El 29 de julio de 1966 no hubo un eclipse total de sol. Sin embargo, en pleno centro de Buenos Aires, ese día –que había empezado con buen tiempo: luminoso y no demasiado frío– se tornó bruscamente en noche. Y ese eclipse duraría casi dos décadas.
Un mes antes, el 28 de junio, el general Juan Carlos Onganía (1914–1995) encabezó el golpe militar contra el gobierno del doctor (médico) Arturo Umberto Illia (1900–1983), radical, y presidente desde el 12 de octubre de 1963. Llegó a la presidencia por las urnas, pero con un pecado original: la proscripción del peronismo, decretada por el gobierno militar que derrocó a Arturo Frondizi el 29 de marzo de 1962.
Onganía –callado, de gesto hosco, chauvinista, católico ultramontano–no era muy respetado por sus pares: algunos de ellos lo definían como "un general de cuarto grado". Su cabeza hervía de prejuicios: desconfiaba de la ciencia– llegó a decir que la matemática moderna era subversiva–, las palabras comunismo o izquierda lo erizaban, y después de la clásica gala del Colón prevista para las asunciones presidenciales, criticó a las bailarinas de El lago de los cisnes por la brevedad de sus tutús, "que las muestran casi desnudas", dijo. Indecencia que recorre el mundo, con la deliciosa música de Chaikovski, ¡desde el cuatro de marzo de 1877!
Los años 60 fueron altamente politizados: Cuba, el Mayo del 68 en París, guerrillas en Venezuela, Perú, e -incipientes- en la Argentina. Ola que inevitablemente llegó a las universidades. Cualquiera que haya estudiado o conocido esos centros como periodista (mi caso) sabe que bullían de consignas, actos políticos y protestas. Pero de todo signo: un arco de extrema derecha a extrema izquierda, y con puntos intermedios y moderados.
Sin embargo, Onganía, que había prometido cien años de Revolución Argentina (así bautizó a su usurpación de la democracia) redujo ese panorama con una cumbre del pensamiento: "La universidad es una cueva de comunistas". Y no tardó en actuar. Empezaba el eclipse.
En la noche del 29 de julio de 1966, después de intervenir todas las universidades del país y anular su régimen de gobierno, vigente desde la Reforma de 1918, ordenó el desalojo por la fuerza de cinco facultades porteñas. Pero las más castigadas fueron Ciencias Exactas (Perú 222, Manzana de las Luces, donde estudiaron grandes figuras: por caso, Juan Bautista Alberdi) y Filosofía y Letras.
Al anochecer, tropas de la Guardia de Infantería, con instrucciones acordadas entre el jefe de Policía, general Mario Fonseca, y el jefe de la SIDE, general Eduardo Señorans, y al mando del comisario Alberto Villar, cargaron contra estudiantes, graduados y profesores con saña salvaje pocas veces vista. Los hicieron salir, formar en doble fila, y los golpearon con largos machetes (bastones) creados para reprimir disturbios.
Rolando García, decano de Exactas, que estaba con Manuel Sadosky, su vicedecano e introductor en el país la computación, enfrentó al oficial al mando: "¿Cómo se atreve a cometer este atropello. ¡Todavía soy el decano de esta casa de estudios!"
Respuesta: un bastonazo en la cabeza.
Sangrando, García se levantó: "¿Cómo se atreve a cometer este atropello? ¡Todavía soy el decano!".
Respuesta: otro bastonazo que le quebró un dedo cuando intentó proteger su cabeza.
Mientras, otros esbirros destruyeron laboratorios y bibliotecas.
Al día siguiente, 30 de julio, en la edición matutina del New York Times se publicó una carta enviada por Warren Ambrose, profesor de Matemática en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) –primer nivel mundial– y en la UBA (Universidad de Buenos Aires). Estos son algunos párrafos.
