En su ensayo Mujeres y sexo en la antigua Roma (Tallandier 2013), Virginie Girod, doctora en Historia Antigua, nos ofrece un panorama vivo de la sexualidad femenina en la época romana. La obra es valiosa en tanto que la sexualidad de la época ha invadido nuestra imaginación, al menos desde el siglo XIX, a través de la pintura, luego en el cine y, aún hoy, en el cómic y la televisión.
El Imperio Romano se asocia a menudo con imágenes excitantes y orgiásticas; pero ¿qué hay de realidad en esta imagen? Virginie Girod intenta responder a esta cuestión, sin denigrar las fantasías que, desde la Antigüedad, cristalizaron sobre la sexualidad femenina. La investigación se desarrolla en dos frentes que constituyen dos caras del mismo tema: la historiadora cuestiona la realidad cotidiana de la mujer, guiándonos hacia su intimidad; y también nos muestra cómo los autores romanos, todos hombres, construyeron, a través de sus obras, una imagen concreta de la feminidad que es la que corresponde a sus deseos.
El trabajo está ampliamente documentado. Virginie Girod explota todas las fuentes disponibles: literatura, objetos cotidianos y obras de arte. El conjunto está escrito de forma muy agradable y muy fácil de leer. Se trata de un amplio fresco compuesto por tres grandes pinturas: “La moral sexual femenina”, que retrata a las míticas mujeres romanas; “El cuerpo femenino y la sexualidad”, que confronta las prácticas sexuales sin tabúes; “La madre y la puta”, que distingue las dos principales categorías de mujeres en la sociedad patriarcal romana.
¿Eran los romanos maníacos sexuales?
Esto es lo que podemos pensar cuando contemplamos con nuestros clichés contemporáneos las numerosas pinturas eróticas descubiertas en Pompeya. Durante mucho tiempo, estas obras, al igual que otros objetos considerados licenciosos, se mantuvieron al abrigo de un gabinete particular del Museo de Nápoles, cuya entrada estaba prohibida a mujeres y niños.
Pero esta pornografía antigua no era percibida como obscena: “La obscenidad, en forma de imágenes o palabras, podía tener significados muy diferentes en la antigüedad; lo que hoy se percibe como obsceno podría tener un valor profiláctico o catártico”, escribe la historiadora. De hecho, la obscenidad no existe en sí misma: es ante todo una mirada, una representación social. Por ejemplo, Les Fleurs du Mal, de Baudelaire, fue considerada impúdica cuando se publicó, antes de convertirse en una obra maestra de la literatura francesa. A juzgar por las numerosas pinturas encontradas en Pompeya, uno podría pensar ingenuamente que la ciudad era sólo un vasto burdel. Había, por supuesto, un lupanar decorado con pinturas pornográficas; pero muchas casas, más o menos ricas, también exhibían pinturas lascivas a la vista de todos sus habitantes y sus invitados. No había ningún gabinete secreto en los hogares pompeyanos. Fueron los escritores cristianos, como Tertuliano, quienes perturbaron la visión del erotismo, transformando la celebración de la vida en una ofensa indecente. “Bajo la presión del cristianismo, el cuerpo erótico estaría cada vez más escondido y denigrado”.
Castidad, fidelidad y fertilidad
La sociedad romana era fundamentalmente desigual. Hoy en día, las leyes son las mismas para todos. En Roma, todo dependía de la condición jurídica de cada individuo: los derechos, los deberes y el comportamiento diferían radicalmente según se tratara de la esposa de un ciudadano o de un esclavo. Entre estos dos polos gravitaban todavía otros más ambiguos, como el de los liberados, es decir, los esclavos a los que se les había devuelto la libertad, pero que, sin embargo, permanecían sujetos a sus antiguos amos.
