Enrico Calamai: la parábola del héroe que incomodaba al poder cuando salvaba vidas

Fue funcionario en el consulado italiano. Armó una pequeña red para refugiar a perseguidos y falsificar documentos. En contra de la política de su propio gobierno, ayudó a escapar a casi medio millar de argentinos e italianos durante la dictadura, hasta que lo cambiaron de destino. Su misión en Santiago de Chile en la que le tiraron un cuerpo en los jardines de la embajada

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El cuerpo arrojado en los jardines de la embajada italiana en Santiago de Chile no era una señal de buen augurio para el funcionario que acababa de hacerse cargo de la sede diplomática. Fue en la madrugada del 4 de noviembre de 1974.

Enrico Calamai tenía entonces 27 años.

Desde hacía dos había sido destinado al consulado italiano en Buenos Aires, en la calle Marcelo T de Alvear. Tenía una tarea pacífica y burocrática. Tramitaba pensiones, pasaportes, firmaba expedientes. Vivía solo en un departamento con balcón hacia la avenida 9 de julio.

En su vida social, concurría a agasajos y a encuentros y celebraciones de la colectividad italiana, en las que daba algún discurso. Tenía auto oficial y un chofer que lo trasladaba. Nada que escapara a los canales habituales de la vida diplomática para un funcionario de menor jerarquía.

Pero la situación en Chile requirió de su inmediato concurso. El golpe militar de 1973 provocó una oleada de pedidos de asilo político en las embajadas. Muchos embajadores fueron expulsados del país facilitarles la salida.

Italia no había reconocido al gobierno de Pinochet. Rompió relaciones diplomáticas y retiró a su embajador. Sólo mantuvo a un encargado de negocios.

Un año después, Italia era la única representación diplomática que mantenía refugiados. Eran más de cuatrocientos. Muchos habían saltado el muro de más de dos metros para salvarse de la represión, ayudados por personal de la embajada.

El principio de extraterritorialidad los ponía a salvo. Los militares no podían ingresar. Pero hacia octubre de 1974, Italia ya no entregaba visas para sacar a los refugiados de Chile. Y el gobierno militar tampoco daba garantías a los que quisieran trasladarse al aeropuerto. Ya no había salvoconducto.

Los refugiados estaban sin perspectiva de salida.

Augusto Pinochet
Augusto Pinochet

Aún así, eran muchos los que merodean la embajada con la intención de ingresar hacia ella, aprovechando una distracción de los carabineros que custodiaban el muro.

Como Italia no quería reponer a su embajador, decidió el traslado de Enrico Calamai desde el consulado de Buenos Aires para ordenar el funcionamiento interno de la sede diplomática.

Los refugiados le dieron una habitación y empezó a convivir con ellos. Al régimen militar le molestaba que se movieran en un territorio que no podían controlar, con comités políticos internos, decisiones asamblearias, como una universidad tomada.

Enviaron un mensaje para expresar su molestia.

El cuerpo de Lumi Videla.

Era una militante del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria). Había sido secuestrada, torturada y ultimada por agentes de inteligencia del régimen militar (DINA).

Lumi Videla cayó pesadamente en el jardín de la residencia diplomática.

El hecho produjo horror y pánico. El mensaje del régimen era para los refugiados y también para Italia, representada por Calamai.

Se temió que ese podría ser el apenas el primer paso. El próximo era el ingreso de los carabineros a la embajada y las detenciones masivas.

La estrategia de tensión ya estaba instalada: secuestros, atentados, tácticas violentas, psicosis.

Lumi Videla
Lumi Videla

La presencia de Calamai les daba una relativa garantía de seguridad.

Después de meses de conflicto, Pinochet permitió el traslado de los refugiados a la península e Italia se comprometió a elevar el muro, colocarle alambres de púa y no recibir más a nadie que reclamara asilo político.

Calamai se fue de Chile con la imagen de dos carabineros bajando del muro a un muchacho y arrastrándolo de sus brazos. Sintió impotencia y no pudo reaccionar.

A poco de retomar sus funciones en el consulado italiano en Buenos Aires, Calamai recibió la primera solicitud de refugio en su despacho.

Todavía gobernaba Isabel Perón.

Era un hijo de italianos al que, por el principio de "ius sanguinis", el estado lo reconoce como un connacional. Le contó que a sus compañeros de fábrica se los habían llevado y cuando quiso ir a su casa advirtió que estaba rodeada por policías de civil. Se sintió en riesgo.

Después de la experiencia de Chile, Italia había ordenado a sus embajadas y consulados no otorgar pedidos de asilo ni refugiados.

Calamai concedió un pasaporte italiano en el acto, acompañó a la persona al aeropuerto en el auto oficial y lo puso a salvo ese mismo día.

Fue el primer salvataje.

Pocos días antes del 24 de marzo de 1976, la embajada italiana estaba informada del golpe de estado y reforzó su política de rechazo a los pedidos de refugio, aún cuando fueran italianos.

El gobierno italiano prefería mantener buenas relaciones con el futuro gobierno militar antes que proteger a sus ciudadanos.

