La Revolución rusa es posiblemente el acontecimiento histórico más importante del siglo XX. No faltan investigaciones sobre el tema, pero se centran en las luchas políticas y militares por el poder en Rusia entre 1917 y 1920. Sin embargo, vista desde la perspectiva que concede el tiempo, la Revolución rusa fue mucho más que una disputa por el poder en un solo país; lo que los vencedores de dicha disputa tenían en mente lo definió uno de sus principales protagonistas, León Trotski: nada menos que "volver el mundo del revés". Con ello se referían a una completa reconfiguración del Estado, la sociedad, la economía y la cultura en todo el mundo, con el objetivo último de crear un nuevo ser humano.
Estas consecuencias de largo alcance de la Revolución rusa no eran evidentes en 1917-1918, en parte porque Occidente consideraba que Rusia se encontraba en la periferia del mundo civilizado y, en parte, porque la revolución en dicho país se produjo en medio de una guerra mundial de una destructividad sin precedentes. En 1917-1918, casi todos los no rusos creían que lo que había ocurrido en Rusia era algo de importancia exclusivamente local, irrelevante para ellos y, en todo caso, destinado a aquietarse una vez que se hubiera restablecido la paz. Pero sucedió lo contrario. Las repercusiones de la Revolución rusa se sentirían en todos los rincones del planeta durante el resto del siglo.
Los acontecimientos de semejante magnitud no tienen ni un comienzo claro ni un final nítido. Al igual que los historiadores discuten desde hace mucho las fechas de finalización de la Edad Media, el Renacimiento y la Ilustración, no hay un modo indiscutible de determinar la extensión temporal de la Revolución rusa. Lo que puede decirse con certeza es que no comenzó con el derrumbe del zarismo en febrero-marzo de 1917 ni concluyó con la victoria bolchevique en la guerra civil tres años después. El movimiento revolucionario se había convertido en un elemento intrínseco de la historia rusa ya en la década de 1860.
La primera fase de la Revolución rusa, en el sentido restringido de la palabra (equivalente a la fase constitucional de la Revolución francesa, 1789-1792), comenzó con la violencia desatada en 1905. Esta se logró controlar mediante una combinación de concesiones y represión, pero reapareció a una escala aún más imponente tras un hiato de doce años, en febrero de 1917, y culminó con el golpe de Estado bolchevique de octubre. Al cabo de tres años de lucha contra los opositores internos y externos, los bolcheviques consiguieron establecer un dominio indiscutido sobre la mayor parte de lo que había sido el Imperio ruso.
Pero todavía eran demasiado débiles para llevar a término su ambicioso programa de transformación económica, social y cultural. Había que posponerlo varios años para que el devastado país tuviera tiempo de recuperarse. La revolución se reanudó en 1927-1928 y se consumó diez años más tarde, después de espantosos cataclismos que se cobraron la vida de millones de personas. Cabe decir que solo finalizó con la muerte de Stalin en 1953, cuando sus sucesores impulsaron y llevaron a cabo, a trompicones, una suerte de contrarrevolución desde arriba, que en 1990 parece haber conducido a un rechazo de buena parte del legado revolucionario.
Así pues, y definida en líneas generales, puede decirse que la Revolución rusa duró un siglo. En un país del tamaño y la población de Rusia, era inevitable que un proceso de esa duración fuera extremadamente complejo. La monarquía autocrática que había gobernado Rusia desde el siglo XIV ya no podía hacer frente a las demandas de modernidad y, poco a poco, cedió posiciones en beneficio de una intelligentsia radical en la que el compromiso con unas ideas utópicas de carácter extremo se conjugaba con un ilimitado apetito de poder. Sin embargo, como todos los procesos tan largos, la revolución tuvo su período culminante. A mi juicio, ese período fue el de los veinticinco años transcurridos entre febrero de 1899, con el estallido de los disturbios a gran escala en las universidades rusas, y la muerte de Lenin, acaecida en enero de 1924.
