Es de público conocimiento que las vidas de los presidentes se encuentran en constante peligro. Los casos de Abraham Lincoln y John Fitzgerald Kennedy, como ejemplos más resonantes, dieron al mundo lecciones trágicas y propiciaron -en mayor o menor medida- la generación de sistemas sofisticados para custodiar a quienes actualmente ocupan cargos similares.
Esta problemática mundial se hizo presente en la Argentina incluso antes del nacimiento del Poder Ejecutivo Nacional. Aquí tampoco faltaron individuos que buscaran asesinar a los hombres más poderosos de turno.
El caso con mayor antigüedad data de 1841, cuando un grupo de unitarios intentó eliminar a Juan Manuel de Rosas. Con este fin le "obsequiaron" desde Montevideo la llamada "máquina infernal": una caja que simulaba llevar medallas adentro, pero en su lugar guardaba diminutos cañones listos para dispararse al ser abierta.
El curioso artefacto llegó al domicilio del Restaurador en Palermo y fue manipulado por la entusiasta Manuelita, hija del caudillo, que de inmediato se mostró interesada en descubrir su contenido. Por suerte el mecanismo no se activó. El objeto constituye actualmente una de las curiosidades expuestas por el Museo Histórico Nacional.
Años más tarde, cuando era presidente, Domingo Faustino Sarmiento también fue víctima de una emboscada que podría haber terminado con su vida.
Ocurrió la noche del 21 de agosto de 1873, cuando el Padre del Aula se dirigía a casa del abogado Dalmacio Vélez Sarsfield. Debido al tránsito, su carruaje se detuvo en Corrientes y Maipú, en el centro porteño. Fue allí donde tres hombres trataron de asesinarlo mediante el disparo de un trabuco.
Sin embargo -y por ventura- el arma se hallaba demasiado cargada y explotó, hiriendo a uno de los atacantes en su brazo. Pese a la tensión que se vivió, este episodio no afectó para nada al primer mandatario, quien se enteró de lo ocurrido recién al llegar a destino pues para entonces estaba totalmente sordo.
Según se pudo saber, los criminales eran tres hermanos italianos de apellido Guerri. Los atacantes confesaron que detrás del plan se encontraba el general Ricardo López Jordán, autor intelectual del asesinato de Justo José de Urquiza y enemigo del sanjuanino. De acuerdo a la investigación que se llevó adelante, los hombres habían actuado para obtener una recompensa monetaria. Tiempo después se logró demostrar que los proyectiles utilizados habían sido envenenados con un potente producto corrosivo, por lo que apenas un rasguño hubiese sido suficiente para eliminar al autor del Facundo.
La prensa de entonces señaló: "Es sabido que Sarmiento es una figura polémica (…) Desde que asumió la presidencia en 1868, viene enfrentando los violentos ataques de los partidarios del ex presidente Bartolomé Mitre. Además, ha tenido que afrontar problemas con distintas provincias. Pero hasta ahora, nadie había intentado atentar directamente contra su vida. Es más, es la primera vez que alguien buscar asesinar abiertamente a un presidente argentino". Lamentablemente, no sería la última.
El 4 de julio de 1876, con motivo de los festejos de la independencia estadounidense, el presidente Nicolás Avellaneda estuvo al borde de ser atacado en plena calle. Adolfo Alsina, que era un hombre corpulento, enfrentó a la multitud y lo protegió hasta que llegó la guardia.
Diez años más tarde se atentó contra la vida del general Julio Argentino Roca, mientras se dirigía caminando al Congreso para dar apertura a las sesiones ordinarias. Un hombre se adelantó a la fila de curiosos que rodeaba al tucumano y le lanzó una piedra en la frente. De inmediato, Carlos Pellegrini tomó al agresor por el cuello, mientras el resto de la comitiva presidencial -incluyendo ministros- lo golpearon brutalmente.
Por suerte la herida presidencial no fue grave y el médico José Eduardo Wilde le dio los primeros auxilios en el Congreso. El pañuelo con el que detuvo la hemorragia y la piedra con la que agredieron al mandatario también son parte de los tesoros del Museo Histórico Nacional.
Mientras Wilde curaba al general, Roca señaló que aquella era la primera cachetada que recibía en su vida. El médico, indignado, apuntó que aquella afrenta había sido dada, en realidad, a toda la república.
Roca no se detuvo y, una vez medianamente repuesto, ingresó al recinto. Con su cabeza vendada y la banda presidencial manchada de sangre señaló a los presentes: "Un incidente imprevisto me priva de la satisfacción de poder leer el último mensaje que, como presidente, dirijo al Congreso de mi país. Hace un momento, sin duda un loco, al entrar yo al Congreso, me ha herido en la frente, ni sé con qué arma". La prensa de entonces lo caricaturizó con gran talento.
El atacante, Ignacio Monges, fue condenado a algunos años de prisión pero indultado por el mismo Roca, quien inclusive le consiguió un trabajo. Al quedar libre lo visitó y agradeció las consideraciones que con él había tenido y la protección que prestó a su hijo. En julio de 1905 Monges falleció en Corrientes, su provincia natal.
Aquel ataque no sería el último susto para Roca. En otra ocasión, cuando ya no era presidente, fue víctima de otra agresión. El 19 de febrero de 1891, Tomás Sambrice, un joven de 15 años, disparó contra el coche en que viajaba, lo que le causó al general una leve herida.
En un completo estudio del caso, la historiadora Inés Rojkind especifica que el muchacho había planificado su acción durante algún tiempo y que "había enviado un mensaje anónimo al doctor Leandro N. Alem, haciéndole saber sus intenciones. Alem era uno de los principales dirigentes de la Unión Cívica, había sido el jefe civil de la fracasada revolución de julio de 1890 y encarnaba la oposición más acérrima (…) En declaraciones hechas en el marco de la causa, él mismo confirmó que había recibido la nota (…) había conservado el escrito y lo entregó luego a la policía". El joven fue liberado unos meses más tarde.
La situación no se agotó entonces. Hacia agosto de 1905, un nuevo atentado presidencial sin éxito tuvo lugar contra la figura de Manuel Quintana, víctima de dos disparos fallidos mientras viajaba en su coche.
Quizás por ineptitud criminal o por simple fortuna, estas tragedias en potencia constituyen curiosidades anecdóticas de un pasado siempre dispuesto a darnos lecciones.
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