La usurpación del poder no sorprendió a Calamai.

Lo sorprendió la naturalidad.

"Recuerdo el centro de Buenos Aires pocos días después del golpe de Estado. No se veía un tanque, un retén. El tráfico era normal, negocios estaban abiertos, los restaurantes llenos, los cines también, no había signos de violencia. Yo supe por un periodista que en la periferia, algo ocurría. Que había puestos de control, grupos que entraban en las casas", refiere **.

En Chile, la Casa de la Moneda había sido bombardeada. Los militares exhibían su fuerza represiva. Las imágenes –fotos, filmaciones-, llegaban a todo el mundo. En Argentina, no. No había violencia, no había cuerpos en la calle. Esto hacía suponer que la violencia no existía. Había apariencia de una normalidad.

El cónsul general, su autoridad inmediata superior, le dicta a Calamai el telegrama que debe enviar al Ministerio de Asuntos Exteriores (MAE), en Roma:

"Buenos Aires. No hubo incidentes. Todo parece estar bajo control. La colectividad italiana espera con confianza el desarrollo de la situación".

Pero la estrategia de eliminación era masiva.

Calamai se fue enterando por italianos que recurrían a su despacho. Muchos de ellos habían sido rechazados en la Embajada, que no atendían sus denuncias. Los echaba el portero. O la policía. Lo mismo sucedía, casi sin excepciones, en otras sedes diplomáticas. Si aceptaban refugiados se exponía al mundo que en la Argentina había perseguidos políticos.

Era lo que se trataba de evitar.

Lumi Videla
Lumi Videla

Pero el Consulado no podía otorgar asilo político porque no es una jurisdicción extraterritorial. La policía podía irrumpir para aprehender a quien quisiera. De hecho, dentro del edificio, circulaban policías de civil.

"A la semana empezaron a llegar a mi oficina personas que decían que se habían llevado a sus hijos. Todas contaban lo mismo. Por la noche la casa había sido rodeada por autos sin patentes, grupos sin uniforme tiraban la puerta abajo, golpearon a la familia, agarraron a uno y se los llevaron. Incluso robaban pertenencias. A los padres les decían que no se preocuparan, que fueran mañana a la comisaría y allí les dirían dónde estaban. Pero en la comisaría, revisaban el cuaderno de detenidos, y sus nombres no estaban. Y el chico no volvía", indica Calamai.

Calamai consiguió un abogado, Atilio Librandi –fallecido el último 18 de diciembre, a los 99 años-, para que realizara pedidos de hábeas corpus y el juez diera una respuesta. Pero las respuestas demoraban o se negaba la detención.

Era la estrategia de la negación.

"Yo escuchaba sus relatos en mi oficina, que me decían 'si me detienen me matan', y luego, recuerdo la sensación de salir hacia la calle ver una ciudad alegre, donde no ocurría nada. Me parecían dos mundos opuestos que se negaban uno al otro. Era algo enloquecedor. No era comprensible lo que pasaba. Todo era impalpable. Imposible de creer. Se hablaba de campos de reeducación en la Patagonia, donde los secuestrados eran maltratados pero luego eran liberados. Y los familiares se aferraban a esa esperanza, porque si no hay cadáver, no hay muerto. Los familiares seguían esperando", afirma Calamai.

Después de los familiares, comenzaron a llegar a su despacho los desesperados, los perseguidos, los que no tenían más ropa que la puesta, ni dinero ni lugar adonde ir. Porque su casa había sido saqueada, o porque había autos rondado por el barrio. Porque no tenían otra salida que irse del país o morirse. Y querían morirse. Algunos llegaban solos, otros con sus parejas, e incluso con niños.

Cuando los recibía, Calamai siempre tenía en mente la imagen de los dos carabineros del muchacho que no había podido saltar el muro. Y se preguntaba qué destino habría tenido.

"Los hábeas corpus que presentábamos eran inútiles, no servía. Sabía que las personas que venían estaban en riesgo y yo tenía el enorme privilegio que la situación me permitía: poder ayudar. No podía dar asilo. Podía hacer pasaportes. Sabíamos que en el Aeroparque metropolitano había menos control que en el aeropuerto Ezeiza. Entonces los hacíamos salir de Argentina con su documento de identidad e ingresaban a Uruguay con pasaporte italiano, como ciudadanos italianos. Me contactaba con personal de la embajada en Montevideo y les pedía que los esperaran y les dieran boletos de avión para viajar a Roma. Era un mecanismo que se realizaba en medio de una gran tensión, pero funcionaba. Luego, por el peligro que representaba Uruguay empezamos a hacer la salida por Brasil".

Calamai intentaba que viajaran con cédula de identidad hasta Brasil y luego utilizaran el pasaporte italiano en el trasbordo de Brasil hacia Italia. En una oportunidad, Alitalia se negó a emitirle un ticket con distintos documentos.

Logró convencer a un italiano que conocía de la compañía aérea Varig y voló hasta Río de Janeiro con los dos refugiados, para observar que pasaran el control de documentos y se embarcaran a Roma. Un error, un desliz, podía significar la muerte.

