"Una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder en la vida es tener una infancia feliz", escribió Agatha Christie. Sin duda alguna este momento fundamental en la vida de cualquier ser humano puede convertirse en una marca perdurable.
Es por esto que vale la pena hacer un recorrido por las infancias de algunos personajes históricos del país.
Poco antes de morir, Mariquita Sánchez de Thompson comentó en sus memorias cómo era la vida de los niños a fines del siglo XVIII y principios del XIX.
"Desde que empezaban a crecer —dice—, empezaba la seriedad de sus padres y a ocultar su cariño. Creían hacer su deber en ser extremadamente severos y, cuando los mandaban a la escuela, daban orden de tratarlos con rigor, más que con dulzura". Incluso, en cierta escuela les "daban azotes todo el día. El refrán era: 'La letra entra con sangre'. Se le daba la lección: ¿no la sabía? Seis azotes y estudiar la; no la sabía: doce azotes, él la ha de saber". No entiende nuestra cronista cómo los padres toleraban esto. Aun así, lo peor llegaba al producirse una ejecución". El reo moría en "un aparato alto y se ponía un torno; lo sentaban y con el torno le apretaban el pescuezo de modo que la lengua le quedaba afuera. A todos los muchachos de las escuelas llevaban a ver esto".
Entre los pequeños que observaron tamaños espectáculos estaba, por ejemplo, Bernardino Rivadavia que tuvo una infancia triste. A los seis años perdió a su madre. Creció en una espaciosa y fría casa junto a sus hermanos, pronto se sumó una madrastra de quien Bernardino fue el predilecto.
Casi simultáneamente, José María Paz transcurría sus primeros años de vida en Córdoba. Nacido en La Docta el 9 de noviembre de 1791, sobre su educación se sabe que asistió al internado Nuestra Señora de Loreto y que fue esta una de las peores etapas de su vida.
"Cuando no tenía más de doce o dieciséis años —señaló el general en sus memorias—, sufrí en el colegio la persecución gratuita, injusta y tenaz de un clérigo Marín, superior del colegio y, por consiguiente, mío; no sé por qué este hombre corrompido y brutal concibió contra mí un odio tan extenso que no lo puedo explicar sino como una profunda aberración del espíritu humano. Los superiores de mayor jerarquía conocieron al fin la justicia y me la hicieron, sin que el bárbaro Marín pudiese envilecerme ni humillarme indecorosamente, que sin dudas era lo que quería".
Por las palabras de Paz se puede inferir que escapó de un posible abuso. Ante esto sus padres buscaron cambiarlo de colegio, pero el joven se negó. Luego de Loreto fue a la universidad local.
Sobre la niñez y juventud de Juan Manuel de Rosas abundan mitos. Cuenta el historiador Adolfo Saldías que siendo un niño de 13 años, el Restaurador reunió a varios amigos, los armó y organizó como pudo para colocarse a las órdenes de Santiago Liniers, en el marco de las invasiones inglesas (1806-1807). Luego peleó codo a codo con el mismo general y, tras la rendición de los británicos, Liniers envió una carta a sus padres felicitándolos por la valentía del joven.
Saldías agrega que, ante la amenaza de una nueva invasión, el pequeño héroe se alistó en el cuerpo de Migueletes de caballería y participó de la Reconquista, los días 6 y 7 de julio de 1807. Por este nuevo accionar los padres recibieron más cartas de felicitaciones.
Sin embargo, en julio de 1948, el historiador Ernesto H. Celesia desmintió esta historia de ficción. En un artículo del diario La Prensa titulado Rosas y las Invasiones inglesas demostró que el mito heroico data de 1830 y fue trazado por Pedro de Angelis, intelectual napolitano al servicio de Rosas.
El Restaurador afirmaba la existencia de las cartas y, aunque Saldías señaló que estaban en poder de Manuelita Rosas, no las incluyó en su obra con el resto de los papeles que publicó. Aquel historiador fue el único que tuvo acceso a todos los documentos de la familia Rosas y los utilizó para escribir Historia de la Confederación Argentina.
Sin embargo, Celesia no se quedó con eso e investigó en las actas del Cabildo, pues allí se registró a cada soldado y batallón durante las Invasiones. Comprobó que efectivamente en enero de 1807 Rosas se incorporó al escuadrón de los Migueletes. Figura como presente en los registros subsiguientes, pero en junio de ese año se lo señala ausente con la acotación "enfermo en su casa". Vuelve a ser nombrado recién el 15 de julio, en una nota al margen: "Juan Manuel de Rosas se apartó del servicio el 1 de julio…". Por ende, los días 6 y 7 no fue parte de la Reconquista.
Sobre la niñez y juventud de Juan Manuel de Rosas abundan mitos. Cuenta el historiador Adolfo Saldías que siendo un niño de 13 años, el Restaurador reunió a varios amigos, los armó y organizó como pudo para colocarse a las órdenes de Santiago Liniers, en el marco de las invasiones inglesas (1806-1807)
Más allá de eso hay registros que señalan que Rosas dio muestras de un carácter fuerte desde temprana edad. Fue un niño desobediente y difícil al que le gustaba torturar animales: "Inventaba tormentos para martirizar a los animales –escribió Francisco Ramos Mejía, uno de sus biógrafos- y (…) sus juegos en esta edad de la vida en que ni el más leve sentimiento inhumano agita el alma adolescente consistían en quitarle la piel a un perro vivo y hacerle morir lentamente, sumergir en un barril de alquitrán a un gato y prenderle fuego, o arrancar los ojos a las aves y reír de satisfacción al verlas estrellarse contra los muros de su casa".
