La figura del coronel Juan Perón había crecido no sólo por el contacto con los sindicalistas sino por el terremoto que en enero de 1944 devastó la provincia de San Juan y provocó miles de muertos y heridos. Perón organizó la ayuda social a los damnificados.
También, algo estaba cambiando en su vida personal. En un acto solidario en el Luna Park conoció a la actriz de teatro y de radio Eva Duarte, aunque luego se dijo que ya había sido vista al menos una vez en la secretaría. Fue un encuentro clave en la vida de Perón.
La continuidad de la relación fue mal vista en el mundo castrense. La mentalidad militar no estaba preparada para admitir que un oficial superior, viudo, viviese con una amante que, por ser hija ilegítima y actriz, ya era objeto de comentarios desfavorables.
Su participación en el desfile militar del 9 de julio de 1944, en la función de gala del Teatro Colón o su presencia durante las conversaciones políticas que Perón mantenía con otros oficiales en su departamento, eran señales de que la relación entre ambos se había asentado en forma rápida y comenzaba a tener carácter de Estado. Esto permitió un salto cualitativo en la carrera artística de Eva.
La incipiente popularidad de Perón no tenía correlato directo en el Ejército. Molestaba su forma de operar sobre los trabajadores y sus primeros pasos -que no ocultaba- hacia la conquista de un poder político personal.
Cada vez más gremios se acercaban a la Secretaría de Trabajo y Previsión para expresar demandas salariales o laborales, o resoluciones de conflictos, y se marchaban satisfechos. Mientras existiera la disciplina gremial y se obedeciera a dirigentes "bien intencionados", Perón respondía.
El rechazo sólo estaba circunscrito a las "ideologías extrañas" y a los que no prestaban colaboración con los esfuerzos de la Secretaría: para ellos sólo cabría la intervención de sus gremios o la represión de las huelgas. La conmemoración del 1º de mayo de 1944 por la izquierda fue prohibida por el Estado.
Pero no había dudas de que, a lo largo de todo ese año, Perón se había preocupado por promover el aumento de los salarios y la mejora de las condiciones de trabajo, la firma de centenares de convenios laborales, la reglamentación de las asociaciones profesionales, la unificación del sistema previsional o facilitar la extensión de los beneficiarios de la ley de despido.
En forma simultánea, Perón inició contactos con dirigentes del radicalismo. Podría sumarlos en lo inmediato al elenco gubernamental para que recogieran el rédito popular que él ya estaba obteniendo por las reformas sociales.
En el mediano plazo, Perón imaginaba que podría encabezar la boleta presidencial de la UCR y que el aparato radical completaría el resto de las nóminas electorales para volver al Estado.
La UCR rechazó la propuesta. Confiaba más en una supervivencia autónoma que en el coronel: el vacío de poder estaba estrangulando a un régimen militar -el GOU- cada vez más frágil. Preveían que no faltaría mucho tiempo para su caída. Y pensaban que su partido, que ya tenía medio siglo de existencia y una identidad propia en la vida política, no debía resignar el cargo presidencial para retornar al poder.
El 6 de junio de 1944, el ejército angloamericano desembarcó en Normandia, Francia, con 250.000 hombres y liberaron París del régimen nazi dos meses después.
La posibilidad de una derrota del Eje sacudía al sector nacionalista del gabinete, concentrado alrededor del ministro del Interior, el general Luis Perlinger.
El nacionalismo mantenía la posición pro Eje y consideraba a Perón "un traidor", porque ya se había despegado de esas simpatías, en sintonía con el curso de la guerra. Incluso en marzo de 1944, Perón le comunicó a la embajada estadounidense su intención de trabajar para el restablecimiento institucional y sus planes presidenciales con el supuesto apoyo de la UCR.
Los nacionalistas eran los únicos que podían detener su ascenso. El presidente de facto, general Edelmiro Farrell, estaba en medio del combate entre ambos. La confrontación decisiva se libró con una asamblea de oficiales que debía definir cuál de los dos líderes opuestos del gabinete ocuparía la vicepresidencia vacante. Perón venció a Perlinger por seis votos. El último simpatizante pro nazi del gabinete fue obligado a dimitir y arrastró a muchos de sus aliados en su caída.
El 7 de julio de 1944 Perón asumió la vicepresidencia y mantuvo la dirección del Ministerio de Guerra y de la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Finalmente, el 27 de marzo de 1945, la Argentina le declaró la guerra a Alemania y al Japón. Hitler capitularía al mes siguiente. A partir de entonces, el país reanudó las relaciones con los países americanos y obtuvo el reconocimiento diplomático. Aún así, cierto sector del Departamento de Estado norteamericano consideraba que el de Farrell era un régimen nazi.
