Una tarde de un sábado cualquiera de mediados de los cincuenta en una sala de cine de un suburbio. Tal vez era una función en continuado o un doble programa. Tres adolescentes disfrutaban de la película con sus vestidos impecables cuando un pequeño objeto golpeó la cabeza de una de ellas. Una típica broma de esos tiempos, una manera (prepotente, poco elegante) que tenían los varones de llamar la atención de las chicas que les gustaban.
La lluvia de maní con chocolate siguió cayendo sobre las tres chicas hasta el final de la función mientras se escuchaban algunas risas tenues.
A la salida se dio la presentación, los chicos se acercaron. Quedaron en verse: confiaban en volver a cruzarse algún otro sábado en ese cine u otro de los tantos que había en el barrio (en todos los barrios había muchos salas).
Pero esa noche, en una fiesta en un club, uno de los chicos, Nick, reconoció a una de las quinceañeras del cine sentada, esperando para ser sacada a bailar. Un leve cabezazo, sonrisas y una pieza.
Se presentaron, se dijeron sus nombres y edades. Él tenía veinte años, era cinco años más grande que ella. Los dos, descubrieron pos sus apellidos, eran descendientes de alemanes que habían emigrado a Argentina.
Esa noche comenzó un romance. Y esa noche también comenzó el final de uno de los nazis más buscados.
Sylvia Hermann, además de cursar la escuela secundaria, atendía a su padre. Lothar Hermann tenía 55 años pero parecía de mucho más (otro signo de esos tiempos). Un deterioro en la visión que lo hacía padecer de una ceguera casi total ayudaba a esa situación.
Un ojo lo había perdido en 1936 en el campo de concentración de Dachau. Con contactos con el partido comunista, férreo opositor de Hitler, fue ingresado en Dachau bajo la sospecha de espionaje. Apenas comenzada la Segunda Guerra Mundial, Lothar pudo escapar y con toda su familia, luego de una larga travesía, se radicó en Olivos, Provincia de Buenos Aires. Allí había una importante colonia alemana.
Por eso ni Sylvia ni Nick se sorprendieron en ese baile al descubrir la coincidencia. Era algo bastante habitual en esa zona.
La relación progresaba. Pasados unos meses, Nick fue a merendar a la casa de Sylvia. Allí conoció a Lothar. No tuvo ningún inconveniente en presentarse como Nicholas Eichmann. Hablaron de diversos temas. Al entrar en confianza Nick emitió varios comentarios antisemitas, hasta deslizó que era una verdadera lástima que los nazis no hubieran terminado su tarea.
Lothar no le aclaró de la ascendencia judía de su familia, ni de su cautiverio ni que seis de sus hermanos fueron asesinados en campos de concentración.
Al terminar la tarde despidió al pretendiente de su hija con amabilidad. El romance se fue apagando, las salidas espaciándose y a eso se sumó que la familia Hermann se radicó en Coronel Suárez. Nick y Syvia intercambiaban correspondencia con alguna regularidad: un romance epistolar.
Una tarde de 1957 mientras Sylvia le leía a su padre el Argentinisches Tageblatt, el diario de la comunidad alemana, un nombre resonó como una explosión en ese living de provincia. La noticia hablaba de un juicio que se llevaba adelante en Frankfurt contra algunos criminales de guerra. Allí se subrayaba la ausencia de Adolf Eichmann de quien no se conocía el paradero.
El ciego, al escuchar el nombre, le hizo un gesto con la mano a la hija; con la palma en alto le indicó que interrumpiera la lectura. No fue necesario: la chica ya lo había hecho luego de pronunciar el apellido. Como un ramalazo, todas las situaciones extrañas que habían rodeado a Nick en los últimos meses cayeron sobre ellos. Padre e hija se interrumpían para señalar los (abundantes) indicios: la dirección de correo a la que Sylvia enviaba sus cartas era la de un amigo de su pretendiente no la de su casa, nunca habló de su padre, y hasta había dado distintas versiones de la composición de su familia: algunas veces su madre había enviudado y contraído matrimonio nuevamente en Europa, y en otras eso no había sucedido.
