1. "Debe ser un presupuesto de la gran puta"
Siete días después de su juramento sorpresivo como presidente de la Nación, el caudillo puntano Adolfo Rodríguez Saá ha perdido su sonrisa gardeliana. Es el domingo 30 de diciembre de 2001, son las cuatro y media de la tarde. Somnoliento, enojado, convencido de que está siendo despedazado por una poderosa conspiración "de lobos y de lobbies", integrada por políticos, empresarios, diarios y canales de televisión, "El Adolfo" —como lo llaman todos en San Luis— repasa los rostros de los seis gobernadores peronistas que han venido a respaldar su breve gobierno. Un apoyo escaso, de final de juego.
—Muchachos, el proyecto de Presupuesto ya está terminado. Por primera vez en décadas se prevé equilibrio fiscal —anuncia el presidente desde su sillón de madera, a la cabecera de la mesa.
Los gobernadores se miran, incómodos. ¿Será verdad? ¿Una muestra de eficacia del caudillo desmesurado, discrecional y autoritario, pero creativo, dinámico y modernizador que todos ellos reconocen en el Adolfo? ¿O será apenas otro anuncio apresurado, voluntarista, como el del millón de empleos o el de la nueva moneda, pomposamente bautizada "el Argentino", pero que murió antes de nacer?
Una cosa es segura: sin el respaldo de los catorce gobernadores peronistas —amplia mayoría en el país— el proyecto de Presupuesto para 2002 no tiene ninguna posibilidad de ser aprobado por los diputados y senadores. Sin ellos, él no puede seguir gobernando.
—Muy bien, Adolfo. ¿Cómo se hizo tan rápido? —quiere saber el gobernador salteño, Juan Carlos Romero.
—Con este lápiz rojo. Se eliminaron todos los gastos superfluos. Ahora, podemos comenzar a negociar una ayuda con el Fondo Monetario Internacional, que es lo que ya me aseguraron (Horst) Köhler y (Anne) Krueger.
—¿Y qué economista lo hizo? —pregunta Ramón Puerta, un ex gobernador de Misiones que ahora es el presidente provisional del Senado y virtual vicepresidente del país.
—Yo mismo.
—Ah, entonces debe ser un presupuesto de la gran puta —bromea Puerta.
2. La primera vez de Victoria Donda
Desde su posición, Rodríguez Saá puede ver el cielo gris que se prolonga en el mar revuelto. Llovizna en la tarde de Chapadmalal, en la residencia que los presidentes suelen utilizar en verano, entre Mar del Plata y Miramar. Pero, el mal tiempo no ha logrado ahuyentar a las decenas de personas que golpean sus cacerolas en la puerta principal del complejo turístico.
Las cacerolas, el símbolo de la peor crisis de la Argentina en toda su historia, parecen perseguir a Rodríguez Sáa: no quiso realizar el encuentro crucial con los gobernadores en la Casa Rosada o en la residencia de Olivos porque tanto él como varios de sus invitados —Néstor Kirchner, por ejemplo— temían el sonido hostil que amenaza con barrer a la clase política al grito de una consigna más bien contundente: "¡Que se vayan todos!"
Es que el viernes 28 de diciembre, dos días atrás, habían vuelto los caceroleros a la Plaza de Mayo para reclamar la devolución del dinero acorralado en los bancos y la renuncia de los funcionarios más cuestionados del nuevo gobierno. Los manifestantes más exaltados —que pertenecían a organizaciones políticas— estuvieron muy cerca de entrar a la Casa Rosada, como sí logró hacerlo otro grupo en el Congreso, que incluso quemó en las escalinatas algunos sillones y muebles del precioso Salón Azul. Eran militantes de grupos de izquierda y todavía no se sabía quién los había dejado ingresar por la pesada puerta principal del histórico edificio; tampoco se conocía por qué no había ningún policía custodiando uno de los símbolos de la democracia republicana.
Esos episodios refuerzan la tesis de la conspiración en la que el presidente se siente envuelto, según él, por su negativa a salir de la Convertibilidad —que establecía una paridad fija entre el peso y el dólar— y a devaluar drásticamente el peso. También apunta contra sus adversarios dentro del peronismo, que, en su opinión, están molestos porque ahora vuela en las encuestas y, por ese motivo, buscan provocar su caída.
Con los años se supo que uno de los jóvenes que había entrado al Congreso fue Victoria Donda, hija de detenidos desaparecidos durante la última dictadura, nieta recuperada por las Abuelas de Plaza de Mayo y militante de la organización de derechos humanos H.I.J.O.S. En 2007, luego de asumir como diputada, Donda reveló al sitio www.parlamentario.com que "en realidad, la primera vez que entré al Congreso quemé un sillón…".
—¿Cómo fue eso? —quiso saber el periodista.
—La primera vez que entré al Congreso fue el 28 de diciembre de 2001 cuando echamos a Rodríguez Saá. Un grupo de jóvenes entramos al Congreso, rompimos la puerta y prendimos fuego a un sillón en la explanada.
