A pocas semanas del golpe de estado del 24 de marzo de 1976, Argentina era un paisaje extraño para la misión diplomática de los Estados Unidos en Buenos Aires. El principal líder del sindicalismo, Casildo Herrera, había pedido asilo en la embajada mexicana en Montevideo. Pero otros grupos dentro de la Confederación General de Trabajadores (CGT), "cada uno de los cuales intenta convertirse en el núcleo del futuro liderazgo", estaban "en conversaciones con los militares".
Mientras tanto, la dictadura "no daba ninguna señal pública de cuál será su política con respecto a la organización laboral". De hecho, ni siquiera había sido por su persecución que el secretario general de la CGT había salido de Buenos Aires: él mismo había intentado de abandonar el escenario discretamente, el día 23, en un catamarán, en medio de los rumores sobre la caída de Isabel Perón. Pero un periodista, al verlo en el Uruguay, le preguntó:
—¿Qué pasa en Buenos Aires, Herrera?
—Ah, no sé: yo me borré —respondió, sin comprender que así terminaba su carrera política.
El último titular de la CGT antes del golpe dedicó el resto de su vida a negar esa frase, en ocasiones tras persignarse y mirando a su interlocutor a los ojos. Se exilió en España y al regresar la Argentina, en 1983, vivió marginado —aunque era habitué de un bar en Recoleta, nadie quería ser asociado a él— hasta su muerte en 1997. Repetía que él había viajado en realidad el día 20, por un compromiso político, y que no había podido regresar a la Argentina.
"La opinión unánime de todos los contactados es que Herrera está terminado en lo que respecta al sindicalismo argentino", comentó el embajador Robert C. Hill en uno de los documentos desclasificados del Departamento de Estado. Por pedido de la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO), de buen trato con los gremialistas del peronismo, había consultado a "una amplia gama de contactos sindicales", entre ellos a Ramón Elorza (gastronómicos) y a Héctor López (estatales).
"Observaron que en la Argentina los dirigentes sindicales normalmente terminan sus ciclos al ser asesinados, pero que Herrera era uno de los afortunados, ya que es 'un cadáver político'. Del mismo modo, creen que el movimiento laboral estadounidense debería concentrarse en el futuro y no preocuparse por alguien que ya no contaba".
"Las fuentes estimaron que con el dinero que se las ha arreglado para acumular, él mismo querrá olvidarse de los temas sindicales y disfrutar de su exilio". Luego de calificar a su colega de "asunto terminado", habían desaconsejado que la AFL-CIO lo invitara, pues "su presencia podría causar problemas al gobierno estadounidense".
Hill expresó su deseo de que, una vez que Carreras recibiera permiso de los militares uruguayos, también en el poder, para salir hacia México, la AFL-CIO dejaría de reclamar por él. Excepto que se quisieran involucrar en un problema con aristas más difíciles que la persecución a un defensor de los derechos de los trabajadores: "La embajada fue notificada, oficiosamente, de que los militares consideran la posibilidad de solicitar la extradición de Herrera por delitos derivados de sus actividades financieras".
Era difícil establecer el grado de realidad de la acusación —acaso era una treta de Jorge Videla— pero en cambio era fácil ver que, en términos diplomáticos, eso "se podría convertir en un asunto controvertido y embarazoso".
Hubiera sido mejor si Herrera no hubiera sido invitado a los Estados Unidos, escribió Hill; los sindicalistas consultados no encontraban una manera elegante de que el organismo retirase la propuesta. "Pero aun así, creen que la visita no debería —repito: no debería— suceder".
Lo decían con cariño: "Por su afecto personal por Herrera ellos habían solicitado a la AFL-CIO que lo ayudara en en Uruguay", donde temían por su seguridad, pero "no creían que la ayuda debiera incluir necesariamente una invitación". Estimaban que Herrera podía tener "alguna clase de papel" en la Organización Internacional del Trabajo (OIT) "por acaso algunos meses".
Según contó el locutor Eduardo Aldiser en 2016, la OIT pagó una de las tres pensiones a las que Herrera atribuyó su supervivencia en el exilio madrileño: las otras fueron de la UGT (la central de trabajadores de España) y de los sindicatos mexicanos.
En 1983, poco antes de regresar a la Argentina, el ex líder sindical le dijo en un Vip's del barrio de Salamanca —"todavía estaban las áreas para fumadores, y Casildo fue consumiendo uno y otro cigarrillo a lo largo de la charla"— que el 24 de marzo él quiso regresar a Buenos Aires "y costó mucho disuadirlo". Pero lo lograron, y así terminó en Madrid, donde jugaba al dominó con Aldiser.