Durante su adolescencia, el Restaurador provocó incendios y lastimó a sus peones a bastonazos en la cabeza o haciéndolos golpear por animales frenéticos. Su madre intentó doblegarlo a través de castigos tales como encerrarlo hasta que reflexionara, pero no sirvió de mucho.
Por extraño que resulte la infancia de Bartolomé Mitre estuvo relacionada a Rosas. El futuro presidente era un niño de contextura delicada, casi pálido, flaco y de ojos claros. Tratando de volverlo rudo, su padre lo envió a la estancia de Gervasio Rosas -hermano del Restaurador- quien tenía un establecimiento organizado para que los jóvenes aprendieran los trabajos de campo. A Gervasio le resultó decepcionante hacerse cargo del muchacho, carente de cualidades campestres y de interés alguno. Pronto lo envió a un conocido junto con la nota: "Hágame el servicio de remitir al joven Mitre a su padre porque es un caballerito que no sirve para nada; en cuanto ve una sombrita se baja del caballo y se pone a leer".
En Tucumán durante las luchas por la Independencia daba sus primeros pasos Juan Bautista Alberdi quien, según relató, tuvo enormes carencias. "Mi madre -escribió- había cesado de existir, con ocasión y por causa de mi nacimiento. Puedo así decir, como Rousseau, que mi nacimiento fue mi primera desgracia".
Esta tristeza lo acompañó a lo largo de su vida. A pesar de esto tuvo la dicha de conocer a Manuel Belgrano, amigo de su padre . Al mando del Ejército del Norte el general confraternizó con muchos tucumanos durante su estadía, al punto de tener una hija natural. Visitaba en muchas oportunidades a los Alberdi y jugaba con el pequeño Juan Bautista.
Por extraño que resulte la infancia de Bartolomé Mitre estuvo relacionada a Rosas. El futuro presidente era un niño de contextura delicada, casi pálido, flaco y de ojos claros. Tratando de volverlo rudo, su padre lo envió a la estancia de Gervasio Rosas -hermano del Restaurador- quien tenía un establecimiento organizado para que los jóvenes aprendieran los trabajos de campo. A Gervasio le resultó decepcionante hacerse cargo del muchacho, carente de cualidades campestres y de interés alguno
El padre de la Constitución escribió sobre esta etapa: "El campo de las glorias de mi patria es también el de las delicias de mi infancia. Ambos éramos niños: la patria argentina tenía mis propios años. Yo me acuerdo de las veces que jugueteando entre el pasto y las flores veía los ejercicios disciplinares del ejército. Me parece que veo aún al general Belgrano cortejado de su plana mayor, recorrer las filas; me parece que oigo las músicas y el bullicio de las tropas y la estrepitosa concurrencia que alegraba esos campos (…) más de una vez jugué con los cañoncitos que servían a los estudios académicos de sus oficiales en el tapiz del salón de su casa de campo en la Ciudadela". Lamentablemente a los diez años el prócer perdió a su padre y quedó al cuidado de dos hermanos.
Otra de las infancias curiosas de los próceres es la de Domingo Faustino Sarmiento. Entre paredes de adobe, con techos de paja, un pequeño niño de inmensos y soñadores ojos aprendió a leer con solo cuatro años. Semejante habilidad le dio popularidad temprana; lo llevaban por las casas del barrio: todos querían oír al pequeño leer de corrido.
Una de las facetas poco conocidas de la infancia del sanjuanino es que tenía visiones por las noches. En casa no solo convivió con sus padres y sus hermanas — tuvo hermanos pero fallecieron a temprana edad—, también lo hizo con seres extraños, a los que Sarmiento refirió en su ancianidad.
"Pasaba las veladas de invierno a puerta cerrada, toda la familia en torno del brasero árabe, y sobre un estrado se tendía mi cama. Cuando se apagaba la luz, principiaba mi martirio. Un momento después y cuando empezaba a adormecerme, salían de todos los rincones bultos sin forma, de vara y media de alto, como los postes y los palitroques de los juegos de bolos. Eran seres animados, pero sin fisonomías discernibles, y empezaban una danza, un dar vueltas en el interior de la pieza. No me hacían mal ninguno, ni venían hacia mi cama. Yo estaba en lo oscuro, mirándolos aterrado, sin atreverme a gritar de miedo que se irritasen y me hiciesen mal, me comiesen ¿quién sabe? Y esto ha durado años. Al fin estaba habituado a éstas y otras escenas; eran como mis amigos, mis conocidos. La luz del día y el sueño reparador traían la alegría y el olvido de los pasados terrores. Alguna vez conté a mi madre y hermanas estas extrañas visiones. ¿Quién hace caso de tonteras de un niño? Así viví tranquilo con seres fantásticos", apuntó el Padre del Aula.
Alem tuvo una infancia marcada por la tragedia. A los once años vio morir a su padre ejecutado en una plaza pública. Años más tarde se descubrió que era inocente
En la época en que Sarmiento escribió esto ya conocía a Leandro Alem, uno de los fundadores de la UCR. Alem tuvo una infancia marcada por la tragedia. A los once años vio morir a su padre ejecutado en una plaza pública. Años más tarde se descubrió que era inocente. Desde esta plataforma, la vida de Don Leandro no se alejó de las dificultades. Terminó suicidándose en 1896.
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