En enero de 1902 el país estuvo en vilo durante días al conocerse la condena a muerte del soldado Evaristo Sosa, un militar de origen humilde quien, luego de ser sometido a malos tratos, atentó contra la vida de un superior. La prensa reflejó el rechazo social que generó esta sentencia cuyo desenlace fue digno de una novela de suspenso.
El 3 de enero de 1902 Sosa, soldado voluntario, con seis años de servicio en el ejército nacional, fue arrestado ebrio en un almacén, hecho que agravó, según las crónicas de la época, "promoviendo desórdenes". El hombre fue trasladado inmediatamente a Campo de Mayo. Allí quedó a cargo del alférez Ramírez, cuyo nombre de pila, curiosamente, no mencionan los escritos de aquellos años. Como sanción se le impuso un "plantón" -la obligación militar de permanecer en guardia sin relevo- de seis horas, aunque sólo cumplió tres.
Una vez que cumplió su castigo y quedó libre, el condenado Sosa enfureció. Entonces tomó su arma reglamentaria y, durante la madrugada del 4 de enero, se dirigió a la habitación del alférez, quien dormitaba en una silla hamaca. Casi sin mediar palabras, descargó sobre él su carabina mauser con la que le destruyó parte del rostro. Sosa fue encarcelado sin oponer resistencia y declaró que hirió al oficial que lo cuidaba porque éste lo castigó en "forma deprimente". Ramírez, en tanto, fue trasladado al Hospital Militar donde logró recuperarse. Por aquel ataque el agresor terminó engrillado y puesto ante el tribunal militar que lo condenó a muerte.
La sentencia fue dictada el 17 de enero y debía cumplirse al día siguiente. Pronto, la sociedad se movilizó para evitarlo, conscientes de que la reacción de Sosa era producto de consabidos malos tratos que recibían los miembros inferiores del Ejército. Un grupo de damas porteñas llegó por aquellos días a solicitar el perdón al entonces presidente, Julio Argentino Roca. Pero no obtuvieron respuesta.
Mientras tanto, la prensa denunciaba esta situación a nivel nacional y señalaba lo aberrante que resultaba. A pesar de que la pena de muerte era legal en el país, causaba un rechazo inmenso a nivel social.
Las horas pasaban mientras la impotencia de muchos aumentaba. Aquella noche Evaristo Sosa no durmió. A las 5 de la mañana fueron a buscarlo para comenzar con el calvario rutinario al que eran expuestos los reos antes de ser fusilados. Su entereza no decayó, a pesar de la terrible noche que había pasado bajo el peso de la condena.
Se lo colocó "en capilla" bajo una carpa, un concepto que merece una explicación. El término refiere al espacio que cualquier condenado a muerte ocupaba mientras esperaba ser ejecutado. Como señala el historiador Carlos Riviera, proviene "de una tradición de la antigua Universidad de Salamanca [España], en la que los doctorandos, el día antes de defender su tesis ante el tribunal, debían encerrarse durante un día entero en la capilla de Santa Bárbara de la vieja catedral salmantina para pedir la iluminación al Espíritu Santo. Allí debían prepararse en completa soledad, pues incluso la comida les era pasada por un pequeño ventanuco".
Volviendo a Sosa, media hora después de ser "colocado en capilla", recibió la visita de un religioso que celebró misa junto a la carpa. El soldado comulgó, ya hondamente conmovido, impresionando con su aspecto a las pocas personas que presenciaron el acto. Poco después recibió a algunos compañeros para despedirse y recibir consuelo ante el inminente fin. Uno de ellos rasgueó en su guitarra cierta canción triste y entonó además sus estrofas, algo que puso más nervioso al reo.
Mientras la emoción se apoderó de aquel pequeño grupo de soldados y arrancó lágrimas a todos, a su alrededor todo era ruido y movimiento. La revista Caras y Caretas cubrió con profundidad la noticia. Entre otras cosas señaló que entonces el comandante Rostagno, secretario militar del Presidente de la República, llegó "trayendo una nota para el jefe superior de las fuerzas".
"'¡El indulto!', murmuró entonces la mayoría, corriéndose la voz por todo el campamento, por más que continuaran los preparativos del acto incomunicándose a Sosa", reconstruyó la revista.
No se equivocaban, Julio Argentino Roca decidió, a último momento, otorgar el añorado perdón. Pero el soldado comprendió lo contrario y exclamó con desesperación: "¡Tengo media hora de vida!".