La situación era más compleja cuando los refugiados se presentaban sin una cédula de identidad argentina.

Calamai recurría a al capitán Seisdedos, de la Cancillería argentina, para que se los tramitara ante el Ministerio del Interior.

Nunca supo si Seisdedos era su nombre real.

Le explicaba que tenía un "muchacho" con problemas pero que en Italia le requerían que lo sacara del país, antes de la prensa se enterara. No quería conflictos. Para estos casos, Calamai contaba con la ayuda de Giangiacomo Foá, corresponsal del Corriere della Sera, que publicaba pedidos de asilo de italianos o requería información al MAE por casos específicos. De este modo, se agitaba los canales diplomáticos.

Al cabo de unos meses, Seisdedos informaba a Calamai ya estaba lista la cédula para ser retirado por el Departamento Central de Policía de la calle Moreno. Debía hacerlo el propio interesado, que temía una celada. La situación generaba pánico.

"Eso era un momento muy duro. Yo los acompañaba por los riesgos que suponía. Pero nunca pasó nada", refiere.

Calamai intentaba establecer una organización interna, secreta, paralela, que entre los trámites de la burocracia consular, garantizara la vida de cada uno que llegara a su oficina.

Su red –en la que colaboraba su hermano desde Roma y el sindicalista Filippo di Benedetto, que hacían circular la información con telegramas cifrados- sufrió una pérdida con la partida del periodista Foá.

La noche anterior, en un agasajo diplomático, Foá le había informado a Calamai que en forma regular llegaban cadáveres a la costa uruguaya del río de la Plata. Estaban hinchados, carcomidos por peces y mostraban signos de torturas. Fue la última vez que lo vio. Pocas noches después, un grupo de hombres interceptó a Foa en la puerta de su casa y le dio 24 horas para irse de la Argentina.

Calamai perdió un aliado.

Comenzó a sentir la Argentina como un gran campo de concentración en los que todos estaban obligados a adoptar conductas y pensamientos necesarios para su supervivencia.

Poco después, el vicecónsul comenzó a esconder refugiados adentro del Consulado, como había sucedido en Chile, pero en proporciones menores. "Recordé que había una pieza no utilizada dentro del consulado no utilizada y como no sabía dónde guardar gente, los ponía adentro", dice Calamai.

El primero que ocupó la ocupó fue Pietro Cargnelutti. Era una habitación vacía, con dos sillas y sin baño. Los refugiados aparentaban ser personal del consulado, recurrían al baño público. Calami les acercaba comida. Cargnelutti llegó a estar cerca cuatro meses oculto en el consulado a la espera del documento, y como el documento nunca llegó, con los sellos que le proveyó el propio Calamai elaboraron un documento falso para salir del país.

Hoy está con vida.

Otra historia que trascendió del "Schindler de la Argentina" en tiempos de la dictadura fue la del padre y sus dos hijos que llegaron al Consulado. No tenían dinero ni documentos, y los buscaban. Cuando el cónsul les pidió que lo retiraran del edificio, Calamai los guareció en el refugio interno del consulado. Y luego se los llevó a dormir a su casa, para atenuar el peligro que implicaban los policías de civil que merodeaban adentro del edificio.

Más tarde los llevó a un convento cerca del puerto de Buenos Aires. "Los puse en un contacto con un sacerdote italiano que pero el padre superior de la orden religiosa no quería alojarlos, tenía miedo. Fue una situación angustiante, de mucha presión, con una estadía a riesgo".

Finalmente, Calamai les consiguió la documentación y pudieron escapar a Italia.

Eran todos mecanismos ocultos de un héroe incómodo, que molestaba al poder militar y al de su propio país.

"Los gobiernos occidentales, el gobierno soviético, el Vaticano… todos estaban de acuerdo que mientras los militares hicieran un trabajo aparentemente limpio, ellos no dirían nada, ni tampoco tendrían responsabilidades. Nadie podría demostrar que ellos sabían lo que ocurría en la Argentina. La estrategia era que no se hablara. No había imágenes, no había información. Y la opinión pública miraba el horror de Chile. Lo que no sabía es que en Argentina sucedía mucho peor. Pero era como si no sucediera".

En febrero de 1977, el estado italiano no quiso prorrogar su estadía en la Argentina y le cambió el destino. Lo enviaron a Nepal, y luego a Afganistán.
En menos de un año, Calamai salvó casi medio millar de vidas. No hay precisión de cuántos fueron. Él nunca los contó y en esa época nadie quería saberlo.

* Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es "Primavera Sangrienta. Argentina, 1970-1973. Un país a punto de explotar. Guerrilla, presos políticos y represión ilegal". Ed. Sudamericana.

**Los textuales de Calami fueron extraídos de su exposición en la Casa América Catalunya: "Exili i asil politic" amb Enrico Calamai, un "Oskar Schindler" a l'Argentina". Calamai escribió sus memorias en el libro: "Razón de Estado. Perseguidos políticos. Argentinos sin refugio", editado por la Asociación Toscana de Buenos Aires y la Secretaría de Derechos Humanos, 2007.

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