La derrota del Eje fue una señal de avance para la oposición y de descomposición para el régimen militar. Los partidos radical, socialista, comunista, con sectores medios urbanos y organizaciones patronales se unieron para suministrarle el golpe definitivo, en defensa de "la libertad y la democracia". Incluso la Sociedad Rural -molesta por la sanción del Estatuto del Peón Rural, que regulaba las condiciones laborales en el campo- se sumó a la campaña de la oposición.
Desde los sectores patronales, la lucha contra Perón no estaba promovida por la falta de libertad o el peligro del fascismo sino por la oposición a las reformas sociales que el coronel impulsaba desde Trabajo y Previsión.
Perón creía que era un error pensar que la promoción del sindicalismo obrero iría en perjuicio de los patrones. Lo había expuesto en la Bolsa de Comercio, en agosto de 1944. Él no perseguía la lucha entre capital y trabajo sino una "armonización perfecta" entre las clases trabajadoras, medias y capitalistas. Las masas sin organización constituían un peligro. Con una política social, en cambio, pensaba que podían ser conducidas y dirigidas.
"Yo llamo a la reflexión a los señores -dijo dirigiéndose a los empresarios- para que piensen en manos de quiénes están las masas obreras argentinas y cuál puede ser el porvenir de esa masa, que en un crecido porcentaje se encontraba en manos comunistas. […]
Según Perón, el problema de la agitación de las masas sólo podía resolverse con justicia social, "en la medida [en] que sea posible a la riqueza de su país y su propia economía".
De todos modos, esta política, que no era sencilla de asimilar para los camaradas de armas, menos lo era para las organizaciones patronales, que no estaban dispuestas a agradecerle a Perón haberlos salvado "del comunismo y las masas inorgánicas".
Para mediados de 1945, la oposición civil parecía ir camino a una victoria segura. Su reclamo de la entrega del gobierno a la Corte Suprema era una forma de exigir la rendición incondicional de Farrell. El punto máximo de la amenaza al régimen militar fue la convocatoria a la "Marcha por la Constitución y la Libertad", de la Junta de Coordinación Democrática que reunió a conservadores, radicales, socialistas y comunistas.
La marcha concentró a la clase media urbana, profesionales, estudiantes y también sectores del trabajo. Eran más de doscientas mil personas que cantaban el Himno Nacional y "La Marsellesa" mientras recorrían la ciudad.
El líder socialista Enrique Dickman hizo una caracterización sin atenuantes sobre el régimen: "El gobierno de facto de la llamada revolución del 4 de junio de 1943, fue nazi, es aún nazi, y si ahora se pone el disfraz democrático, es porque el cambio de panorama del mundo lo obliga a ello".
Frente a la diáspora que había dividido al país desde sus orígenes, la marcha se identificaba con su historia "verdadera". "Esto es Argentina: La Revolución de Mayo, Asamblea de 1813, 9 de Julio, Caseros, Código Civil, Código Penal, garantías individuales. Esto no es Argentina: Anarquía, barbarie, tiranía de Rosas, decretos ley, estado de sitio", se leía en sus carteles.
Al clima de victoria en el ámbito civil se le oponía la compleja paradoja que se suscitaba en el mundo castrense. La mayoría de los oficiales no quería retornar al régimen fraudulento que había derrocado y tampoco quería que Perón continuara con su proyecto político. El sector nacionalista puro consideraba necesario forzar su salida. A su entender, con su acercamiento a los obreros y la demagogia con la que actuaba frente a ellos, había traicionado a la Revolución de Junio. La Marina, por su parte, estaba ganada por un antiperonismo radicalizado.
Sin embargo, la destitución de Perón podía implicar una victoria tan determinante para la oposición civil que terminara por desalojar a Farrell y a la elite militar del control del aparato estatal. Cualquier decisión que se tomara respecto de él era riesgosa. Perón se convirtió en un asunto delicado.
El gobierno reimplantó el estado de sitio. Los estudiantes se opusieron a la represión: ocuparon las universidades y enfrentaron la orden de desalojo del gobierno. El jueves 4 de octubre de 1945, frente a la Facultad de Ciencias Exactas, en Perú 222, murió de un balazo Aarón Salmón Feijoo, que se convirtió en un símbolo de la resistencia al régimen.
El desencadenante de la crisis de octubre fue la designación de un amigo íntimo de Eva Duarte, Oscar Nicolini, como director de Correos en lugar de un oficial del Ejército.
El general Ávalos, que tenía amistad personal con Perón y lo había ayudado a sobrevivir en conspiraciones internas, fue al Ministerio de Guerra a expresarle el desagrado que existía en la guarnición de Campo de Mayo, que él dirigía. Los oficiales estaban dispuestos a marchar a Buenos Aires para forzar su renuncia. Para solucionar el problema, uno de los planes que surgió desde la Escuela Superior de Guerra fue matarlo. Era la resolución más extrema.
