Este 17 de noviembre se cumplen 45 años del primer retorno de Juan Domingo Perón al país, en 1972, diecisiete años después de su derrocamiento. Desde ese momento hasta su fallecimiento, 18 meses más tarde, el proceso histórico cobró una vertiginosidad que convierte a los meses en años y a los años, en décadas. Esa vorágine es tal vez la responsable de que, hasta el día de hoy, haya tantos interrogantes irresueltos sobre sus múltiples significados; cuestión que, en no poca medida, ha perturbado a la política argentina hasta nuestros días.
Perón sigue configurando un fenómeno tan rico e insuficientemente explorado como lo sugiere la gama de interpretaciones sobre su papel en la historia argentina. En un plano elementalísimo, fue el emergente local más significativo del militarismo político abierto a escala planetaria por la guerra de 1914 y que habría de signar al siglo XX. En un mundo desconcertado por las nuevas guerras totales y la crisis de las élites establecidas, el papel directo o indirecto de los militares en la conducción de los Estados vino por añadidura.
Como nervio y mentor protagónico del golpe de 1943, y hombre fuerte de la dictadura que lo habría de catapultar al poder, Perón había logrado de un modo tan vertiginoso como el de su retorno 30 años más tarde la proeza de encolumnar detrás del Estado al denso movimiento sindical devenido de la industrialización forzada por la crisis de 1930. Tal vez la lejanía de la disputa en gestación en la Europa de posguerra explique la incomprensión por parte del establishment local de los designios preventivos de su política social.
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También, su convicción de que la fórmula de reorganización económica social y política aportada por las guerras y la depresión de 1929 era, más allá de la derrota de los fascismos, irreversible. Lo cierto es que el diferendo abrió cauce a una polarización centrífuga que durante el cuarto de siglo ulterior no haría más que agravar el conflicto de legitimidades congénito del sistema político argentino desde la ley Sáenz Peña.
Los desafíos de principios de los 70 no le iban a la zaga. Durante los años de su exilio, el país había ingresado en una etapa más compleja de su desarrollo industrial. En torno de los centros industriales de Córdoba y Rosario había aparecido un sindicalismo clasista nuevo y desafiante respecto de aquel que Perón había organizado en los 40 reforzado tras su caída. Además, el refundacionalismo del golpe de 1966 había radicalizado política y culturalmente a sectores juveniles universitarios procedentes de las nuevas clases medias generadas por la modernización socioeconómica abierta por el desarrollismo.
Un último ingrediente tornaba a la combinación aún más explosiva: el Cono Sur se había convertido en una zona caliente de la Guerra Fría. Era natural, entonces, que los exponentes más lúcidos de la élite dirigente, sobre todo los militares, empezaran a percibir de manera diferente al hasta poco antes innombrable "tirano prófugo", y hasta disponerse a reconocerle cualidades virtuosas al ordenamiento social que fundó. El caso del general Aramburu es paradigmático al respecto. Tanto como los misterios nunca aclarados sobre los móviles, mentores, ejecutores verdaderos de su asesinato; el primero de una larga serie de nuestra historia reciente.
¿El Perón que volvía victorioso de su disputa estratégica con un jugador de fuste como el general A. Lanusse, sólo comprensible en clave de su común profesión, era el mismo que en 1955? ¿O su largo exilio en la España franquista lo había persuadido de modificar muchas de sus apreciaciones primigenias?
¿Se había convencido del anacronismo de los regímenes de partido único y retornado a los principios básicos de la democracia liberal? ¿Su participación indirecta en "La Hora del Pueblo" y sus ulteriores acuerdos con Balbín y Frondizi alcanzan para confirmar esa reconversión? ¿O no eran sino la corroboración tardía pero inevitable de su cualidad natural de conductor de la nación por parte de la flor y nata de quienes lo habían combatido e intentado suceder luego de 1955?
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¿Creía Perón efectivamente que habría de reeditar la hazaña de neutralizar, como de hecho le encomendaba un establishment asediado, tanto al nuevo sindicalismo clasista como a las organizaciones juveniles clandestinas adiestradas desde la Cuba castrista? ¿O, en su defecto, sabía muy bien que a él también le habrían de declarar la guerra, y que sólo él podía sustentar de legitimidad su terminante derrota en nombre del Estado?
Una última consideración. ¿Fueron los nueve meses de su tercera gestión un fracaso catastrófico que explica la tragedia ulterior? ¿O sus esfuerzos denodados en medio de una carrera, ya no en contra de sus enemigos sino de la muerte, le evitaron al país una guerra civil de proporciones equivalentes a las de los grandes genocidios del siglo XX?
Preguntas que aguardan el debate para desatar uno de los nudos gordianos más difíciles de la Argentina de las últimas décadas. Sobre todo en la coyuntura actual en la que el peronismo deberá probar nuevamente su capacidad de supervivencia.