"El nombre y la imagen de Casildo Herrera están íntimamente asociados a un tiempo y una condición: el gremialismo peronista de los años '60 y '70", ubicó el escritor Juan Sasturain en un artículo sobre la frase nefanda, "La gran Casildo". Nombró a Eleuterio Cardozo, Rogelio Coria, Florencio Carranza y Adelino Romero como parte de "ese modelo sindical esquemático de simples apellidos criollos con viejos nombres de mucha entidad".
Detalló Sasturain: "A eso súmesele la campera como uniforme, el cuidado artesanal de la apariencia, el eventual toque cosmético en el pelo, y se tendrá el modelo terminado. En el caso del textil, el bigotito recortado de peluquero de barrio con algún milímetro de luz en la parte superior era su marca registrada".
Herrera había trabajado en la fábrica Grafa, ubicada cerca de su barrio natal, Villa Devoto, y había ascendido en la conducción de la Asociación Obrera Textil (OAT), las 62 Organizaciones Sindicales Peronistas y por fin la CGT. Fue, con el líder de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), Lorenzo Miguel, uno de los impulsores del paro peronista contra el gobierno de Isabel del 27 de junio de 1975.
No le alcanzó para limpiar su imagen: el 9 de agosto, cuando entró al Luna Park para mirar una pelea de box, lo abuchearon, registró otro cable del Departamento de Estado. En los días siguientes hizo el gesto de renunciar, pero siguió a cargo de la CGT hasta borrarse, según dijo y desdijo. No mejoró su currículum haber sido un interlocutor del marino Emilio Massera, desde el exilio.
Además de los sindicalistas que dialogaban con la embajada estadounidense, otros dirigentes buscaban abrir una conversación con los militares, para seguir la tradición de quienes habían sido amables con el dictador Juan Carlos Onganía en 1966. "Se han formado al menos tres grupos diferenciados de líderes sindicales, y cada uno intenta convertirse en el centro de las negociaciones con los militares. También hay líderes individuales y grupos más pequeños que se mueven por futuras posiciones de liderazgo", escribió Hill en otro cable, del 19 de abril de 1976.
Uno de ellos había recibido publicidad: "El liderado por el secretario general de la Federación Argentina de Trabajadores de la Sanidad (FATSA), Otto Calace". El grupo de Calace —un dirigente histórico del peronismo, amigo de José Ignacio Rucci— representaba "aproximadamente 65 pequeños sindicatos y ex dirigentes expulsados de la Unión Ferroviaria (UF)", pero no logró hablar con el interventor de la CGT, que todavía era Emilio Fabbrizzi; pronto lo reemplazaría Juan Alberto Pita, quien fue secuestrado por una pequeña facción de izquierda, y escapó a los seis meses.
"Ahora se reúnen con militares de menor rango", siguió Hill, sobre los alineados tras Calace. "Este grupo espera reemplazar a los líderes de los sindicatos grandes, a quienes creen que los militares excluirán de futuros papeles de liderazgo". Sin embargo, el segundo grupo que distinguió el embajador estaba integrado, precisamente, por "líderes de varios sindicatos grandes, incluidos aquellos que negociaron con los militares antes del golpe".
Ellos habían logrado transmitir un mensaje a Videla: que trabajara "con los principales dirigentes 'rescatables'"; Videla había pedido "que fueran pacientes 'por otros ocho días' para permitir que los militares resolvieran sus diferencias y adoptaran una política definitiva". Esa política sería el cierre de la CGT: luego de Pita fueron interventores Julio Porcile, José Hipólito Núñez y Rolando Valentín Rojas, encargado de disolver la central obrera en 1979. Los trabajadores —representados o no por los dirigentes peronistas— fueron las víctimas más numerosas de la represión.
El tercer grupo se había formado "alrededor del líder de la UOM y ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, [Victorio] Calabró". En el caso de que pusiera salir airoso de la "investigación de sus actividades corruptas, es el príncipe heredero del poderoso sindicato metalúrgico", ya que Miguel había sido detenido el día del golpe. También mantenía contactos con representantes de otros gremios.
Para cerrar el cable Hill hizo alarde de conocimientos sobre la historia local y habló del grupo "neo-vandorista" que conformaban Fernando Donaires (Sindicato del Papel), Juan Rachini (aguas gaseosas) y Gerónimo Izetta (municipales), que "aparentemente despliega su propio juego", ya que se había "encontrado con cada uno de los tres grupos anteriores, supuestamente manifestado su simpatía por los tres, y sin embargo no se había sumado a ninguno".
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