece bien quedarse en Berlín, me quedó con él. Si se va, yo me voy”, respondió ella.
Ese día pareció que se había terminado todo. Hitler estaba vencido interiormente. Colapsó. Tuvo un ataque de furia más intenso que los habituales. Al terminar se sentó y encogido, con la mirada puesta en sus zapatos, dijo: “La guerra está perdida”. Ese día, según cuenta Heike Görtemaker en Eva Braun. Una vida con Hitler, Eva escribió una carta a una amiga. Era una despedida, hablaba de decisión inminente, daba por sentado que esa misma jornada la pareja se suicidaría. “Estas serán mis últimas líneas y mi última señal de vida. Muero como he vivido. No me resulta difícil”. Pero Hitler en otro de sus picos maníacos elucubró un plan que sólo él vio con posibilidades, una defensa imposible que posibilitaría el resurgimiento alemán.
Sólo ganó un poco de tiempo. Lo que había dicho al desmoronarse en su sillón había sido fruto de un breve, y a esa altura muy ocasional, ataque de lucidez.
El Hitler del búnker es, probablemente, el más auténtico. O al menos el que mejor grafica su personalidad. Ya no hay metáfora en él: el aislamiento era total, su desconexión con el mundo absoluta. Mientras ahí dentro movía tropas que ya no tenía, diseñaba batallas en las que estaba derrotado antes de empezar e imaginaba posiciones en territorios perdidos hace tiempo, afuera, diez metros más arriba de dónde él se refugiaba, Alemania sucumbía.
“Todo está allí otra vez, condensado y acrecentado: su odio al mundo, la rígida permanencia en esquemas mentales adquiridos en época temprana, la tendencia a no pensar las cosas hasta sus últimas consecuencias, lo que contribuyó a que fuera de éxito en éxito tanto tiempo, antes de que todo terminara. Pero todavía era posible organizar, y tal vez de modo más grandioso que nunca, uno de esos magnos espectáculos que le apasionaron durante toda su vida”, escribió Joachim Fest, el autor del libro en el que se basó la película La Caída.
Aunque eso también ilusionó a Eva que al día siguiente, el 23 de abril, le escribió a su hermana Gretl: “Hoy vemos el futuro más claro que ayer. Todavía hay esperanza. Pero también es obvio que no nos van a atrapar vivos”. En esa carta también le pedía que quemara todos sus papeles. Eva a pesar de su serenidad exterior, de su supuesta liviandad, vivía en la misma atmósfera de locura que su pareja. Ella no podía entender cómo alguien podía abandonar a Hitler. Estaba convencida de que se trataba de traidores y así se lo comunicaba a él. Esa misma noche, Albert Speer pasó por última vez por el bunker. Según consigna en sus memorias, Eva Braun le dijo que valoraba ese gesto, que Hitler había creído que también él era un traidor pero que esa visita lo desmentía.
Tal fue el nivel de locura y de persecución con los que huían o se resignaban a que habían sido derrotados que el mismo día en que se casaron, Hitler mandó a detener y fusilar a Hermann Fegelein, el esposo de Gretl, su nuevo cuñado. Fegelein había regresado a Berlín para tratar de llevarse con él a Eva. La llamó y le dijo que la guerra estaba perdida, que ya nada se podía hacer salvo escapar, que no atara su destino al de Hitler. Es probable que Eva le haya contado la situación a su flamante esposo y hasta que la decisión fuera conjunta. Poco les importó que Gretl, la hermana de Eva, estuviera embarazada de 8 meses. El bebé nació el 5 de mayo, una semana después del fusilamiento de su padre.
Los últimos días de Hitler fueron intensos. Y devastadores. Habituado a dominar vastos territorios, hacía meses que estaba recluido en su bunker. Durante sus diez días finales de vida la paranoia (en este caso más que justificada: estaba rodeado) y la desesperación lo habían convertido en un amasijo incoherente, temblequeante e inestable. En ese tiempo cumplió años, contrajo matrimonio, se peleó con sus colaboradores más cercanos, creyó percibir mil traiciones, dictó sentencias de muerte, desconfió de todo el mundo y , si eso fuera posible, extremó aún más su carácter maníaco. Pero principalmente, por primera vez, se dio cuenta de que había perdido la guerra. Que ya no le quedaba salida. El suicidio era una presencia física. La mayoría de los que estaban ahí dentro sólo esperaban la muerte. La secretaria de Hitler, Traudl Junge describió el clima durante esos últimos días: “Ya no éramos capaces de tener sentimientos normales, sólo pensábamos en la muerte. Cuándo morirían Hitler y Eva, cuándo morirían, cuándo serían asesinados los seis niños que vivían con nosotros y, naturalmente, cuándo y cómo moriríamos nosotros”.
Mediodía del 30 de abril de 1945. Magda Goebbels, esposa del criminal nazi Joseph Goebbels, se cruzó en un pasillo con Hitler; lo detuvo y le rogó que no se precipitara, que reviera su decisión. Hitler la miró con los ojos vacíos y siguió su camino. Almorzó con su esposa Eva Braun y sus secretarias. Algo frugal: pastas sin acompañamiento. Nadie habló, nadie levantó la cabeza del plato, casi nadie probó bocado. El silencio hacía que las bombas que explotaban en la superficie se escucharan con mayor nitidez. Era el primer almuerzo que Hitler y Eva tenían como matrimonio. El festejo fue un escueto y desanimado desayuno de bodas.
Cuando Hitler se cansó de mirar su plato y de enrollar y desenrollar los fideos le pidió a su médico que se acercase. Con voz queda, posiblemente el tono más tenue y monocorde que el doctor le haya escuchado alguna vez en su vida, le pidió que le proporcionara una pastilla de cianuro a su perro. Quería testear la eficacia del producto antes de usarlo. Blondi, un alsaciano, murió en pocos segundos. Satisfecho, Hitler se retiró junto a Eva a su cuarto.
Ya en su habitación le extendió la pastilla a Eva que con sumisión se la puso de inmediato en la boca. Hacía 40 horas que se había casado.
Él ingirió la suya y apoyó la pistola sobre su sien.
Los que estaban afuera escucharon el ruido seco y apagado. Esperaron unos 15 minutos. Pasado ese tiempo ingresaron a la habitación dos asistentes, Otto Günsche y Heinz Linge. “Cuando abrí la puerta me encontré con una escena que nunca olvidaré: a la izquierda del sillón estaba Hitler, doblado sobre sí mismo y muerto. A su lado, Eva Braun, también sin vida. Hitler tenía en la sien derecha una herida del tamaño de una moneda. Por su mejilla caían dos hilos de sangre. En la alfombra había un charco de sangre”, contó Heinz Linge.
Al día siguiente, el 1 de mayo de 1945, apareció la voz de Karl Donitz, comandante del norte alemán. Grave, se notaba la tristeza y la preocupación en cada sílaba pronunciada. Las certezas del pasado se habían desvanecido. “Hombres y mujeres alemanas, soldados de nuestras fuerzas armadas: Nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído”.
Y no dio demasiadas precisiones más sobre las circunstancias de la muerte. De su esposa, de Eva Braun no dijo una palabra.
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