Corría el año 1874 y Domingo Faustino Sarmiento conducía los destinos de la Argentina. Se acercaba el recambio presidencial y los candidatos que aparecían con más posibilidades de suceder al presidente eran Bartolomé Mitre por el Partido Nacionalista, quien ya había sido presidente durante el período anterior, y Adolfo Alsina, por el Partido Autonomista. Sin embargo, para evitar que el nuevo presidente fuera bonaerense, las fuerzas del interior se organizaron al amparo de la llamada Liga de Gobernadores para sostener la candidatura del tucumano Nicolás Avellaneda.
Teniendo en cuenta el ímpetu que venía adquiriendo esa Liga de gobernadores, Alsina y su Partido Autonomista decidieron apoyar al tucumano Avellaneda, quien lideraba al Partido Nacional. De la unión de ambas agrupaciones nació la legendaria fuerza política denominada Partido Autonomista Nacional, que no solo se impuso en esas elecciones, sino que, además, apoyó a sucesivos presidentes del régimen liberal y conservador, hasta la llegada del radicalismo al gobierno, en 1916.
El mitrismo acusó fraude en esas elecciones (lo hubo durante sesenta años, desde 1854 hasta 1916) y se lanzó a una revolución destinada a provocar la renuncia de Avellaneda. Sin embargo, el Ejército Nacional sofocó la rebelión, sobre todo con la participación del coronel Julio Argentino Roca, a quien el presidente Sarmiento, por su eficaz intervención, ascendió a general en pleno campo de batalla.
Justamente la historia transcurre en la batalla de Santa Rosa, que tuvo lugar en la localidad de Santa Rosa de la provincia de Mendoza. Allí, las fuerzas nacionales a cargo de Roca derrotaron a las revolucionarias que estaban conducidas por José Miguel Arredondo. Lo notable era que Arredondo, no solo era un viejo amigo de Roca, sino también padrino de su hijo Julito, quien años más tarde, entre 1932 y 1938, sería vicepresidente de la Nación, acompañando al presidente Agustín Pedro Justo.
Lo cierto es que, antes de la batalla, el coronel Roca caminaba pensativamente tramando la estrategia para enfrentar a su apreciado Arredondo, cuya experiencia militar era amplia. De pronto, sus hombres le acercaron a un gaucho que había llegado al campamento en un fantástico caballo de pelaje colorado. El joven decía que era portador de un mensaje que el gobernador de Mendoza, Francisco Civit, le quería hacer llegar al coronel.
Roca le preguntó su nombre mientras lo miraba con cierto desdén. El gaucho contestó: "Cabituna, señor, Cabituna". De inmediato agregó que venía cabalgando desde hacía veinte horas para cumplir con el recado del gobernador, al mismo tiempo que sacó de su bota derecha la nota que debía entregarle al coronel Roca. Éste la tomó, la leyó y, como el contenido no le pareció del todo importante, lo miró fijamente a Cabituna, quien permanecía allí erguido, sosteniéndole la mirada con gesto tranquilo y altivo a la vez.
A Roca le pareció raro que Civit enviara con tanta urgencia a alguien para transmitirle un mensaje que consideraba poco relevante. Sin embargo, restó importancia a la cuestión y decidió agradecerle descuidadamente al gaucho mensajero, mientras lo despedía del lugar.
Cuando los hombres de Roca vieron que su jefe despedía a Cabituna, comenzaron a alertarle que se trataba de un espía. Aseguraban que era mentira que el gaucho hubiera cabalgado durante tantas horas y advertían que el hombre no tenía el aspecto de alguien que había realizado semejante esfuerzo.
Entonces Roca, fastidiado por tener que ocuparse de una cuestión que lo sacaba de su objetivo principal que era el de planificar la estrategia de combate, decidió hacerle algunas preguntas al mensajero, quien las contestaba lacónicamente y sin adoptar una actitud de defensa frente a las acusaciones que recibía. Fue allí cuando el coronel, queriéndose sacar el problema de encima, se inclinó por considerar las advertencias de los hombres de su confianza, y lanzó una drástica sentencia: "¡Fusílenlo!".
Cabituna miró al coronel Roca con sus ojos pardos, entre impávido y sorprendido, pero sin perder su hidalguía. "¡Se equivocan, van a matar a un inocente!", dijo con firmeza.
El fusilamiento se llevó a cabo, pero la orden de ejecutarlo no solo incomodó a Roca en el momento, sino también en los días subsiguientes. Por un lado, tenía la extraña sensación de que había tomado una decisión apresurada. Pero, por otro, la apática actitud del gaucho le hacía pensar que la ejecución había sido lo más conveniente. De cualquier modo, por el devenir de los hechos, Roca olvidó el tema, al menos por un tiempo.
Cuando la batalla de Santa Rosa había terminado, Roca se dirigió a la ciudad de Mendoza para entrevistarse con las autoridades provinciales, y allí como al pasar quiso sacarse la duda, y le preguntó al gobernador Francisco Civit, si por casualidad algunos días antes le había enviado un mensajero al campamento. Roca hizo la pregunta con la convicción de que el gobernador le contestaría que no. Pero la respuesta fue la menos esperada: "Sí claro, le envié Cabituna, un hombre de mi confianza".
Al ya ascendido general se le empalideció el rostro, y un rayo de dolor le atravesó el pecho. En efecto, advirtió que en aquel confuso episodio había mandado a fusilar a un inocente.
Con toda la culpa a cuestas Roca hizo localizar a la viuda del gaucho, y cuando la vio, no supo de qué manera pedirle disculpas. Para reparar de algún modo tan lamentable error y compensar a la desgraciada mujer, le hizo asignar una suma de dinero que aliviara, aunque sea parcialmente, la lamentable pérdida.
El general Roca jamás olvidó aquella recia y digna mirada, y en sus oídos repiqueteó durante mucho tiempo la firme voz del gaucho que respondía al entonces coronel, cuando le preguntaba quién era: "¡Cabituna, señor, Cabituna!".
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