Alfred B. Dougall, Teniente del Segundo Regimiento a Caballos del Rey de Inglaterra, se encontraba en el fondo de su trinchera, bajo la noche estrellada, las bengalas lanzadas al cielo iluminaban la tierra de nadie para descubrir a las tropas zapadoras cortando las alambradas de púa, pues en el amanecer durante los avances la infantería necesitaría de esos senderos abiertos. Un compañero suyo gritó en español hacia las trincheras alemanas:
-¿Cuándo va a terminar esta maldita guerra?
Del otro lado el alemán en el mismo idioma contestó:
-¡Cuando lleguemos a Londres la puta que te pario!
Francia le había declarado la guerra al Imperio Alemania el 28 de julio de 1914. El mundo había ingresado en la mayor carnicería humana y animal del siglo XX con diez millones de muertos, veinte millones de soldados heridos y siete millones de civiles muertos. Argentina se mantenía al sur y al margen, pero varios ciudadanos argentinos participarían del primer gran conflicto bélico del siglo. Dougall, uno de ellos.
El insulto familiar lo sorprendió bajo la helada lluvia que lo congelaba hasta la médula, sus botas yacían enterradas hasta los tobillos, en esos días celebró su milagro más grande, estar vivo con 28 años de edad en una trinchera a doscientos metros de la línea enemiga con balas silbando apenas unos centímetros por encima de su cabeza y los proyectiles de artillería propios volando en las alturas escupiendo su fuego y trayendo su silbido de muerte.
Esos proyectiles llamados bombas de alto impacto generaban soplidos violentos, Dougall temió de ellos al creer que ese soplido podría arrancarle el cuero cabelludo. Sobrevivió dirigiendo a su tropa, exponiéndose en los avances, las balas picaron cientos de veces alrededor suyo sin tocarlo hasta que la muerte disgustada se esforzó en llevárselo.
Durante un duelo de artillería, Dougall observó en su puesto como los proyectiles de las baterías pesadas caían sobre el enemigo, sus ojos jamás pudieron olvidar esa masacre. Las barricadas y trozos de trinchera se elevaban en el aire mezclado con barro y cuerpos humanos que salían despedidos a centenares de metros. Hacia el final del bombardeo Dougall escuchó un ruido en el cielo, parecía un tren a toda velocidad, supo que era un proyectil de alto poder, quiso cubrirse pero el proyectil llegó antes. Una explosión indescriptible lo noqueo, el impacto fue terrorífico, Alfred Dougall alcanzó a pensar que el proyectil le había arrancado la cabeza, el rifle voló de sus manos, pensó en que ese era el final y luego perdió el conocimiento. Escuchó voces en la lejanía, descubrió que era su tropa desenterrándolo, poco después emergía y su instinto le dijo que debía agradecer a Dios. Escapar de algo así era obra de un milagro. Dougall siguió siendo cuidado por una fuerza desconocida, en su regimiento, él era uno de los pocos sobrevivientes originales tras cuatro años de carnicería.
En el último año de la guerra, un piloto de combate oraba a bordo de su pequeño avión a la Virgen María cuando su muerte parecía inevitable. “¡Virgencita ayúdame! que mi muerte sea rápida”, exclamó para sí mismo en la pequeña cabina de su avión Luis Eduardo Capparucci. Ese 30 de octubre el escuadrón 78 de caza fue llamado para realizar un vuelo ofensivo sobre la llanura de San Fior en poder de los austriacos, Capparucci, nacido el 13 de marzo de 1895 en Rafaela, Santa fe, Argentina fue uno de los pilotos elegidos para la misión.
Cuando los pequeños biplanos Hanriot de color metalizado con unas espadas azules pintadas en su fuselaje arribaron al área fueron presa del fuego antiaéreo austriaco. Capparucci fue sorprendido por una explosión que lo sacudió en forma violenta dentro de su cabina. De Inmediato, el motor comenzó a ratear lanzando una columna de humo viscoso por el cielo escribiendo su destino final. Capparucci supo que los austriacos le habían dado, su avión sería presa de las llamas y su destino era uno solo, morir carbonizado en la cabina, pues ellos no utilizaban paracaídas, solo un milagro lo traería de vuelta a casa.
Oreste Codeghini, otro de los pilotos que volaba al lado suyo observo la escena tras sus enormes antiparras sin llamarle la atención, la muerte reclamaba todo el tiempo y parecía que el ticket de ese día era de Capparucci, su turno había llegado. El santafesino comenzó a retrasarse, el motor lanzó su último estertor de vida con una corta explosión y se detuvo la hélice.
En tierra los austriacos festejaban el fin de ese avión italiano y trataban de derribar al de Codeghini, las tropas abrieron fuego sobre ellos para rematarlos con fusiles, ametralladoras y cañones mientras volaban a 100 metros de altura. El humo comenzó a entrometerse dentro de la cabina del piloto santafesino, el fuego aparecería en segundos.
Por suerte el suelo se acercaba, observó delante suyo unas tierras aptas para aterrizar descubriendo que era el campo de San Fior abandonado por la aviación austriaca. Le hizo señas a Codeghini que trataría de aterrizar. Su compañero ganó altura, exponiéndose a las descargas letales de plomo lanzadas contra él para atraer el fuego sobre sí mismo mientras el santafesino se lanzaba sobre la pista y aterrizaba detrás de un bosque en el perímetro del campo aéreo. Capparucci se deslizó sobre las flores y tocó sobre esa pampa verde como una abeja lo hace en una flor. Luego se desató el correaje de seguridad, saltó de la cabina y se alejó del avión a la carrera. La Virgen parecía haberlo acompañado en este difícil trance que duró segundos. Sin embargo esto apenas comenzaba. Escuchó el motor del otro avión, giró su cuello buscando a su amigo y observo a Codeghini aproximándose para aterrizar.