Lothar Hermann creyó que eran demasiados indicios, demasiadas coincidencias para que detrás de ello no hubiera nada extraño. Se convenció, gracias a iguales dosis de sentido común e intuición, que el Eichmann que mencionaba el diario, el criminal de guerra, tenía algo que ver con Nicholas.
Envío una carta a la fiscalía alemana contándole de su presunto hallazgo. Y les solicitaba mayor información de Eichmann para poder cotejarla con sus posibles pesquisas. Al arribar a Alemania, la carta pasó por varias manos, hasta que cayó en las del fiscal Bauer, el indicado.
Bauer había compartido cautiverio en Dachau con Hermann y era el fiscal que llevaba adelante con más dedicación los juicios contra los criminales nazis. Sin embargo sabía que este era un asunto en el que se debía imponer la cautela: cualquier paso en falso haría caer la investigación y alertaría a Eichmann quien pondría en marcha, una vez más, su fuga.
Bauer evitó a las autoridades alemanes y se contactó con agentes israelíes. Al mismo tiempo envió una respuesta a Hermann junto a una foto de Eichmann en su apogeo. La fotografía no tenía demasiada nitidez pero se llegaban a ver los rasgos angulosos del burócrata.
Lothar Hermann quería profundizar su investigación. Así, otra tarde de sábado, padre e hija tomaron el tren hasta Buenos Aires. De ahí Sylvia se dirigió a Olivos. El padre la esperaría en la Capital. Debía rastrear la casa de Nick (o Klauss como se lo conocería de más grande).
Sylvia paseó por las calles de Olivos durante unas horas. Recorrió los lugares en los que había estado con su pretendiente: la puerta del cine, confiterías, galerías. Hizo algunas preguntas pero no obtuvo gran cosa más allá de algún saludo de un conocido. Cuando estaba a punto de desistir se cruzó con un amigo de Nick que se mostró sorprendido de verla. Ella le dijo que había venido de visita pero que había olvidado la dirección de su chico. El amigo se la brindó sin el menor inconveniente.
Sylvia encaró con decisión. Estaba a una decena de cuadras de distancia. Esa caminata la ayudó a ordenar sus ideas. ¿Cómo debía presentarse? ¿Tenía que tocar el timbre? ¿O sólo esconderse y guarecida de la mirada ajena observar el movimiento familiar? ¿Qué preguntas debía hacer?
Al llegar a la dirección indicada notó que era una zona de casas pobres, sin mayores comodidades. Con una gran valentía y algo de la inconsciencia típica de los 17 años, Sylvia tocó el timbre en el 4261 de la calle Chacabuco.
Le abrió la puerta la madre de Nick que al saber quién era la chica la hizo pasar. Nick no se encontraba pero, afirmó la madre, no tardaría en retornar.
Las dos mujeres se sentaron en el living a conversar, a esperar a Nick. De pronto de uno de los cuartos salió un hombre de casi sesenta años, enjuto, con anteojos y paso débil.
Saludó con fría amabilidad a Sylvia que poniéndose de pie le preguntó con aire inocente: "¿Usted es el señor Eichmann?".
Un silencio incómodo ganó el living. La joven repreguntó: "¿Usted es el padre de Nick?". "Sí, yo soy el padre de Klauss", respondió con naturalidad Eichmann. Las dos mujeres siguieron la conversación un rato. Hasta que de pronto ingresó Nick al hogar. Se mostró sorprendido por la presencia de Sylvia en su casa. Le preguntó qué hacía allí, cómo había llegado a su casa, quién le había dado la dirección. No le daba tiempo a Sylvia de responder. Se lo veía molesto. Ella le explicó que había venido a visitarlo y que un amigo le había proporcionado la dirección correcta.
Unos minutos después salieron de la casa. Sylvia dijo que tenía que volver a cuidar a su padre. Nick la acompañó hasta la parada del colectivo. Ella le preguntó por el señor mayor que estaba en la casa. Nick se apresuró a decir que se trataba de su tío. "¡Qué raro! Él dijo que era tu papá", respondió Sylvia.
Nick adujo que a veces él lo llamaba así por una cuestión de respeto y de gratitud por cómo los había cuidado y acompañado. Luego se despidieron. Nunca se volvieron a ver.