"Entonces entró la policía. Me han dicho que forzaron las puertas… Lo primero que escuché fueron bombas de gas lacrimógeno…Luego llegaron soldados que nos ordenaron, a gritos, pasar a una de las aulas grandes, donde se nos hizo permanecer de pie, contra la pared, rodeados por soldados con pistolas, todos gritando brutalmente, estimulados por lo que estaban haciendo: se diría que estaban emocionalmente preparados para ejercer violencia contra nosotros… Luego, a los alaridos, nos agarraron a uno por uno y nos empujaron hacia la salida del edificio… Nos hicieron pasar entre una doble fila de soldados, colocados a una distancia de diez pies entre sí (unos tres metros), que nos pegaban con palos o culatas de rifles y nos pateaban rudamente en cualquier parte del cuerpo. Yo fui golpeado en la cabeza y en el cuerpo…
Esta humillación fue sufrida por todos nosotros: mujeres, profesores distinguidos, el decano, el vicedecano, auxiliares, docentes y estudiantes. Muchos, seriamente lastimados… Lo ocurrido parece reflejar el odio del actual gobierno por los universitarios. Odio para mí incomprensible, ya que forman un magnífico grupo que trata de construir una atmósfera universitaria similar a la de las universidades norteamericanas. Esta conducta va a retrasar seriamente el desarrollo del país".
Profético. Esa noche hubo 400 detenidos. En los meses siguientes, entre profesores despedidos y renunciantes, 700 de los mejores dejaron vacías sus cátedras. Algunos (301, exactamente) se exiliaron. De ellos, 166 fueron contratados por universidades latinoamericanas, 94 por Estados Unidos, Canadá y Puerto Rico, y 41 por casas de estudio de Europa.
El brutal drenaje dejó a la cultura del país sin nombres como el filósofo Risieri Frondizi; el epistemólogo, físico y meteorólogo Rolando García, que en el exilio desarrolló la epistemología genética junto con (¡nada menos!) Jean Piaget; el historiador Tulio Halperín Donghi; el epistemólogo Gregorio Klimosvsky; la astrónoma Catherine Gattegno; la médica psiquiatra Telma Reca, experta en Psicología Evolutiva; la física atómica, Mariana Weissmann… y Manuel Sadosky, el hombre que instaló en la UBA la primera computadora que conoció el país. Se llamaba Clementina, llegó desde Inglaterra en noviembre de 1960, y después de la Noche de los Bastones Largos, el onganiato apagó sus luces. Fue desmantelada en 1971.
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Por supuesto, la puñalada contra las universidades desangró también los contenidos, hasta entonces considerados de excelencia. Los interventores militares, por orden de Onganía, censuraron dura e irracionalmente todo el andamiaje intelectual tejido en la Universidad de Buenos Aires desde su fundación… ¡hace 196 años!, el 12 de agosto de 1821, por Bernardino Rivadavia.
Abolida la Constitución Nacional y reemplazada por el Estatuto de la Revolución Argentina, Disueltos el Congreso y la Corte Suprema, intervenidas todas las provincias y prohibida toda actividad política, la Universidad, antes de la aterradora noche del 29 de julio, era -parecía- una isla sagrada. Pero Luis Botet, el interventor de la UBA ungido por el mesías que prometió un siglo de bota militar, asumió con un tiro de gracia: "La autoridad está por encima de la ciencia".
Onganía fue destituido en 1970 –annus terribilis–después del Cordobazo y con medio país en llamas: protestas y huelgas obreras y debut de los montoneros con el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. Lo reemplazó, apenas por ocho meses, el intrascendente general Roberto Marcelo Levingston, desplazado por su par Alejandro Agustín Lanusse.
La universidad siguió en letargo y olvidada. Y aún le faltaba el apagón, la tragedia del Proceso: la criminal dictadura 1976–1983.
Sombras ominosas hasta Alfonsín: la democracia recuperada.
El orgulloso navío ha vuelto a navegar. Pero el tiempo perdido, la ciencia anulada, el talento de sus profesores acallado, jamás serán recuperados.
Es imposible calcular, en términos de atraso cultural, la herida abierta por el dictador. Aquél que, como los nazis Göring y Goebbels, o el franquista Millán-Astray (la cita se le atribuye a los tres), cuando oía la palabra cultura no desenfundaba la pistola: recurría a los bastones largos.
(Post scriptum: en la medianoche del 30 de junio de 1966, un día después del ataque a mansalva contra las universidades, el jefe de redacción de la revista Primera Plana, Julio Algañaraz, recordó La Noche de los Cuchillos Largos, una sangrienta purga política -primero de julio de 1934- dentro del partido nazi que acabó con una matanza. En la Operación Colibrí –así se llamó– no se usaron cuchillos: es una antigua metáfora germana. Ese recuerdo le dictó un título de tapa que entró en la historia: La noche de los Bastones Largos).