Capparucci se detuvo observando la postal, unos disparos rebotaron cerca suyo, era la infantería austríaca que no contenta con haberlo derribado buscaba darle muerte. Correr y correr fue su única opción mientras Codeghini aterrizaba con su motor en marcha. La pregunta era cómo saldría de allí, en la cabina no existía lugar para dos, apenas entraba un solo hombre de contextura menuda. El piloto argentino, saltó sobre el fuselaje del avión, detrás de la cabina de Codeghini y como si estuviera cabalgando sobre un caballo presionó sus botas contra la tela del fuselaje y aferró sus manos a dos parantes que sostenían las alas superiores, sin casco, sin paracaídas, sentado fuera del avión, esperando no recibir un tiro enemigo y confiando en que la Virgen no lo abandonara Capparucci vio alejarse el piso cuando su compañero levanto vuelo. Minutos más tarde Codeghini llegaba a la base y enfrentaba un problema, el aterrizaje tendría que ser suave, evitando que su camarada cayera. Quienes se encontraban en tierra observaron el milagro, una persona abrazada al avión fuera de este. La noticia de este hecho cundió por toda la base extendiéndose a toda la Fuerza Aérea Italiana. Se les tomó una fotografía de recuerdo a Codeghini y Capparucci en la forma que volvieron para recuerdo y registro de este hecho sin precedentes en la guerra.
Alfred Dougall tuvo un solo deseo al finalizar la guerra, olvidar el día en que estaban preparados para ocupar posiciones enemigas desde un sector desfavorable y sabían que sus horas de vida estaban contadas. Sin embargo, la orden jamás llegó. Aunque dejó una marca dolorosa en su vida.
En julio de 1948 escribió una carta desde El Palacio de Tribunales en Buenos Aires y decía así: “Estoy solo, las sucias paredes de la celda parecen avanzar lentamente hacia mí, magnificando mi opresiva y humillante soledad. La manta sobre el improvisado catre está infestada de piojos, lo que me obliga a buscar descanso en el frío piso de cemento alisado. Tomo mi cabeza con las manos, mis codos encuentran apoyo en las rodillas. ¿Qué hago acá? Encarcelado por el gobierno argentino del presidente Perón, este país al que le he dado todo, las imágenes vuelven a mí como fantasmas, otro calabozo en Inglaterra durante la primera guerra, encerrado allí por increpar a un suboficial inglés, esos eran gajes de oficio, pero lo de ahora es una persecución política. Anti-argentino, es el mote que me han colocado, porque así funciona este régimen, el aparato estatal apela a los mecanismos siniestros de propaganda para intentar destruir mi virtud, ser opositor a este gobierno. Soy argentino, nacido en el Tigre, clase 87 distrito militar 68, voluntario de la Primera Guerra Mundial. Mi esposa es argentina nacida en San Fernando, mis hijos son argentinos y mi padre es un escocés naturalizado que fue oficial de la Armada Argentina, valiente integrante de la Campaña del Chaco en 1884. ¿Anti argentino? Estoy acá porque soy el último broadcaster libre e independiente que no entregó su alma ni su programación al régimen. Radio Excelsior es una obra cultural y artística. La cabeza se me parte al medio, entre el hambre, el frió y la rabia, no consigo dormir. Cierro mis ojos a ver si con la intimidad de la oscuridad consigo un poco de paz”.
Tal como lo recuerda su nieto Paul Dougall en la biografía que le dedicó -Alfred B. Dougall. El último broadcaster-, este veterano de la Primera Guerra creó la era dorada de la radio en la década de los años 30 y 40 junto a Jaime Yankelevich, Benjamin Gache y los hermanos Del Ponte. Fue quien hizo famosa a Doña Petrona C. de Gandulfo a través de la radio. Su radio, su creación Radio Excelsior fue la última estación de radio en ser expropiada por el régimen peronista en agosto de 1949. Alfred Dougall fue liberado, no volvió jamás a los medios, murió como una persona anónima en su querida Buenos Aires.
Eduardo Capparucci sobrevivió a la contienda y se convirtió en devoto de la Virgen de Loreto, Patrona de los aviadores. El 5 de septiembre de 1922 se convirtió en el primer aviador en aterrizar en el nuevo aeropuerto de Loreto.
Volvió a su Argentina natal luego de la guerra, pero su estadía duró poco. Un llamado desde el aeródromo de Loreto que considero impostergable lo obligó a volver y pronto se convirtió en su piloto instructor. Capparucci fue galardonado con la medalla conmemorativa de la guerra de 1915-1918 y cuatro campañas, medalla Aeronáutica Militar, Cruz de Oro de servicio, Caballero de la Orden de la Corona de Italia y Caballero de Vittorio Veneto así como la Medalla de Plata por consagrar con valor sus dotes de soldado y piloto, audaz y valiente en la primera Guerra Mundial.
Capparucci fue nombrado Instructor Profesional de Pilotaje, realizó esta actividad hasta 1939 y luego comenzó a trabajar en la fábrica italiana de aviación FIAT. Ascendió a Teniente y fue asignado como instructor de vuelo en Perugia en aviones Caproni 100. Quedó el aeropuerto de Perugia desarrollando diferentes tareas hasta el 8 de septiembre de 1943 cuando llegó el armisticio a la zona. Así concluyó la vida aventurera de Capparucci con la aviación.
En 1955 fue nombrado capitán en la reserva y en 1972 ascendido a Mayor título de honor. Pasó el resto de su vida en la familia en Montecassiano y luego a Ancona donde dejó este mundo en 1980.
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