Santiago de Liniers: crónica de un fusilamiento anunciado

Al cumplirse 208 años de su ejecución, recordamos el héroe de la Reconquista, que pagó con su vida el oponerse a la Revolución de Mayo

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En la noche del 30 de mayo de 1810 el joven Melchor Lavín, mensajero de confianza tanto de Cisneros como de Liniers, llegó a la ciudad de Córdoba con la noticia de la destitución del virrey y la conformación de una junta de gobierno. Enseguida, en la casa de Juan Gutiérrez de la Concha, gobernador intendente de Córdoba, Liniers, Joaquín Moreno, el obispo Orellana y el Deán Funes, entre otros vecinos, discutieron los pasos seguir. Salvo el Deán Funes, el resto coincidió en que se debía resistir. Contaban con el apoyo del ayuntamiento y de los vecinos.

A los días, Liniers recibió cartas de Cornelio Saavedra y de Manuel Belgrano, en la que explicaban que la Primera Junta actuaba en nombre del rey Fernando VII y le pedían que fuera prescindente. Hasta su suegro Sarratea le escribió en el mismo sentido. Pero el francés sería leal a España hasta el final.

Jacques Antoine Marie de Liniers et Bremond había nacido el 25 de julio de 1753 en Niort, Francia y se desempeñó como teniente de caballería y como marino. Luego de participar en varias campañas militares, en 1788 fue nombrado jefe de la escuadrilla en el Río de la Plata y, entre 1802 y 1804 fue gobernador de las Misiones para pasar a ocupar la jefatura de la estación naval de Buenos Aires. Luego de la primera invasión inglesa, fue comandante militar y posteriormente confirmado como virrey. Las sospechas que cayeron sobre él sobre sus supuestas simpatías hacia Napoleón, además de haber sido denunciado por peculado, determinaron su alejamiento de la escena política. España le había otorgado el título de conde de Buenos Aires, a pesar de la oposición del Cabildo.

Cuando, en julio de 1809, la Junta de Sevilla nombró a Cisneros como virrey, Liniers se retiró a Córdoba. Ahí se estableció en una estancia que por años había funcionado como un establecimiento de las misiones jesuíticas y que con el correr del tiempo en esas tierras se fundaría la ciudad de Alta Gracia. Participaba en otros emprendimientos, como en la explotación de una mina en La Rioja. Sus hijos menores estudiaban en el Colegio Monserrat.

Un plan para resistir

El héroe de la Reconquista ya tenía su propio plan. El mismo Cisneros, ya fuera de su cargo, le había dado el mando político y militar de la insurrección. Liniers se contactó con el jefe de la escuadra española, que en ese momento estaba en Montevideo, al que le escribió que había que recuperar Buenos Aires "por tercera vez". Había enviado a su hijo Luis para coordinar un cruce de tropas españolas desde la Banda Oriental hacia Santa Fe para dirigirse a Córdoba, que ya se había transformado en el epicentro de la resistencia. Pero su hijo sería capturado antes de que pudiera cruzar y quedaría preso en Buenos Aires. Los documentos que portaba revelaban los planes de los insurrectos.

Asimismo, escribió al virrey del Perú, José Abascal, al brigadier José Goyeneche y al presidente de Charcas, Vicente Nieto, para que con un ejército bajasen a aplastar a los revolucionarios. Asimismo, preparó a Córdoba para la defensa. Pudo reunir algo más de un millar de hombres armados. Hizo traer cañones del fuerte mendocino de San Carlos y requisó armamento. Hasta ofrecía dinero a los que se pasasen a sus filas.

Mientras tanto, la Primera Junta armó dos expediciones: una, al Paraguay y la otra sofocaría el movimiento cordobés para luego continuar hacia el norte. Al frente de este ejército estaba Francisco Ortiz de Ocampo.

El 28 de julio, la Primera Junta firmó la sentencia de muerte de los complotados. El único que se abstuvo fue Manuel Alberti, por su condición de clérigo. El documento establecía: "En el momento en que todos o cada uno de ellos sean pillados, sean cuales fuesen las circunstancias, se ejecutará esta resolución, sin dar lugar a minutos que proporcionaren ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden y el honor de V.E.".

