"Mientras existiese en España un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra debía mandar a las Américas; y mientras existiese un solo español en las Américas, ese español debía mandar a los americanos, pudiendo sólo venir al mando a los hijos del país, cuando ya no hubiese un sólo español en él". Los criollos se miraron asombrados por la arrogancia y provocación del obispo de Buenos Aires, Benito de Lué y Riega, español peninsular y absolutista extremo, que les soltó esta declaración en la cara.
Sus palabras, que cayeron como una masa y conmovieron el recinto sorprendieron, no tanto por contener una verdad revelada -la tajante diferenciación que los peninsulares se regodeaban en marcar respecto a los criollos- sino por la innecesaria incitación que condicionaba el tratamiento de un debate tan importante como era la continuidad de la máxima autoridad Real en el Río de la Plata.
La discusión del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 pasó a ser, a partir de aquella apertura, una sesión acalorada donde no faltaron los insultos, los gritos amenazadores y los amagues de intervención armada.
En esta dialéctica de la diferenciación, que llevaba la revolución al terreno del lenguaje, las palabras del obispo retumbaron en las cabezas de los patriotas y encendieron el odio. Es que subyacente a las discrepancias sobre la continuidad del virrey Cisneros estaba en juego algo más profundo: el reemplazo de una clase dirigente peninsular por otra de origen criollo. Era entonces la gran oportunidad de parte de los nacidos en América para resolver un conflicto de siglos, determinado por el desplazamiento de los hijos de la tierra por unos pocos dirigentes peninsulares, los que, después de una breve y económicamente fructífera residencia en estos territorios partían a otros destinos convencidos de la concepción general de la época, sintetizada en el pensamiento del padre Benito Feijóo de que el español degeneraba en América. Esta distinción por el origen entre blancos peninsulares y criollos, particular aspecto en un Río de la Plata donde prácticamente no existían títulos de nobleza, se manifestaba en la humillación hacia los americanos, los que eran descalificados en sus personas y acciones con inédita jactancia y desprecio.
"Criaturas destinadas a vagar entre las sombras y el abatimiento", opinaba sobre la naturaleza y el destino de los criollos, el virrey del Perú, José de Abascal. O, en oportunidad de proponer el virrey Juan José de Vértiz, de origen americano, la creación de la Universidad de Buenos Aires en el siglo XVIII, su sucesor en el cargo, Nicolás del Campo, marqués de Loreto, peninsular, archivó las gestiones sosteniendo que "es malo elevar la educación de los criollos, movedizos y mal predispuestos para la sumisión".
Frente a ello, y luego del reemplazo del virrey por una Junta criolla en 1810, dirá Moreno: "El gran escollo que no ha podido vencer la resignación de los españoles es que los hijos del país entren al gobierno superior de estas provincias; sorprendidos de una novedad tan extraña, creen trastornada la naturaleza misma y empeñándose en sostener nuestro abatimiento antiguo como un deber de nuestra condición, provocan la guerra y el exterminio contra unos hombres que han querido aspirar al mando contra las leyes naturales que los condenaban a una perpetua obediencia".
Pero en muchos casos, de las palabras se pasó a la acción y ésta se asumió como una política necesaria para proteger los ideales revolucionarios.
En marzo de 1812, a dos años de aquellos acontecimientos pero todavía en plena agitación revolucionaria, el obispo Lué apareció muerto en una quinta de San Fernando luego de un banquete al que fue invitado. A partir de su repentina desaparición se abrió la hipótesis de que habría sido envenenado.
No es tan descabellado pensar en la posibilidad de un asesinato, aunque es mucho más difícil demostrarlo y que esta afirmación no esté más que basada en rumores de la época. Y aunque el sacerdote e historiador Américo Tonda entendiera en su investigación que la muerte del prelado fue por causas naturales a raíz de la gran comilona que había tenido lugar aquella noche, inconsistente conclusión basada en el hallazgo de un extenso menú de la cena, las dudas sobreabundan.
Se habló en aquella época de una dosis mortal proporcionada por su asistente, el canónigo Fernández, según la afirmación del historiador Demarchi, desnudando la existencia de un conflicto interno en el seno de la Iglesia. Es que aquella institución no fue para nada ajena a la revolución al producirse también una ruptura entre los clérigos americanos, en su mayoría sacerdotes e integrantes del bajo clero y dignidades eclesiásticas superiores, fundamentalmente peninsulares y defensoras del absolutismo monárquico. A partir de mayo de 1810, a la par del nacimiento del germen de una futura nación, surgió una iglesia nacional, independiente de las autoridades de España y de Roma, relaciones que se regularizaron con el paso de las décadas.
Otra de las versiones involucra al gobierno revolucionario y apunta al triunviro Manuel de Sarratea, al comprobarse la participación del Obispo en más de un complot contra las nuevas autoridades. Por esta circunstancia ya estaba en la mira en 1810 luego de la instalación de la Junta y sin duda con el recuerdo de su alocución capitular. Confinado casi permanentemente en la Catedral por disposición del gobierno, estatus que lo convertía virtualmente en un prisionero, impedido de oficiar misa y de recorrer la diócesis, repudiado por los curas seculares que boicoteaban sus oficios religiosos, se lo vinculó con el intento contrarrevolucionario de Martín de Alzaga que tuvo lugar poco después en aquel 1812 y que culminó con la condena a muerte de casi todos los complotados, entre los cuales había varios religiosos. Éstos fueron ahorcados o fusilados en la actual Plaza de Mayo, incluido el prior betlemita fray José de las Ánimas, muy cercano a Lué, a cuyo cadáver los sacerdotes dominicos le destrozaron el rostro.
Algunos documentos emanados de las autoridades revolucionarias parecen avalar la posibilidad de que se haya querido silenciar a Lué. Pero fusilar a un Obispo no era un paso sencillo de dar, ni aún para el más intransigente de los revolucionarios.
De hecho, en el momento de la ejecución, ni más ni menos, que del antiguo héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers, y del gobernador intendente de Córdoba, Juan Gutiérrez de la Concha, por ser los cabecillas de la contrarrevolución, le fue perdonada la vida al obispo de aquella jurisdicción, Antonio de Orellana, graciado por la Primera Junta, aunque la decisión fue cuestionada por Alberti, sacerdote y vocal del órgano colegiado.
Moreno había ordenado también aplicar la máxima pena al canónigo Terrazas, secretario del Arzobispado y su mentor en la Universidad de Chuquisaca, acusado de participar en la resistencia realista en el Alto Perú.
Todo este modus operandi parece concluir en que la presencia de una persona tan influyente como el Obispo y sus continuas actividades conspirativas pudo haber sido la causa por la que se decidiera su muerte. Benito de Lué y Riega pagó acaso por haber pasado de las palabras, ásperas y provocadoras, a la acción deliberada, inaceptable en la mente de los criollos revolucionarios para los cuales el proceso iniciado en 1810 era sagrado e irreversible.
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