La insólita orden de bloquear la boca del Río de La Plata con dos viejos destructores de la Primera Guerra Mundial sonaba más a un mandato dado por un actor de reparto a Tyrone Power en Tiburones de Acero que algo real. Rebautizados como torpederos de la Escuadra de Ríos, Cervantes (T1) y La Rioja (T4), a las 22 horas del 15 de septiembre de 1955 y con dotaciones de ambas naves completadas por cadetes de la Escuela Naval (que conjuntamente con el Garay y los patrulleros King (P21) y Murature (P20) constituían el escudo y lanza de la también llamada "escuadrilla del Plata"), fueron el comienzo de un episodio clave del golpe cívico militar de 1955, también conocido como Revolución Libertadora, en el que, como en casi todos los capítulos de nuestra historia, la tragedia roza la comedia o directamente el disparate.
Mientras esto ocurría, el comandante en jefe de la Flota de Mar, el vicealmirante Basso y su estado mayor eran tomados prisioneros en Puerto Madryn, y el mando pasaba a manos del contralmirante Isaac F. Rojas, quien en esos momentos, según cuenta en sus memorias, se aprestaba, conjuntamente con el general Uranga, a embarcarse para salir al encuentro de la flota que se presumía "rebelde".
A las ocho de la mañana de un 16 de septiembre de 1955 que climáticamente parecía inestable zarparon de la base naval de Río Santiago el Cervantes, al mando del capitán Pedro J. Gnavi y el La Rioja, su gemelo, comandado por el capitán Rafael Palomeque, a cumplir la misión cinematográficamente encomendada: bloquear técnicamente los puertos de La Plata y Buenos Aires con dos viejos navíos que no poseían defensa antiaérea, por lo que seguramente quedarían al alcance de la aviación del gobierno, en esa época la más poderosa de América Latina.
Sin embargo no era una película de Hollywood y las consecuencias de esa disparatada misión se tradujeron en heridos y muertos en las tripulaciones de ambos navíos incluidos muy jóvenes cadetes.
Pero volvamos al relato cronológico de los acontecimientos que van a tener como protagonista al hombre de nuestra historia.
Al anochecer de ese mismo día, Rojas, a bordo del Murature, marchaba buscando contactar a la Flota de Mar, hecho que ocurriría en la madrugada del 17. Esa mañana, Juan D. Perón, que se había levantado a las 5.30 siguiendo la tradición militar sobre la que él mismo ironizaba: "Al pedo, pero temprano", recibía la confirmación del alzamiento de la Escuela y el Liceo Naval y la base de Río Santiago y se enteraba también de la intención de los torpederos.
Reunido con su comité de crisis, Perón sabía que necesitaba rapidez y eficacia en reprimir el "levantamiento". La ausencia de ideas de los miembros de su estado mayor resultaba evidente y de ninguna manera sorprendente. El jefe de la Fuerza Aérea, brigadier Juan Ignacio San Martín, solo había atinado a mandar a su segundo, el brigadier Juan Fabri, en un DC3 desde Aeroparque a la base aérea de Morón, cabecera y asiento de los cazas de superioridad aérea Gloster Meteor.
Se cree que el ministro de Marina, el almirante Luis J. Cornes o alguno de sus asesores directos le sugirieron al Presidente convocar a un piloto naval que reunía dos condiciones importantes: había sido leal en el levantamiento del 16 de junio y se había revelado como excelente alumno, profesionalmente hablando, de varios de los "asesores externos" reunidos por el célebre Kurt Tank (Pulqui II). Entre estos asesores se contaban eximios pilotos de la Alemania nazi como Adolf Galland (a cargo de la Inspección General de Cazas del Mariscal Goering), Hans Ulrich Rudel (héroe del frente ruso con un récord de más de cuatrocientos tanques destruidos), Otto Behrens (piloto de pruebas quien voló con éxito el Pulqui II EL 19/6/1950 frente a Perón) y Werner Baumbach (piloto de bombardeo en picada. Asesor proyecto V1). Ese hombre era el capitán de fragata Hugo Crexell, a cargo del Comando de la Aviación Naval.
Perón y él empatizaron inmediatamente y la reunión incluyó solo de tres personas: el piloto, Perón y Cornes.
—Mire, capitán, hay que limpiar de elementos rebeldes el Río de La Plata —dijo el Presidente, y le marcó en el mapa el lugar donde se suponía que se iban apostar los torpederos. Intercambiaron luego una serie de consideraciones que se podrían resumir en algo parecido a un análisis de situación y las mejores opciones de respuesta.
Perón volvió a mirar al marino y casi coloquialmente le dijo: "Usted sabe lo que tiene que hacer". A continuación, hizo pasar al brigadier San Martín y en voz bien alta le dio la orden en tono seco y casi de disgusto para que personalmente lo lleve a Morón y que, una vez allí, se haría lo que Crexell "creyera conveniente". De este modo dio por finalizada la breve reunión a la vez que le dispensaba una mirada de aprobación en un claro gesto de confianza a ese hasta hoy desconocido piloto y una total desautorización a su jefe de la Fuerza Aérea. Quedaba en claro que ese joven aviador naval, hasta apenas unas horas atrás un total desconocido para el General, se había convertido en "su hombre providencial" ante la crisis desatada.