—Buen comienzo…
—Sí, muy bueno…
—Democrático…
—Sí, me parece que sí, absolutamente democrático porque siempre que hay participación del pueblo es cuando verdaderamente hay democracia. Porque democracia no sólo es votar cada cuatro años ni hacer debates a espalda de la gente sino que hay que tratar de abrir el Parlamento a la sociedad.
3. "¡Yo no voy a ser forro de nadie!"
Vestido de oscuro, el rostro sombrío, los ojos encendidos de bronca, el Adolfo alza la voz.
—Pero, no hemos venido a hablar solo del Presupuesto o de la coparticipación federal de impuestos. Debo confesarles que esperaba otra concurrencia, otro respaldo. Para seguir acá, yo necesito apoyo. Los convoqué para ver cómo salimos de esto y en vez de venir los catorce gobernadores peronistas, vinieron seis. Así, yo no sigo: renuncio.
El presidente que nadie esperaba está furioso con el cordobés José Manuel De la Sota, con quien tuvo un áspero cruce por teléfono antes del encuentro con sus visitantes y es una de las ausencias que más se notan.
—¡El Gallego De la Sota es un envidioso! ¡Recién lo mandé a la mierda!
Los gobernadores peronistas habían designado a Rodríguez Saá como nuevo presidente, pero ahora varios de ellos desconfiaban de que el Adolfo cumpliera con el compromiso que lo había depositado en la Casa Rosada: ordenar el país y convocar rápidamente a elecciones para que quien resulte vencedor complete el mandato de De la Rúa, hasta el 10 de diciembre de 2003. Piensan que, por el contrario, quiere quedarse en el gobierno.
El Adolfo luce desbordado.
—¡Yo en siete días he cambiado al país! Mi gobierno incluyó a los excluidos, a los aborígenes también, y creó un millón de puestos de trabajo. Pacifiqué el país abriendo un diálogo con los piqueteros, con las Madres de Plaza de Mayo, con los sindicalistas; hablé con todos los líderes mundiales, que nos apoyan, como Bush. Pero, para continuar, necesito apoyo político.
—Adolfo, quedáte, tenés mi apoyo —le repite el bonaerense Carlos Ruckauf, dando inicio a un coro de respaldo al que se acoplan rápidamente todas las voces.
—Es que si no me apoyan, renuncio… Yo me voy a dormir una siesta; cuando me levante, espero que hayan firmado esto; si no, renuncio —y extiende sobre la mesa un papel con una declaración de apoyo.
El santacruceño Néstor Kirchner, que ya está lanzado como candidato presidencial, envió a su ex vicegobernador, el diputado Sergio Acevedo. Es un delegado a medias.
—Vos no digas nada, solo andá a escuchar —le ordenó Kirchner el día anterior, el sábado 29 de diciembre, apenas cortó con el presidente, que lo había invitado a la cumbre de gobernadores.
Antes de levantarse de la mesa, Rodríguez Saá repara en el rostro redondo, barbado e impasible de Acevedo.
—¿Qué piensa Néstor de esto, de este respaldo?
—No sé, Adolfo. Si querés, le pregunto ahora mismo.
—Bueno.
Acevedo se levanta, elige un rincón y llama a su jefe.
—Che, quiere que todos los gobernadores le den por escrito un nuevo aval. Y dice que si no lo hacen, va a renunciar.
—¡Ah no! Que renuncie, si quiere. Él aceptó una responsabilidad, pero, si ahora quiere renunciar, que renuncie.
Acevedo vuelve a la mesa y se sienta.
—Dice Néstor que, si querés renunciar, renuncies —le informa.
—¡No ven que no me apoyan los gobernadores! ¡No ven que me están jugando en contra! Pero, yo no voy a ser forro de nadie, que se consigan otro De la Rúa… Quédense a deliberar sobre lo que está pasando —explota el presidente.
4. "Voy a echar una meada"
El coronel Gustavo Bohn —era el número dos de la Casa Militar y dirigía a los once miembros de la custodia presidencial— interrumpe la tertulia.
—Presidente, no podemos garantizar su seguridad —le informa.
De acuerdo con Bohn, el ruidoso grupo de personas que manifiesta frente a la puerta del complejo se ha vuelto más numeroso, compacto y virulento, tanto que amenaza con entrar a la residencia en cualquier momento. Y le sugiere que evacúe el lugar en forma inmediata junto a los gobernadores, legisladores, funcionarios, asistentes y custodias.
—Perfecto. Avisen al avión que vamos a salir. Nos vamos a San Luis; voy a renunciar desde allí como un símbolo del abandono que me han hecho los gobernadores —ordena el presidente.
Tanto es el temor de los políticos a los caceroleros que, apenas Rodríguez Saá acepta el "consejo técnico" de su custodia, todos salen literalmente corriendo del chalet en busca de sus choferes y de los autos salvadores.