El teniente coronel Miguel Mora, profesor de Logística, con un grupo de capitanes, planeó el secuestro y asesinato de Perón cuando visitara la escuela el 9 de octubre para inaugurar un curso de energía atómica. Perón canceló la visita.
Ese mismo día, el 9 de octubre, Ávalos le pidió a Perón que dimitiera a todos los cargos. Ahora sí, la solicitud contaba con la aprobación de Farrell. Perón lo vivió como una traición. Acorralado, luego de que no encontrara consenso en el Ejército, al anochecer, renunció a la vicepresidencia, el Ministerio de Guerra y la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Acababa de cumplir 50 años.
A la mañana siguiente, Ávalos asumió como ministro de Guerra. Tenía frente a sí la responsabilidad de armar un gabinete que incluyera a notables de la oposición civil que se estaba devorando al régimen militar, los que debían ser aceptados por la oficialidad de Campo de Mayo. También debía controlar los movimientos de Perón, que todavía conservaba dos lealtades: la fuerza policial y las masas obreras.
Perón se recluyó en su departamento. Lo acompañaba Evita. No tenía ánimo de seguir la lucha. Un grupo de sindicalistas se acercó para acompañarlo y lo convenció para que se despidiera de los trabajadores. Perón le requirió esa posibilidad a Farrell. Correspondía un gesto de reciprocidad con aquellos que habían colaborado de buena fe con su gestión en la Secretaría. Perón obtuvo la autorización presidencial.
En términos políticos, Perón estaba solo. Podía tener una frágil autoridad moral sobre los sindicalistas, por los reconocimientos de clase que les había brindado, pero no tenía, por sí mismo, capacidad para movilizar obreros, y menos ahora que carecía de cargos en la función pública. Tampoco encontraría asilo en los partidos políticos, que lo habían rechazado cuando quiso seducirlos desde una posición de poder.
Los sindicalistas le prepararon un acto multitudinario para coronar su final. En menos de cinco horas, el mismo 10 de octubre de 1945, sesenta mil obreros se reunieron en las puertas de la Secretaría de Trabajo y Previsión para escuchar su mensaje. Fue transmitido por la cadena oficial.
Perón aprovechó el escenario para que su legado no quedara olvidado. Informó que le había pedido a Farrell que rubricara su última voluntad oficial: el decreto de aumento de sueldos, la implantación del salario móvil, vital y básico, y la participación obrera obligatoria en las ganancias. Ahora les correspondía a los sindicalistas presionar por sus conquistas. Él se retiraba.
Mientras Farrell seguía con sólo dos ministros –Ávalos en Guerra y Héctor Vernengo Lima en Marina– y la crisis política lo aprisionaba, el Ejército sentía agravio por los movimientos finales de Perón -casi sin signos vitales pero que aún no terminaba por declararse muerto- y por la ofensiva de la oposición civil, que les exigía desde la calle una retirada sin honores a los cuarteles.
El 12 de octubre el gobierno anunció que convocaría a elecciones para febrero de 1946, pero la oposición no escuchaba promesas. Por la tarde, una movilización en plaza San Martín -a pocos metros del Círculo Militar- reclamó la entrega del gobierno a la Corte Suprema, como garantía de próximos comicios. La policía inició la represión a sablazos. Hubo tiroteos por más de una hora. Un médico fue muerto a balazos. De los treinta y cuatro heridos, dieciséis eran policías.
Con la presión de la Escuela de Guerra, y el escarnio popular de la noche anterior rondando sobre su cabeza, Ávalos ordenó la detención del ex secretario de Trabajo y Previsión.
En la mañana del 13 de octubre, Perón ya había sido remitido a la isla Martín García. Parecía un hombre sin esperanzas, despedido de la contienda política y de su carrera militar, dispuesto a encontrar refugio en su novia Eva. Eso transmitía en sus cartas desde la prisión.
"Desde el día que te dejé allí con el dolor más grande que puedas imaginar no he podido tranquilizar mi triste corazón. Hoy sé cuánto te quiero y que no puedo vivir sin vos. Esta inmensa soledad está llena de tu recuerdo. Hoy he escrito a Farrell pidiéndole que acelere mi retiro. En cuanto salga nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilo […] nos vamos a Chubut los dos. Con lo que yo he hecho estoy justificado ante la historia y sé que el tiempo me dará la razón".
Tres días después, por el "mal clima de la isla" que supuestamente había afectado su salud, Perón sería trasladado al Hospital Militar por recomendación de su médico personal.
El día 15 de octubre, en dos audiencias privadas, Farrell le había asegurado a la CGT que Perón no estaba detenido. Había decidido una custodia militar para preservar su vida. Pero, aun sin su presencia en la Secretaría de Trabajo y Previsión, la política del Estado frente a los trabajadores no se modificaría. Las conquistas serían respetadas. "Incluso mejoradas, si era posible".
