Una bengala luminosa lanzada a doscientos metros de altura rompió la oscuridad del estrecho San Carlos en la noche del 10 de mayo de 1982. El barco, de 80 metros de eslora, con veinticinco tripulantes a bordo, quedó al descubierto.
El capitán de corbeta Alois Esteban Payarola se contactó por radio con el carguero "Forrest", amarrado en Puerto Howard, a 16 millas. Quiso verificar el origen de la bengala. Temió que fuera el preanuncio del "fuego amigo".
La respuesta no despejó su duda: ellos no la habían lanzado.
Dos minutos después el buque «Isla de los Estados» comenzó a recibir impactos de mortero sobre estribor. Una llamarada de fuego se levantó sobre la nave. Desde la posición enemiga supusieron que era un barco petrolero.
Desde el puente de mando, Payarola volvió a comunicarse con el Forrest. Pidió "alto el fuego" y que avisaran a las baterías costeras que dejaran de tirar.
Payarola vio que casi todo lo que estaba alrededor suyo había desaparecido. Decidió salir del puente y caminar hacia babor. Vio al capitán Tulio Panigadi, comandante de ultramar, tirado en el suelo. Escuchó gritos de dolor, voces que emergían desde el agua. Otra explosión abrió una lengua de fuego sobre los tambores de combustibles. La nave se mecía hacia un costado. Payarola tenía puesto un pullover, un buzo, y unas botas de campaña. Sintió ruido de helicópteros que se acercaban.
En ese momento entendió que había sido impactado por fuerzas enemigas. Se lanzó al agua helada del estrecho.
Pocos minutos después el buque Isla de los Estados desaparecía de la pantalla del radar de la fragata HSM Alacrity.
La Operación Rosario
El Isla de los Estados había sido armado en España en 1975. Cinco años después fue incorporado a la Armada como buque de transporte. Era un buque de la marina mercante, que navegaba con tripulación civil. Era útil para el transporte de ganado ovino, mercaderías y de personas entre el territorio y las islas, en cumplimiento con los acuerdos de cooperación entre Argentina e Inglaterra firmados a inicios de la década del setenta.
El 28 de marzo de 1982, en Puerto Deseado, Santa Cruz, el Isla de los Estados comenzó a cargar armas, vehículos. Había militares de uniforme en el muelle. Los civiles de la marina mercante se sorprendieron. Alois Payarola asumió la conducción militar del barco. En alta mar informó de la misión. El Isla de los Estados se uniría a la "Operación Rosario" como parte de la Fuerza de Tareas que tomaría las islas Malvinas.
La novedad sorprendió a la tripulación civil. Algunos de ellos eran extranjeros.
El Isla de los Estados fue el primer buque de la marina mercante que llegó a Puerto Argentino. El Ejército lo utilizó para el transbordo de cargas de otros buques mercantes que por su tonelaje no podían amarrar en el pequeño muelle de madera de la capital de la isla. También transportó víveres, combustible, armas y municiones y efectivos a distintas posiciones de las tropas argentinas.
El barco no tenía defensa antiaérea. Navegaba por la noche, en la niebla, e intentaba ocultarse en accidentes geográficos para que no quedara al descubierto su posición.
Desde el Isla de los Estados, a través de una grúa, fueron colocadas 25 minas de 400 kilos de explosivos frente a las aguas de Puerto Argentino.
El 1º de mayo de 1982, después del bombardeo aéreo y naval inglés sobre la capital de las islas, se decidió trasladar el barco al estrecho San Carlos, que separa la isla Soledad de la Gran Malvina.
En esa nueva posición, el Isla de los Estados continuó con los trabajos de carga y descarga con otras naves. Una de ellas fue el "Monsunen", un barco de pequeño porte confiscado a las Falklands Islands Company (FIC), que solía usarse para el traslado de ovejas.
El Monsunen navegó desde Puerto Argentino hacia el estrecho San Carlos en busca de combustible y municiones. A su cargo estaba el entonces mayor Jorge Monge, oficial de Operaciones del Grupo de Artillería de Defensa Aérea 101 (GADA 101).