A tono con el gran escape, una masa de nubes ennegrece el cielo y el océano, y sopla un aire de tormenta: el escenario de una fuga apocalíptica que, en realidad, había sido encabezada por Ruckauf un rato antes. El gobernador miraba por la ventana del living cuando vio que uno de sus custodios le hacía señas que saliera y que el piloto del helicóptero encendía el motor y ponía las aspas en movimiento.
—Voy a echar una meada —avisó, y encaró hacia la puerta de salida.
—Vamos que yo voy a mear con vos —lo siguió Puerta, que también estaba atento al solitario helicóptero de Ruckauf. Y le hizo señas a Carlos Rovira, su "delfín" en la gobernación de Misiones.
Ruckauf caminaba en punta, algo encorvado y tomándose la cabeza para protegerse de la polvareda que levantaba la velocidad creciente de las aspas del helicóptero. Tronaba el motor de la máquina voladora. Puerta y Rovira lo seguían a una cierta distancia.
—Esto parece Saigón 1975 —gritó Puerta. Se refería a la desesperada huida de los ciudadanos estadounidenses en helicópteros, antes de la caída de la capital de Vietnam del Sur a manos de los guerrilleros comunistas del Vietcong.
Ruckauf trepó a la máquina y la puerta se cerró desde adentro; Puerta golpeó la ventanilla con el celular hasta que la puerta se volvió a abrir, y pudo subirse y sentarse. Pero, no había lugar para Rovira: como no es muy alto, logró escapar sentado en la falda de Puerta.
5. "¡No me digan que, encima de todo esto, nos van a coger!"
El helicóptero de la gobernación bonaerense ya se había ido cuando Rodolfo Frigeri, el virtual ministro de Economía de Rodríguez Saá, sale del pequeño chalet donde terminó los últimos detalles del presupuesto para 2002 aceptando una invitación del senador Antonio Cafiero, un experimentado economista y político del peronismo.
—Rolo, vamos a ver cómo está la reunión entre el presidente y los gobernadores.
Frigeri ya hizo los deberes y ahora camina tranquilo rumbo al chalet número 3 junto con Cafiero y tres funcionarios de Economía. A los pocos metros, notan que algunos vehículos oscuros avanzan hacia ellos a gran velocidad.
—¡Maza, Maza, pará! —le grita Cafiero, siempre locuaz, al gobernador riojano; no tiene suerte.
—¡Juan Carlos, Juan Carlos! —intenta otra vez Cafiero, pero el auto en el que escapa el gobernador salteño casi lo atropella.
—Antonio, Antonio, guarda que lo van a pasar por encima —le advierte Frigeri.
—Pero, ¿por qué se van de esta manera? ¿Qué les pasa a los compañeros?
Parado a un costado del sendero, Frigeri ve pasar más coches y también una combi blanca de presidencia con una pequeña muchedumbre de funcionarios despavoridos, en la que reconoce al secretario de Turismo y Deportes, Daniel Scioli, nombrado por el Adolfo para congraciarse con el ex presidente Carlos Menem.
Frigeri se preocupa todavía más cuando repara en que uno de los vehículos es el que le habían asignado como virtual ministro de Economía.
—Ése es mi auto, pero ¿qué carajos pasa aquí?
Llama por celular a uno de los que escapan en la combi blanca y se entera de que se están yendo por temor a una invasión de caceroleros, y que Rodríguez Saá decidió renunciar en San Luis. Por eso, van en busca del avión presidencial, que los espera en la pista de Miramar.
Ya están llegando al chalet 3 cuando Frigeri termina de relatar las novedades que le pasaron por teléfono.
Indiferentes, varios empleados limpian el lugar. Los políticos les explican que se han olvidado de ellos y les preguntan si conocen a alguien que pueda llevarlos al aeropuerto de Mar del Plata.
—¿Por qué no le dicen al parrillero? Él tiene una camioneta. Ojo que está por irse —les contesta un empleado.
Ansiosos, Frigeri, Cafiero y el resto del grupo salen del chalet y a un costado ven a un hombre que está por subirse a una vieja camioneta Ford, carrozada; allí trajo la carne y las achuras para el asado del mediodía.
—Hola amigo, ¿usted está saliendo? Necesitamos que nos acerque a Mar del Plata. ¿Nos haría la gauchada? —implora Cafiero.
—Mire, voy acá cerca, pero puedo sacarlos de aquí y dejarlos en la ruta.
—Está bien, amigo. En la ruta, hacemos dedo.
—Pero si me ven los muchachos que están protestando, me rompen la camioneta. Tienen que ir atrás.
—¿Atrás? —se sorprende Frigeri.
—Sí, así no los ven.
El parrillero abre la caja de la camioneta y acomoda un viejo colchón para que los cinco extraños no ensucien sus prolijas vestimentas con los restos de comida y de carbón.
—¿Un colchón? ¡No me digan que, encima de todo esto, nos van a coger! —suelta Cafiero.