En Córdoba, la noticia de la inminente llegada de este ejército provocó la desbandada general. Solo un grupo que no pasaba el centenar de soldados acompañaron a Liniers y los demás cabecillas en su huida hacia el norte. Muchos de los oficiales que lo acompañaban en realidad estaban complotados con los patriotas y, a lo largo del trayecto, lo fueron dejando solo. Para sus perseguidores no fue difícil seguirles el rastro, ya que iban abandonando equipos, carretas y animales. Los complotados solo eran acompañados por una compañía de Blandengues de la Frontera.

El 6 de agosto fue capturado en la Estancia Las Piedritas, en Santiago del Estero, mientras descansaba en un rancho. Ortiz de Ocampo tenía la orden de fusilarlo. Compañero de armas de las invasiones inglesas, no se animó a cumplir semejante orden y emprendieron viaje hacia Buenos Aires.

Al conocer tal noticia, Mariano Moreno estalló. El fusilar a Liniers en la ciudad de Buenos Aires tendría un impacto mucho más grande que el que ya de por sí causaría. Por su papel en la reconquista de la ciudad, tanto en 1806 como en 1807, gozaba de muy buena imagen. Entonces, encomendó a Juan José Castelli, quien, junto a Nicolás Rodríguez Peña y a Domingo French, fuera al encuentro de los prisioneros para fusilarlos en el lugar donde se los encontrase. El implacable secretario escribió: "Si todavía no se cumpliese la determinación tomada, irá el vocal Larrea, a quien pienso no faltará resolución; y por último iré yo mismo si fuese necesario".

El domingo 26 de agosto, Castelli y los 50 húsares que comendaba llegaron al paraje Cabeza de Tigre, en el sur cordobés, se encontraron con Liniers, Juan Gutiérrez de la Concha, el coronel de milicias Santiago de Allende, el asesor Victorino Rodríguez, el ministro de la Real Hacienda, Joaquín Moreno. A ellos se les comunicó que tenían cuatro horas para prepararse, antes de ser arcabuceados. El que se salvó a último momento fue Antonio Orellana, por su condición de religioso. A todos se les quitó el cuchillo que llevaban y les ataron las manos por la espalda.

"¿Qué es esto, Balcarce?", preguntó Liniers. "No sé, otro es el que manda". Liniers y Allende se confesaron con el obispo Orellana y los otros tres con el padre Jiménez.

A las 14.30 horas los condenados fueron conducidos a un lugar conocido como el monte de los Papagayos. Juan José Castelli leyó la sentencia de muerte. Liniers fue el único que se negó a que le vendasen los ojos. A unos cuatro pasos, un pelotón de Húsares —un escrito anónimo asegura que estaba formado por soldados ingleses desertores— disparó sobre los condenados.

Liniers quedó vivo. Le cupo a Domingo French, que el propio francés había ascendido por su desempeño durante la reconquista de Buenos Aires, efectuarle el tiro de gracia en la sien.

Los cuerpos fueron llevados en una carretilla hasta la capilla de Cruz Alta y enterrados en una fosa común. Al día siguiente, el párroco los desenterró y cavó una tumba para cada cuerpo, con cruces en las que grabó, en cada una, las iniciales de los muertos. El orden era L.R.C.M.A. Alguien sumó la letra "O", de Orellana, que a último momento se salvó, y formó la palabra "clamor".

Cincuenta años después, las tumbas fueron descubiertas por casualidad. En 1861, durante la presidencia de Santiago Derqui, la reina de España, Isabel II, reclamó los restos de Liniers. En cierto modo Derqui no era ajeno al drama vivido, ya que estaba emparentado a uno de los fusilados. De esta manera, las cenizas de Santiago de Liniers y de los otros ejecutados fueron depositadas en el Panteón de los Marinos Ilustres de San Carlos, cercano a Cádiz.

Una vez muerto, revisaron las alforjas de Liniers. Encontraron el despacho que lo nombraba virrey, que él conservaba con mucho celo, tal vez el documento que le recordaba tiempos que el país ya había dejado atrás.

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