Volaron en helicóptero hacia Morón y Crexell se bajó al llegar, pero San Martín, desde la nave y casi a los gritos, le comunicó que él se volvía porque "no era bien visto en ese lugar". Sin más, tomaron altura dejando en pista a un aturdido hombre en cuyos hombros había quedado la responsabilidad de defender al Gobierno, a Perón, a la democracia, a la Constitución, al régimen, a la "dictadura", cargando el peso de ser leal por un lado y ser traidor a sus camaradas por el otro. Pero Crexell ya había demostrado que, a pesar de cualquier situación política, su profesionalismo estaba por encima de todo. Le habían dado una misión y la iba a cumplir de la mejor manera.
En la base, el ambiente era de desconcierto, interrogantes y dudas. Inmediatamente, el piloto se reunió con Fabri y ordenó que le prepararan un de Havilland en el que él iría como navegante. Al mismo tiempo indicó que comenzaran a alistar la primera y segunda escuadrilla de caza y ataque. En un rápido vuelo detectó los buques frente a la ciudad de Colonia y a su vuelta planificó inmediatamente la ofensiva.
La primera escuadrilla al mando del vicecomodoro Carlos A. Síster, integrada por 4 Gloster en formación "V", a las 9.18 horas hizo contacto y ametralló ambos buques que no contaban con defensa antiaérea efectiva, pero los daños fueron menores. A las 10.15 horas salió la segunda escuadrilla al mando del vicecomodoro Orlando Pérez Laborda, que si bien provocó bajas en las tripulaciones, tampoco comprometió a los navíos.
Pero Sister, instruido por Crexell en la técnica de ataque a buques, al ver los "pobres resultados", recomendó la embestida de popa a proa y como efecto de esta tercera incursión se registraron numerosas bajas en el Cervantes y el La Rioja se vio seriamente afectado en su estructura.
Cuando se realizó el cuarto ataque, también con la nueva técnica, los torpederos buscaron desesperadamente la desembocadura del río, pero el La Rioja quedó fuera de combate y el Cervantes, muy comprometido, de modo que debió pedir auxilio médico a un carguero de bandera norteamericana que estaba en las proximidades.
Mientras Crexell dudaba en lanzar un nuevo ataque con los Gloster por la forma que empezaba a desmejorar la situación meteorológica, había mandado a hostigar a una escuadrilla de I. Ae. 24 Calquín, bombarderos livianos estos, conocidos como los "mosquitos argentinos" por el célebre modelo británico y un bombardero pesado, Avro Lincoln BII.
Tanto la escuadrilla como el Avro bombardeaban estando el buque norteamericano muy cerca de los torpederos, de modo que el capitán del carguero, sintiéndose también atacado, decidió pedir auxilio a la República Oriental del Uruguay, informando que era hostilizado por aviones argentinos en aguas uruguayas. Ninguna de las bombas impactó a las naves, pero el combate aeronaval se estaba convirtiendo en un incidente internacional.
A las 18.30, a la vista de Montevideo apareció el remolcador Capella y Pons de la marina de guerra uruguaya y se dispuso a remolcar al Cervantes a puerto, mientras que el La Rioja, después de trasladar sus heridos, tenía intenciones de buscar mar abierto.
En ese mismo momento, en Morón, Crexell decidió abortar el quinto ataque de los Gloster, desautorizando fuertemente al segundo de San Martín, brigadier Fabri, quien decía a viva voz: "Había que darles leña hasta que quedaran destruidos". Fabri solo estaba tratando de hacer méritos para presentar ante Perón, pero finalmente se allanó a la decisión tomada. Las condiciones meteorológicas habían empeorado notablemente, lo que ponía en riesgo máquinas y pilotos. Esa fue, al menos, la justificación de Crexell. Pero quizás, en realidad, la verdadera razón de su disposición haya sido que ya tenía claro que los torpederos estaban en aguas uruguayas o muy cerca de ellas, evitando así una situación que, de haber ocurrido, habría tenido lamentables consecuencias que llegarían a nuestros días.
Casi al mismo tiempo en que debería haber llegado la quinta oleada de los Gloster, apareció en el teatro de operaciones una escuadrilla de cuatro aviones que resultaron ser Mustang P51 D del Grupo de Aviación Nº 2 de Caza de la Fuerza Aérea de Uruguay (FAU) para dar cobertura aérea a los buques involucrados.
A las dantescas escenas que se vivían en esos momentos con el traslado de heridos y muertos de buque a buque se sumó el avistamiento de los cazas uruguayos desatando escenas de pánico en las distintas tripulaciones de las naves que en un primer momento, confundiendo el origen de estos, pensaron en que era un nuevo ataque de los aviones argentinos.
Según cuentan testigos presenciales, fue un oficial de apellido Peralta quien, en medio de esa tensión y furioso ante los gritos de algunos tripulantes de: "¡Nos atacan!", alzando su voz sobre los demás dijo: "¡No sean pelotudos! Son uruguayos".
En una misma línea de tiempo ambos acontecimientos, la llegada de los Mustang y la de los Gloster Meteor, podrían haber coincidido y el combate habría sido inevitable. En un día en que las pasiones políticas y sus consecuentes divisiones se habían hecho cargo del accionar de las armas desatando tragedias por doquier, el piloto de Perón se abstraía de la "locura" general y en absoluta soledad, asumiendo toda la responsabilidad de la decisión, resolvió la finalización del ataque.
El profesionalismo del capitán de fragata Hugo Crexell nos salvó de un daño irreparable: el enfrentamiento entre dos naciones entrañablemente hermanadas. Como casi siempre, el verdadero héroe es anónimo, pues bien, ya es tiempo que sepamos de este.
Seguí leyendo: Cómo vivió Perón la restitución del cuerpo de Evita