Pero el pánico duró minutos y se repuso al ver llegar a su carpa un séquito de jefes y oficiales. "Eran los portadores de la buena nueva -señala Caras y Caretas-, que al pronto se limitaron a dejar entrever alguna esperanza para evitar lo que era de temerse (…) dieron paso al teniente García para notificar al reo la conmutación—como un día antes le había enterado de la sentencia—el pobre soldado se desplomó sobre un banco presa de una terrible crisis de nervios que alarmó a los médicos haciéndoles temer un síncope cardíaco, 120 pulsaciones por minuto tuvo en el primer momento, bajando después tan rápidamente, que fue indispensable aplicarle inhalaciones de éter para que reaccionara".
"Enseguida se hizo desalojar la carpa y Sosa pidió que le dejaran solo un momento. Poco después dormía con sueño de plomo. Entre tanto, el campamento entero daba visibles muestras de satisfacción, contándose entre los jefes, oficiales y soldados el grato suceso. Más de quinientas personas de la capital y de los pueblos, vecinos se habían trasladado al Campo de Mayo y todas ellas llevaron la impresión feliz que se desprendía de aquel ambiente, poco antes, preparado para la fúnebre ejecución", detalló la publicación.
Evaristo, oriundo de la provincia de Mendoza, estaba casado con Teresa Espíndola y tenía un pequeño hijo de nueve años. Es fácil imaginar la felicidad de todos.
Sin duda alguna el mayor sorprendido con la noticia de la conmutación de la pena fue el mismo condenado, que presentó un episodio de enajenación mental pocas horas más tarde.
El país entero preveía la nota de Roca. Porque, si bien el accionar de Sosa fue criminal, todos consideraron como una reacción natural contra el maltrato que sufrían los soldados entonces. Además, el Consejo Supremo militar que dictó la sentencia desconoció la Intromisión del Ministerio de Guerra, señalando que no era de su jurisdicción. Esto que significó una verdadera cachetada al Poder Ejecutivo.
A pesar de recibir la noticia con alivio, la opinión pública fustigó a Roca ya que pudo haberse anticipado aún más y no esperar hasta último momento. "Hubiera sido humanitario proceder así -señaló entonces Caras y Caretas-, pues el reo, como decimos al principio, trabajado por tantas emociones y convencido de que su falta no iba a obtener misericordia, ha experimentado un notable decaimiento físico y moral. Inequívocas muestras de enajenación presentó desde días atrás, y en la mañana del viernes, luego de conocida la conmutación, fue indispensable trasladarlo al Hospital Militar".
Efectivamente, ante semejante sufrimiento Sosa enloqueció y pasó meses internado. Deliraba diciendo que tenía balas en el pecho, creyendo que había sido fusilado.
Una vez recuperado, se lo encarceló. En 1909 fue trasladado al presidio militar de Ushuaia, donde trabajó como arriero. Entonces su nombre se pierde entre las páginas del olvido.
Pero este no fue el único mendocino al que Roca indultó en 1902. Hacia el mes de julio tuvo lugar otro episodio singular. En Mendoza se encarceló a Juan Rodríguez, cuyo delito fue asesinar a una mujer embarazada y a su marido para robarles una suma ínfima de pesos. El hecho, sucedido en el departamento de Rivadavia, tuvo gran resonancia. Desde la presidencia llegó un telegrama aprobando la ejecución del acusado, con apoyo del gobernador y la justicia mendocina. Fue verdaderamente indescriptible la sorpresa en Mendoza y en el resto de la nación, cuando a través de otra comunicación el mismo general Roca declaró apócrifo aquel telegrama. Se supo posteriormente que el autor del mismo había sido su propio hijo y secretario personal, doctor Julio A. Roca. La censurable informalidad del procedimiento puso en la mira al primer magistrado y al gobernador mendocino. Rodríguez salvó así su vida.
Más allá de estos casos en particular, es importante destacar el fuerte rechazo que la pena de muerte causaba en la sociedad. A principios del siglo XX la prensa liberal refiere a ésta como "un acto de barbarie, lejano a la sociedad civilizada que aspiramos ser entonces". Años más tarde los socialistas, especialmente Alfredo Palacios, se sumaron a la lucha por su abolición.
Finalmente en 1922, con la modificación del Código Penal, la pena de muerte desapareció en el país.
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