Sylvia le contó detalladamente a su padre todo lo que había sucedido en esa tarde en la que ella había oficiado de detective. Le explicó que no podía asegurar que el que vio en la casa de la calle Chacabuco fuera el mismo de la foto que le enviaron desde Alemania: era muy borrosa y habían pasado demasiadas años. Pero que por la actitud de Nick y por el silencio y la mirada del hombre cuando le preguntó por su apellido, ella estaba segura que habían dado con el paradero del criminal nazi.
Hermann así se lo hizo saber a Bauer que compartió su convicción. Pero a partir de ese momento todo ocurriría con lentitud y serían pocos los que creyeran en ese señor ciego.
A instancias del fiscal Bauer, el Mossad envió un agente a Buenos Aires a seguir la pista conseguida por la osadía de esa joven de 17 años y por la pertinaz obsesión de su padre.
Pero la desilusión del agente israelí apenas ingresó al hogar de Coronel Suárez no pudo ser mayor. El denunciante era un hombre ciego. ¡Qué podía haber visto ese hombre! El peor testigo posible: uno con los sentidos alterados. Y la determinación de Hermann también le jugó en contra. El énfasis en encontrar conexión entre el vencido hombre de Olivos y Eichmann, el temible asesino nazi, hizo que el agente del Mossad rechazara in limine la denuncia.
No valía la pena perder tiempo en seguir el rastro dado por un viejo – recordemos que sólo tenía 55 años- ciego y algo loco, y su hija adolescente jugando los dos a ser detectives.
A los pocos meses Lothar Hermann sospechó que algo había sucedido. No había movimientos alrededor del tema. Así retomó sus cartas con Berlín. En esos dos años mandó veintiún misivas. En ellas aportaba más datos e insistía en que capturaran a Eichmann. En una de las últimas escribe desilusionado: "Parece que ni los alemanes ni los israelíes están interesados en apresar a Eichmann".
Al tiempo recibió la vista de otra agente secreto israelí. Él volvió a contarle todo lo que sabía pero el informe que envió el investigador a Jerusalén fue negativo.
No era posible que el temible nazi viviera en una vivienda tan pobre ni que tuviera ese aspecto vencido. Tampoco parecía verosímil que los hijos utilizaran el apellido Eichmann si en verdad se trataban de familiares directos de un genocida buscado mundialmente. El agente no tuvo en cuenta que estaba en Argentina, reino de la impunidad.
Todas estas dilaciones permitieron que Eichmann y su familia se mudaran y una vez más se le perdiera el rastro. Sin embargo el cúmulo de información que había brindado Lothar Hermann y la acción arriesgada de su hija de ingresar a sus casa y poder describir su aspecto actual, hicieron que los perseguidores, por fin, se convencieran de que Eichmann vivía en Argentina y no en Egipto como suponían hasta ese momento.
Luego llegó lo conocido. Descubrieron que trabajaba en la Mercedez Benz, que vivía en San Fernando, en una humilde casa en la calle Garibaldi. El secuestro, el traslado y el juicio en Jerusalén.
Sylvia fue a estudiar al exterior y se radicó con unos familiares en Estados Unidos. Lothar siguió viviendo en el país y reclamó a Israel el pago de la recompensa de 10 mil dólares que habían ofrecido para quien brindara datos sobre Eichmann.
El gobierno de Ben Gurión siempre negó la participación de Hermann en el tema y, por ende se negó a pagarle la recompensa. A principios de la década del 70, Hermann enfermó y su reclamo fue más enérgico todavía. Recién ahí el gobierno israelí aceptó pagarle lo debido en veinte cuotas mensuales de 500 dólares. Murió de cáncer de 1974.
Antes de ello, esta historia tiene otra vuelta de tuerca que enrarece su lectura. Unos años después de la captura de Eichmann, la policía apresó a Hermann acusándolo de ser un líder nazi. Pero no cualquiera. Se dijo que Hermann era el sádico Joseph Mengele. Por ese motivo estuvo preso casi un mes en Coronel Suárez. Luego fue liberado y desestimada la sospecha. De Sylvia poco más se supo. No regresó más al país. Nunca reclamó su parte en esta historia. Su pesquisa quedó perdida en el tiempo.
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