Monsunen en el muelle
"Nuestro material de guerra estaba en el buque Río Carcarañá, que también habían movido al estrecho San Carlos –afirma Monge en entrevista con el autor de este artículo-. El 2 de mayo comenzamos a bordear la isla Soledad hacia el sur. Entonces me llega un "alerta submarino". Habían hundido el crucero Manuel Belgrano, y me avisan que también podíamos ser atacados. Para mantener la moral de la tropa, no lo comenté. Lo primero que pensé fue en las bajas. Me recomendaron que tuviera cuidado. ¿Pero qué alerta podía tomar yo si tenía un fusil automático, dos ametralladoras, una balsa y dos o tres salvavidas. El Monsunem era un barquito endeble.
—¿Cómo fue el contacto con el Isla de los Estados?
—Habrá sido el 4 ó 5 de mayo. Ahí me encontré con el capitán Marcelo Novoa. Lo conocía por cursos en el Colegio Militar; también estuvimos en Jujuy, cuando se movilizaron las tropas por el conflicto con Chile. Él era de artillería, yo montañista. En el estrecho San Carlos descargamos el material para mi unidad: cañones, parte de los 16 mil tiros de municiones y también me dieron la orden de retirar combustible para radares y helicópteros. Eran barriles de 200 litros que acomodamos en la cubierta. Si nos impactaban explotaba todo.
—¿Sospechaba que les podían disparar?
—Después de lo del Belgrano la posibilidad de un submarino estaba latente, pero por las profundidades de la cartografía naval no podía meterse en el estrecho un submarino de porte. Pero sí una fragata. Y había fragatas por todos lados. La isla es una defensa aeronaval. Requiere superioridad aérea y de barcos. Y nosotros en la isla no teníamos ni barcos ni aviones. Los aviones argentinos solo podían estar un minuto por el aire y tenían que volver porque sino los tiraban al mar. La Fuerza Aérea salía de Río Gallegos o Comodoro Rivadavia; en las islas no había aviones de combate. Por eso las fragatas se acercaban y tiraban todas las noches. Teníamos unos cañones de 155mm que tenían alcance, pero eran muy pocos y no contaban con un observador que las localizara bien. Era difícil impactarlas.
—¿Cuál era el clima interno de la tripulación en el Isla de los Estados?
—Era un buque de la Marina mercante compuesto por civiles y algunos marinos. Novoa me planteó que los civiles no habían estado convencidos de ir hacia Malvinas, y me decía que ellos -los militares- estaban en minoría.
El Monsumen partió hacia el norte del estrecho para hacer otro transbordo con el Río Carcaraña.
El 9 de mayo el pesquero Narwal, que hacía inteligencia para Argentina, fue interceptado, ametrallado y hundido por dos aviones Sea Harrier. Hubo un muerto y doce heridos. Tras desesperadas señales de socorro -"tenemos heridos graves", "abandonamos el buque 25 hombres", "hemos lanzado al agua un bote color naranja con los heridos graves"-, un helicóptero Puma voló desde Puerto Argentino hacia el sur para rescatarlos.
Fueron impactados por un misil. Tres pilotos murieron.
Los heridos del Narwal que fueron tomados prisioneros por la Marina británica.
El ataque británico
A primera hora de la mañana siguiente, en un trabajoso transbordo, el Río Carcaraña entregó una cohetera de veinticinco toneladas al Isla de los Estados. Ya era casi de noche cuando finalizaron las tareas.
El capitán Panigadi decidió continuar por el estrecho San Carlos hasta Puerto Howard. Esperaba llegar al amanecer. Allí esperaría nuevas instrucciones.
A las nueve de la noche, levó las anclas y comenzó a navegar con las luces apagadas. Llovía.
Una hora después, a las diez y veinte de la noche, el operador de radar de la fragata inglesa HMS "Alacrity", que navegaba en dirección sur-norte, percibió un eco que alertó sobre la presencia de un posible buque.
Desde la fragata lanzaron una bengala luminosa, que reveló su posición, casi a la altura de la isla Cisne (Swan Islands).
Era el Isla de los Estados. En ese momento contaba con veintisiete tripulantes, y transportaba 300.000 litros de combustible, municiones, bombas, que almacenaba en la bodega, y la cohetera.
El capitán Alois Payarola, desde el puente de mando, se comunicó por radio con el buque mercante "Forrest", amarrado en Puerto Howard. Preguntó si ellos habían lanzado la bengala. Respondieron que no.
Pocos segundos después, los proyectiles comenzaron a impactar sobre la banda de estribor de Isla de los Estados. Parte de la tripulación, que descansaba en los camarotes, subió al puente de mando, para saber qué pasaba. El capitán se mantenía con la radio Motorola en la mano.