Para los revolucionarios rusos, el poder era simplemente un medio para llegar a un fin, que consistía en la reconfiguración de la especie humana. Durante los primeros años tras su ascenso al poder carecieron de la fortaleza necesaria para alcanzar un objetivo tan contrario a los deseos del pueblo ruso, pero lo intentaron sentando las bases del régimen estalinista, que volvería a intentarlo con recursos mucho más grandes.
Las dificultades a las que se enfrenta un historiador ante un tema de tanta complejidad y magnitud son formidables. Con todo, no tienen su causa, como suele creerse, en un déficit de fuentes; aunque algunas son, en efecto, inaccesibles (en especial los documentos relacionados con la toma de decisiones por parte de los bolcheviques), las fuentes primarias son más que suficientes y superan la capacidad de asimilación de cualquier persona. El problema del historiador radica más bien en el hecho de que la Revolución rusa, al formar parte de nuestro propio tiempo, es difícil de abordar de manera desapasionada.
Escribir una historia académica de la Revolución rusa exige, además de asimilar una inmensa cantidad de hechos, liberarse de la camisa de fuerza mental que setenta años de una historiografía políticamente dirigida han conseguido imponer a la profesión. Esta situación no solo se da en Rusia. También en Francia, durante mucho tiempo, la revolución fue sobre todo pasto para la polémica política. La primera cátedra académica consagrada a su historia no fue creada hasta la década de 1880 en la Sorbona, un siglo después del acontecimiento, durante la Tercera República, y cuando 1789 podía tratarse con algún grado de desapasionamiento. Y, aun así, la controversia nunca ha menguado.
Pero, aun abordada de manera académica, la historia de las revoluciones modernas no puede estar despojada de valores; hasta ahora jamás he logrado leer ninguna descripción de las revoluciones francesa o rusa que no revele, pese a la intención de la mayoría de los autores de mostrarse imparciales, hacia quién se decantan las simpatías de quien la ha escrito. No hace falta buscar mucho para encontrar la razón. Las revoluciones posteriores a 1789 han planteado las cuestiones éticas más fundamentales: si es apropiado destruir instituciones construidas por ensayo y error a lo largo de siglos en aras de sistemas ideales; si tenemos derecho a sacrificar el bienestar y aun la vida de nuestra generación en aras de generaciones que todavía no han nacido, y si es posible remodelar al hombre hasta hacer de él un ser perfectamente virtuoso. Ignorar estas cuestiones, ya planteadas por Edmund Burke dos siglos atrás, es hacer la vista gorda ante las pasiones que inspiraron a quienes hicieron las revoluciones y a quienes les opusieron resistencia. Y es que, en definitiva, las luchas revolucionarias posteriores a 1789 no tienen que ver con la política, sino con la teología.
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Así las cosas, el saber académico exige al historiador abordar críticamente sus fuentes y transmitir con honestidad la información que obtiene de ellas. No invita al nihilismo ético, esto es, a aceptar que todo lo sucedido tenía que suceder y, por lo tanto, está más allá del bien y del mal (que era el sentir del filósofo ruso Nikolái Berdiaev, para quien no podemos juzgar la Revolución rusa por la misma razón que no podemos juzgar la aparición de las glaciaciones o la caída del Imperio romano).
La revolución no fue obra ni de las fuerzas de la naturaleza ni de masas anónimas, sino de hombres identificables que buscaban su propio beneficio. Si bien tuvo aspectos espontáneos, en lo fundamental fue el resultado de actos deliberados. Como tal, está absolutamente abierta a los juicios de valor.
Hace poco, algunos historiadores franceses propusieron poner fin a la discusión de las causas y el significado de la Revolución francesa, que para ellos está "zanjada". Sin embargo, un suceso que plantea cuestiones filosóficas y morales tan fundamentales nunca puede tener fin. El debate, en efecto, no es solo acerca de lo ocurrido en el pasado, sino también de lo que pueda ocurrir en el futuro.
Este artículo es una versión condensada del prólogo de "La revolución rusa" de Richard Pipes.