Vida, obra, hazañas y muerte de Jorge Newbery, el primer ídolo popular argentino

Ingeniero, inventor, piloto, campeón en cuanto deporte emprendió, y un caballero de los que ya no quedan

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Jorge Newbery, leyenda de la
Jorge Newbery, leyenda de la aviación argentina

Imaginemos una enorme tribuna atestada. "¡Hay gorra, bandera y vincha!", se desgañita el vendedor. Una barra no demasiado brava corea: "¡New… be… ryyyy " New… be… ryyy!".

Otra parecida brama:
–"¡Jorge, Jorgito, yo te sigo a todas partes, cada vez te quiero más!".

Etcétera.

Lo que acaban de leer es ficción. Una ficción imposible. Pero sería justo que sucediera.

Porque los argentinos han sido –y son– olvidadizos con sus ídolos. Aman a media docena de deportistas, a menos de media docena de cómicos del cine y la tele, a dos o tres políticos, y en olor de eternidad, a Carlos Gardel.
Pero olvidan –o peor: ni siquiera mencionan– al primer, indiscutido y más completo ídolo popular de este país.

Su nombre: Jorge Alejandro Newbery. Su nacimiento: Buenos Aires, 27 de mayo de 1875. Hace ahora 143 años. Pero como bien pediría Borges, "que el tiempo, que los mármoles empaña, salve este firme nombre".

Sus artes y oficios: ingeniero electricista, aviador, funcionario, hombre de ciencia, boxeador, nadador, recordman, esgrimista, piloto de autos de carrera, remero, atleta…

Y por si algo faltara, un caballero. En el mayor, mejor y más noble sentido de la palabra. Porteño hasta la médula por nacimiento y elección, ¡vivió en la calle Florida! Fue hijo de Ralph Newbery, dentista norteamericano –algo de sangre sajona tenía que correr por venas tan audaces y sin límites–, y de la dama criolla Dolores Malargie.

Apenas a los ocho años –¡ocho años, un niño!– viajó solo a los Estados Unidos y vio, deslumbrado, la inauguración del puente de Brooklyn (1883), símbolo de un país que ya había decidido su destino de imperio (363 premios Nobel), de potencia (sin su intervención, la Segunda Guerra Mundial estaba perdida) y de máxima usina de inventos.

Y sus ojos, aunque muy jóvenes, algo trajeron de vuelta al Río de la Plata.
Bachiller en 1890 en escuela escocesa San Andrés, Olivos, vuelve a los Estados Unidos para estudiar ingeniería en la Cornell University, y a sus 18 años en el Drexel Institute de Filadelfia, es alumno de un monstruo sagrado de la ciencia: Thomas Alva Edison, el Mago de Menlo Park, el hombre que iluminó su país con las primeras luces eléctricas y patentó, hasta sus 83 años, más de mil inventos –de ellos, diez que cambiaron el mundo–, y que casi niño vendía diarios en los trenes…

¿Cómo un Newbery no iba a retornar a su patria, justo cuando moría la aldea y nacía la gran ciudad? Y así fue. Con su título de ingeniero electricista debajo del brazo empezó a trabajar ¡como jefe a los 22 años! en la Compañía Luz y Tracción del Plata. Dos años más tarde se inscribe en la Armada Argentina como ingeniero, pero agrega otras tareas: profesor de natación en la Escuela Naval, y enviado especial a Londres para comprar material eléctrico.

Fin de siglo: 1900. Adiós a la Armada. Paso a don Jorge Newbery, flamante director general de Instalaciones Eléctricas, Mecánicas y Alumbrado del municipio porteño, cargo que mantuvo por el resto de su vida. Pero algo faltaba en su escudo de armas, y llegó: en 1904, profesor de Electrotecnia en la Escuela Industrial de la Nación, luego la famosa y actual Otto Krause.

Newbery fallecería en un trágico
Newbery fallecería en un trágico accidente de aviación

Retornó a los Estados Unidos, invitado al Primer Congreso Inernacional de Electricidad, en Saint Louis, y luciéndose con un trabajo de ochenta páginas que todavía guarda la Sociedad Científica Argentina. No fue todo: pasó por congresos similares en Londres y Berlín. Pero los misterios y milagros de la electricidad no ocupaban toda su vida.

Nadaba como un pez, boxeaba según las mejores artes y reglas del marqués de Quensberry ("Amainaron guapos junto a tus ochavas / cuando un cajetilla los calzó de cross": el cajetilla del tango Corrientes y Esmeralda… era Newbery), nadie le hacía sombra en las pedanas cuando empuñaba sable o florete, remaba como un campeón de Oxford o Cambridge, y se entreveró en las pretéritas carreras de autos que desde 1901 atronaban el pacífico barrio de Belgrano…

En 1911, ante un gran premio, apareció al volante de un Balsier especial que trajo de Europa, picó en punta, hizo el mejor tiempo, y le ganó a su amigo y rival Ignacio del Carril. Pero la tierra ya no tenía secretos para él. Miraba el cielo a toda hora, oía las polémicas (Nada más pesado que el aire puede volar, "¿sí o no?"), y tenía noticias del paraguayo Silvio Pettirossi, el peruano Jorge Chávez, el mexicano Alberto Braniff, herederos latinos de la hazaña de los hermanos norteamericanos Wilbur y Orville Wright, que el 17 de diciembre de 1903, en Kitty Hawk, Carolina del Norte, volaron por primera vez en un biplano a motor… durante 12 segundos y 40 metros. Eran fabricantes de bicicletas, construyeron su máquina voladora, bautizada Flyer One, y probaron que algo más pesado que el aire ¡podía volar!