Había cuerpos tendidos entre chapas retorcidas. Una lengua de fuego se erguía sobre los tambores de nafta
Desesperado, pidió al Forrest que avisara a las baterías costeras que dejaran de disparar. Seguía pensando que había sido atacado por "fuego amigo".
El Alacrity continuó su rumbo por el estrecho, sin detenerse ante la nave enemiga, que se incendiaba.
Payarola bajó del puente de mando entre las llamas y el humo. Un último impacto de cañón lo había destruido. Pero él se tocaba y sentía que no le había pasado nada. Había cuerpos tendidos entre chapas retorcidas. Una lengua de fuego se erguía sobre los tambores de nafta. La nave se inclinaba por estribor. Lloviznaba.
Encontró al marinero Alfonso López, español, y al camarero Héctor Sandoval, de 52 años, intentando lanzar una balsa inflable al agua helada.
Los impulsó a salvarse.
López, que no sabía nadar, cayó en el centro.
En su salto, Sandoval golpeó con una estructura metálica y no volvió a salir a la superficie.
Los marineros gritaron: “Viva la Patria”, “Viva la Patria”. Y se perdieron en la oscuridad de las aguas
Sin querer, Payarola resbaló y cayó al agua. Tenía una pequeña linterna de mano con la que intentaba pedir auxilio. Nadó hacia otra balsa que ocupaban dos marineros, Manuel Oliveira y Antonio Cayo. Se estaban hundiendo. Pero le cedieron un lugar de privilegio para que su jefe se mantuviera a flote. Payarola se negó y prefirió alejarse a nado.
Los marineros gritaron: "Viva la Patria", "Viva la Patria". Y se perdieron en la oscuridad de las aguas.
El buque Isla de los Estados ya estaba hundido.
Payarola escuchó el zumbido de las aspas de un helicóptero en la oscuridad de la noche, que los sobrevolaba. Un Sea King se había acercado a verificar la zona del desastre.
Intentaba nadar como podía, pero la corriente lo arrastraba. Ya no escuchaba voces de otros náufragos. Sentía que los pies y las manos se le congelaban.
Con su linterna, a lo lejos, iluminó un bulto negro. Nadó hacia esa dirección. El bulto negro era la balsa del marinero López. Se habían incorporado también el capitán Panigadi y el primer oficial Jorge Bottaro, que escaparon de la explosión del puente de mando. Lo ayudaron a subir.
Remaron.
El Alacrity, mientras tanto, continuó su navegación por el estrecho. Era la primera fragata británica que lo atravesaba de sur a norte, en misión de reconocimiento.
“Se ahoga Bottaro, se ahoga Bottaro”. López no sabía nadar. Sólo podía dar aviso
A esa altura de la guerra, Inglaterra ya había bloqueado las islas con la imposición de una zona de exclusión total. El Río Carcarañá había sido el último barco argentino en llegar a las islas.
Inglaterra también había decidido que el estrecho San Carlos sería la cabecera de playa, pero el almirante John Woodward quiso asegurarse que las aguas no estuviesen minadas y no hubiese defensas costeras que pusiesen a riesgo el próximo desembarco de la infantería británica.
La misión del Alacrity, sin embargo, estuvo bajo riesgo extremo esa misma madrugada, después de haber hundido el Isla de los Estados.
El submarino San Luis, acomodado en la boca del estrecho, lo ubicó en su radar y preparó la información para el lanzamiento de torpedos SST-4.
Decidió impactarlo con dos. Era la una y media del 11 de mayo. El primer torpedo no logró salir del tubo, y al segundo se le cortó el cable de guiado minutos después del lanzamiento.
Dos días después el submarino regresaría a Mar del Plata y no volvería a combatir.
Esa madrugada, con la balsa inflable, Panigadi, López, Bottaro y Payarola continuaron remando hacia una de las costas del estrecho.
Eran los únicos cuatro sobrevivientes de la tripulación. Pero la balsa estaba averiada.
Panigadi decidió volver al agua para reducir el peso. Iba aferrado a la cuerda salvavida que la rodeaba. Pasaron varias horas remando hasta que divisaron una costa. Pero la corriente les impedía aproximarse. Temían que los empujara mar adentro.
Panigadi decidió lanzarse a nado. Confió que podría llegar a la costa, pero las aguas lo fueron desviando, se alejaba cada vez más. Levantó las manos, pidió auxilio. "Se va Panigadi", "se va Panigadi", gritó López, hasta que lo perdieron de vista.