Las mujeres casadas, llamadas matronas, debían poseer tres cualidades esenciales, dice Virginie Girod: castidad, fidelidad y fertilidad. No se trataba en absoluto de abstinencia sexual; pero la esposa, una mujer de su casa, tenía que dedicarse exclusivamente a su marido. Cuando salía a la calle, se cubría con ropa holgada que ocultaba sus formas para expresar su indisponibilidad sexual. La fertilidad era vista como la más alta calidad física de las matronas; los romanos admiraban totalmente a las que habían dado a luz más de diez o doce veces.
Por el contrario, las prostitutas manejaban la sexualidad recreativa y no reproductiva y eran vistas como objetos sexuales. Ellas recurrían a variados accesorios para aumentar su atractivo erótico; la desnudez completa no parece que excitara mucho a los romanos, que preferían los cuerpos femeninos adornados con joyas o rodeados de cadenas de oro a veces de varios metros de largo. También gustaba a los romanos practicar sexo con mujeres vestidas sólo con sujetador, probablemente para ocultar pechos caídos o demasiado grandes, en una época en la que los hombres apreciaban los pequeños senos erguidos. Según otra teoría, el trozo de tela también podría excitar a la pareja masculina al sugerir una promesa de desnudez: el sostén constituía así una especie de “última muralla”, según la historiadora.
Adoración por los besos
Los romanos, como los griegos, distinguían dos tipos de parejas eróticas: el hombre dominante que penetra sexualmente y la persona dominada que es penetrada, ya sea una mujer o un hombre joven. Pero, contrariamente a lo que a veces se ha escrito, no era una oposición entre actividad y pasividad. El dominante puede ser pasivo y el dominado activo, como la mujer que monta a su amante en una posición llamada “caballo erótico”. Está claro que la jinete, aunque se la consideraba dominada, estaba lejos de permanecer inactiva durante la monta.
Virginie Girod dedica un capítulo muy detallado a las prácticas sexuales que aborda sin falso pudor. Ahí nos enteramos de que los romanos adoraban los besos, más o menos tiernos. Era frecuente besar en la boca a las prostitutas dentro de los juegos preliminares.
Las penetración sexual vaginal era sobre todo un asunto propio de la sexualidad de la pareja, con el propósito principal de la procreación. Pero las prostitutas también ofrecían sus vaginas a sus clientes, a riesgo de encontrarse temporalmente indisponibles cuando quedaban embarazadas. La sodomía y el sexo oral eran una forma de evitar estas consecuencias.
“Una esposa legítima nacida libre no tenía que practicar sexo oral. Esta tarea estaba reservada para prostitutas y esclavos de ambos sexos. Tanto el fellator como la fellatrix eran socialmente despreciados; por eso estos dos términos fueron usados como insultos” escribe Virginie Girod, que cita pintadas sorprendentes encontradas en Pompeya, tales como “Secundilla la felatriz”. Un equivalente de lo que todavía se puede leer hoy en día en los baños públicos. O aún más sorprendente: “Sabina, tú chupas, pero no lo haces bien”.
“Beso vaginal”, insulto supremo
Pero si la felación es vista como degradante, el cunnilingus es considerado aún peor: la persona que lo practica se encuentra en la postura de un perro. Uno de los peores insultos que se podían oír en Roma era “besos vaginales”.
El poeta latino Marcial (Epigramas IX), se compadeció de un sirviente obligado a lamer a su jefa y vomitaba todas las mañanas. Algunas mujeres romanas ricas también tenían juguetes sexuales vivos: se compraban hermosas esclavas para disfrutar del placer sexual sin arriesgarse a quedar embarazadas, como nos cuenta Juvenal (Sátiras VI).
El inmenso mérito del libro de Virginie Girod es sacar a la luz, en un estilo sencillo y agradable de leer, una historia de la Roma íntima y privada generalmente desconocida. Lectores púdicos, abstenerse.
Christian-Georges Schwentzel es profesor de Historia Antigua de la Université de Lorraine.
Publicado originalmente por The Conversation.