En adelante, y después de conocer al aeronauta brasileño Alberto Santos Dumont, Newbery dejó toda otra pasión de lado y desafió al espacio.
El 25 de diciembre de 1907, a bordo del globo aerostático Pampero y acompañado por Aarón de Anchorena, cruzó el Río de la Plata desde Palermo –en el hoy Campo Argentino de Polo–y aterrizó en Conchillas, Uruguay.

El regreso, por primera vez entre tantas hazañas, reunió a una muchedumbre coreando su nombre y arrojando sus sombreros por el aire.
Pionero en todo o casi todo, después del cruce fundó el Aero Club Argentino en la quinta Villa Ombúes, de Ernesto Tornquist, barrio San Benito, cerca de las Barrancas de Belgrano.

Y el aire le cobró su cuota de tragedia: el 17 de octubre de 1908, su hermano Eduardo y el sargento primero Romero desaparecieron en el mismo globo, el Pampero, y sus cuerpos jamás fueron hallados.

Pero Jorge no cesó, pese a lo peligrosos que eran los globos. Voló en El Patriota, en el Huracán –así bautizado por el club de fútbol–, y con éste batió el récord sudamericano de duración y distancia: 550 kilómetros en 13 horas, 28 de diciembre de 1909.

Obsesionado, cumplió cuarenta vuelos en globo en tres años, y en homenaje a su hermano muerto construyó el Eduardo Newbery de 2.200 metros cúbicos: el más grande que haya remontado en el país.

Llega 1910. Año del Centenario. Y Jorge –más que un símbolo– logra su brevet de piloto de aviones, y no para hasta que el presidente Roque Sáenz Peña funda la Escuela Militar de Aviación: primera en América latina, en Caseros y con J.N. como presidente inaugural.

Y las epopeyas no cesaron. Cruzó el Río de la Plata en el monoplano Centenario, un Bleriot Gnome de 50 HP, ida y vuelta en el mismo día.
Ha llegado su apogeo. Por entonces es más popular que los primeros cracks de fútbol. Sus despegues y aterrizajes son ovacionados por multitudes. Alcanza lo más difícil en esos tiempos: el cajetilla, el dandy, el gran seductor, el habitué de salones lujosos y y exclusivos clubes privados, saca justa y merecida patente de primer ídolo popular.

Y duplica esa veneración el 10 de febrero de 1914 cuando, en un monoplano Morane–Sulnier, bate el récord mundial de altura: ¡6.225 metros!
Los diarios reviven sus medallas: campeón de box en 1899, 1902 y 1903. Tres veces campeón sudamericano de florete, y vencedor de Berger, campeón francés de espada.

¿Qué le faltaba? ¿Cuánto más lo esperaba? Porque el cielo era el límite.
Pero la muerte estaba agazapada…

El aeropuerto de Aeroparque lleva
El aeropuerto de Aeroparque lleva oficialmente su nombre en homenaje al pionero de la aviación

El primer día de marzo de 1914 despegó del campo de aviación Los Tamarindos, Mendoza (hoy El Plumerillo) en su Morane–Saulnier, como entrenamiento para otra proeza: el cruce de la Cordillera de los Andes.
Aterrizó sin novedad.

Una dama local le pidió una demostración. Pudo y acaso debió negarse, pero el caballero pudo más. No quiso exigir a su máquina, y le pidió el avión a su amigo Teodoro Fels, otro rey del aire, que se lo prestó, pero con una advertencia:

–Cuidado. Una de las alas tironea…

Se elevó, hizo una pirueta, y a las siete menos veinte de la tarde el avión cayó como una piedra.

Jorge Newbery estaba muerto.

Tenía apenas 38 años.

Era carnaval. En Buenos Aires desfilaban las carrozas, el aire recogía risas, papel picado y agua florida, y todos esperaban la elección de la reina. El manto de silencio y de lágrimas se tendió el martes 3 a las nueve menos cuarto de la mañana.

La revista Caras y Caretas lo informó así: "Los restos de Newbery arriban a la estación Palermo. Cunde el caos y la conmoción general. En medio de un océano de cabezas, un muchachuelo que audazmente se ha encaramado en un soporte aferrándose –sin perder su gorra– a una columna…, también desea ser testigo de esta aciaga jornada".

Texto rematado por la correspondiente foto.

Una lúcida colega me dijo cierto día:

–Mucha gente cree que Jorge Newbery es sólo un aeroparque.

Bueno. También hay siete tangos en su honor, una modesta película –"Más allá del sol"–, un monumento en Villa Lugano, cuatro escuelas, quince clubes, once calles, tres barrios, una plaza, y los premios anuales del gobierno porteño, con su nombre, a los mejores deportistas.

Pero es poco.

Merece una enorme tribuna atestada que algún día coree su nombre. Y alguien que repita "¡hay gorro, bandera y vincha!".
Justicia pura.

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