No lo volvieron a ver.
Quedaron tres.
Payarola ya había perdido las energías.
Los remos no lograban romper el curso de la corriente. No avanzaban. Decidió aferrar una soga larga, de cincuenta metros, a la balsa, la tomó de la otra punta y comenzó a nadar, para arrastrarla hacia la costa.
Ya estaba a pocos metros cuando escuchó otra vez los gritos de López, que lo alertaba.
—"Se ahoga Bottaro", "se ahoga Bottaro".
López no sabía nadar. Solo podía dar aviso. Payarola volteó hacia atrás y fue al rescate de Bottaro, que estaba inmóvil sobre las aguas. Logró tomarlo del chaleco y retenerlo; lo fue trasladando hacia la costa.
López seguía en la balsa. Corría riesgo de que la correntada lo llevara. No sabía qué hacer. Hasta que, impulsado por su capitán, decidió lanzarse al agua y nadar. En un esfuerzo supremo, llegó a hacer pie entre el pedregullo y la arena de la costa.
Payarola calculó que serían las tres de la madrugada.
La lluvia, que los había hostigado en forma constante desde el naufragio, ahora se intensificaba.
Pero ya estaban a salvo los tres.
Bottaro estaba helado, recostado sobre el suelo. No hablaba. Lo pusieron a reparo, en un lugar más protegido. Enseguida empezó a tener espasmos y contracciones. Tuvo un paro cardíaco. Intentaron reanimarlo. Murió bajo la lluvia.
Todavía no sabía dónde estaban.
Con los remos cavaron un pozo y se quedaron quietos, tratando de descansar, pero el frío y la lluvia arreciaba. Payarola y López tenían las ropas mojadas, los dos habían perdido un botín y tenían un pie descalzo. Después de un rato, decidieron salir a buscar ayuda. Caminaron cerca de una hora entre las piedras. Todavía no había amanecido.
A lo lejos, en una colina, observaron una vivienda y al lado, un galpón.
Entraron. Estaba vacío. Se quitaron las ropas y se cubrieron con una bolsa de arpillera y lana de oveja. En los fardos Payarola encontró la inscripción "Swan Island", que le permitió ubicarse. Se echaron sobre dos camastros y se quedaron dormidos.
La casa tenía alimentos y empezaron a separarlo por raciones. También encontraron agua potable dentro de un tanque. Ese mismo día salieron a recorrer la isla pero no encontraron nada.
Con los pies protegidos con cuero de oveja, cada amanecer tomaron la costumbre de acercarse a los peñascos donde habían desembarcado, junto al cuerpo de Bottaro, y permanecían sentados a la espera de que alguna nave o helicóptero los interceptara. Por momentos agitaban una tela naranja que había tomado de la balsa, pero no obtenían ningún resultado.
Después de cinco días, el 16 de mayo, el Forrest, un pequeño carguero que había sido incautado en el muelle de la Gobernador de Malvinas, apareció por las aguas del estrecho. Le hicieron señas. El carguero se acercó pero no los reconocieron. Estaban cubiertos con tela de arpillera y parecían desfigurados. Les pidieron que se identificaran.
-Capitán de corbeta Alois Esteban Payarola
-Marinero Alfonso López.
Subieron el cadáver de Bottaro. Al día siguiente fue enterrado en un improvisado cajón de madera en un cementerio local, con honores militares.
El 16 de mayo el Río Carcarañá sería ametrallado por aviones Sea Harrier, pero no les produjo bajas.
Sus tripulantes, que nadaron hacia la costa, también fueron recogidos por el Forrest.
Solo algunos cuerpos del Isla de los Estados pudieron ser identificados y enterrados en el cementerio Darwin de las islas Malvinas.
El coronel (re) Jorge Monge intenta iniciar un proceso de búsqueda e identificación de los restos del capitán Marcelo Novoa y del cabo Roberto Busto, de 18 años, oriundo de Villa María, Córdoba, quienes murieron en el ataque al buque mercante.
Uno de sus sobrevivientes, Alfonso Alfredo López, oriundo de Finisterre, La Coruña, falleció en septiembre de 2005.
Alois Esteban Payarola vive en Bahía Blanca.
*Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es «Primavera Sangrienta». Argentina 1970-1973. Un país a punto de explotar. Presos políticos, guerrilla y represión ilegal. Ed. Sudamericana @mlarraquy