Los sindicalistas desconfiaron de Farrell, aunque no hasta el punto de dinamitar los puentes, como lo habían hecho con la oposición civil. La CGT, como actor político autónomo pero cada vez menos neutro, que estaba en contra, incluso, de la entrega del poder a la Corte Suprema, distinguía, camuflados en las filas de la multitud que exigía "libertad", a los políticos fraudulentos, a los comerciantes acaparadores, al ignominioso contubernio que intentaba el retorno a la vieja normalidad para continuar con "las injusticias sociales, el atropello a los sindicatos, la persecución y destierro sin forma ni proceso de sus militantes".
La "Defensa de la Constitución y la Libertad", que desafió a Perón y a la elite militar, no había dedicado siquiera una palabra para ellos. No les habían hablado en su propio lenguaje ni de sus propios anhelos.
El divorcio entre la clase dirigente y las masas era cada vez más evidente. Había un espacio social vacante, sin representación política, entre los nuevos trabajadores de la migración interna y muchos de los de la vieja guardia sindical que atesoraban derrotas y rencores desde más allá de la década de los treinta.
Había indicios de un cambio regresivo: no les habían pagado el feriado del 12 de octubre.
Entre los días 15 y 16 de octubre comenzaron a realizarse manifestaciones. En las calles de Berisso, donde Perón se había ganado el aprecio de los obreros de la carne, se iniciaron los primeros movimientos.
El día 16, cuando muchos sindicatos ya habían llamado a la huelga en forma independiente, el Comité Ejecutivo de la CGT decidió, en una votación de 16 contra 11, un paro para el 18 de octubre.
La central obrera no hizo un reclamo explícito por la libertad de Perón en los propósitos de la huelga, no quería atarse a su destino; lo hizo en defensa de las conquistas laborales amenazadas y en rechazo a la posible inclusión de la oposición en el gabinete, que mencionó en el primer punto del comunicado.
En la mañana del 17 de octubre, cuando Perón estaba instalado en el Hospital Militar, centenares de trabajadores, en su mayoría jóvenes, recorrieron diez kilómetros, de Berisso a La Plata, apedreando a su paso la sede del Jockey Club, cafés y confiterías, saqueando negocios y haciendo una ceremonia ritual con la quema de ejemplares del diario El Día.
Movilizados por los sindicatos de la periferia industrial, en las fábricas del sur bonaerense se fueron concentrando obreros para una movilización en Plaza de Mayo. Se anticipaban en un día a la convocatoria de la CGT.
La Policía Federal dejó que los manifestantes cruzaran el Riachuelo y llegaran a la ciudad de Buenos Aires al grito de "¡Viva Perón!". El reemplazo del jefe de la Policía Federal coronel Filomeno Velazco, compañero de promoción de Perón en el Colegio Militar, por el coronel nacionalista Emilio Ramírez, que retornaba a la fuerza, se había demorado. Había jurado el día anterior, pero los mandos policiales no le respondían.
Al atardecer, la multitud ya completaba la Plaza de Mayo. Hacía calor. Muchos de ellos, que llegaban al centro porteño por primera vez en sus vidas, refrescaron sus pies en el agua de la fuente.
El general Ávalos, que ya había visto la sangre en los combates de la ESMA el día del golpe de Estado del GOU, e incluso había perdido a su asistente personal, los observaba desde la Casa Rosada. No quiso ordenar la represión, aunque la guarnición de Campo de Mayo estaba preparada para llevarla a cabo.
El gobierno militar no tenía ningún plan para enfrentar la movilización. La única solución para controlar a las masas era negociar con Perón.
Instalado en el departamento del capellán, en el Hospital Militar, el coronel detenido recibió la visita de Ávalos. Se encontraba en una nueva posición de poder.
Le reclamó su renuncia al Ministerio de Guerra, la de Vernengo Lima en Marina, la designación del nuevo gabinete y de una nueva jerarquía castrense, y el mantenimiento de la convocatoria a elecciones presidenciales. Esas eran sus condiciones para aceptar su traslado a la Casa de Gobierno.
Ya habían pasado las 23. La multitud no se había movido ni había dejado de corear su nombre. En el balcón, con la vista puesta en la Plaza de Mayo, Perón ordenó al locutor radial que invitara a las masas a entonar el Himno Nacional. Él permaneció a un costado.
Luego tomó el micrófono y se dirigió hacia ellos.
—¡Trabajadores! —dijo.
A partir de esa noche, el vínculo entre ambos no se rompería jamás.
*Texto editado extraído del capítulo "Perón en el balcón" del libro "Argentina. Un siglo de violencia política" de Marcelo Larraquy. Ed. Sudamericana, 2017.
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