Lejos de la imagen tradicional de hombres fuertes, imbatibles y poderosos, la muerte se presentó a algunos caudillos con el sino feroz de sus propias existencias. Mientras algunos padecieron de manera abrupta ataques y emboscadas que terminaron con sus vidas, otros vivieron sus últimos días apagándose lentamente, con la desesperación de saberse próximos a la nada.
En 1833 Facundo Quiroga —que tenía 45 años— se hallaba muy avejentado. Su organismo, receptor de las exigencias de un carácter pasional e indomable, comenzó a resentirse. El hombre se volvió sedentario y burgués y dejó La Rioja para instalarse en Buenos Aires junto a su familia.
Allí el caudillo envió a sus hijos a los mejores colegios. Comenzó a vestirse a la moda, a relacionarse con la alta sociedad porteña y a disfrutar de su riqueza. Dedicó sus días a las tertulias y pasó noches enteras apostando grandes sumas en los naipes. Los testigos de aquellos días destacaron que Facundo se caracterizaba por ser mal perdedor y tramposo.
Estaba en la cumbre de la vida, deambulando por las calles de la capital sin preocupaciones, ni responsabilidades.
Hasta que una crisis política estalló en Salta y Tucumán. Entonces el gobernador de Buenos Aires, Manuel Vicente Maza, solicitó a Facundo que acudiera como mediador y Juan Manuel de Rosas se sumó al pedido.
Seguro de que podría lograr el entendimiento entre ambas provincias, el Tigre de los Llanos aceptó. Conocía como nadie el pensamiento de los hombres del norte. Pero cuando llegó, Alejandro Heredia –gobernador de Salta- había sido asesinado y no tuvo mucho que hacer.
De regreso a Buenos Aires, Quiroga fue interceptado en la ciudad cordobesa de Barranca Yaco por Santos Pérez y sus hombres: todos servían a los caudillos cordobeses Reinafé. Al ver aparecer la galera de Facundo dispararon e hirieron a cuatro de sus peones. Entonces el caudillo se asomó para ordenar que no siguieran y Pérez — sobre un caballo, a su costado— lo ejecutó. La muerte fue instantánea. El asesino trepó en el acto por la carroza y atravesó al secretario de Quiroga, José Santos Ortiz, con su sable.
Todos los miembros de la comitiva fueron degollados brutalmente, entre ellos un niño de 12 años que clamaba por su madre. El lugar se abandonó sin dar sepultura a los cadáveres y una lluvia torrencial lavó los cuerpos ensangrentados.
De regreso a Buenos Aires, Quiroga fue interceptado en la ciudad cordobesa de Barranca Yaco por Santos Pérez y sus hombres: todos servían a los caudillos cordobeses Reinafé. Al ver aparecer la galera de Facundo dispararon e hirieron a cuatro de sus peones. Entonces el caudillo se asomó para ordenar que no siguieran y Pérez — sobre un caballo, a su costado— lo ejecutó. La muerte fue instantánea
Poco después, y a modo de cenotafio, aparecieron nueve cruces en la zona, que todavía pueden verse y recuerdan a los viajeros el horror vivido aquel 16 de febrero de 1835.
Todavía hay muchas dudas sobre la autoría intelectual del crimen. El historiador Félix Luna negó la existencia de indicios serios para culpar a Rosas, pero no todos comparten su opinión.
Casi de inmediato, los autores materiales del crimen fueron capturados y sometidos a juicio. Terminaron siendo ejecutados en la Plaza Mayor de Buenos Aires. Un instante antes de morir, Santos Pérez gritó al pueblo allí reunido: "¡Rosas es el asesino de Quiroga!". Confirmó entonces las sospechas de muchos y desdobló una sombra sobre el Restaurador que llega hasta nuestros días.
Todavía hay muchas dudas sobre la autoría intelectual del crimen de Quiroga. El historiador Félix Luna negó la existencia de indicios serios para culpar a Rosas, pero no todos comparten su opinión
Mientras Quiroga era asesinado, el caudillo a cargo de Santa Fe, Estanislao López, manifestaba los primeros síntomas de una tuberculosis pulmonar. En abril de 1838 la enfermedad ya había avanzado mucho cuando Rosas informó a las provincias que había iniciado una disputa con Francia y esperaba el apoyo de todos.
Buenos Aires nacionalizaba un conflicto particular López, ya muy enfermo, encabezó junto al gobernador de Corrientes una protesta, a la que se sumarían también Santiago del Estero, Mendoza y Córdoba.
Mientras tanto, el caudillo envió a Domingo Cullen a la capital para reclamar una solución al conflicto con los franceses. Pero López murió en ese momento, por lo que dejó el camino libre a Rosas para imponerse por completo.
Cullen fue nombrado gobernador santafesino e intentó continuar la línea política trazada por López pero sólo ganó que Rosas lo mandara a fusilar. Pese a que el último gesto de Estanislao fue rebelarse ante el Restaurador, desde diciembre de 1847 una placa sobre su tumba reza:
"Descansa del Empíreo en las regiones
en el seno de Dios ¡hombre querido!
La libertad te debe sus blasones
y los tiranos su postrer gemido.
Rosas, el compañero de tu gloria,
consagra esta inscripción a tu memoria".
Desde Santiago del Estero, el caudillo Juan Felipe Ibarra observaba todos estos sucesos con plena tranquilidad. La decadencia lo golpeó al cumplir 62 años. Su cuerpo estaba en tan malas condiciones como provincia que regía desde hacía décadas.
En 1849 Ibarra notó que se hinchaba. Ignorando que se trataba de hidropesía, creyó ser víctima de un embrujo y se negó rotundamente a consultar a algún especialista o salir de su casa. Sin embargo recibió a un grupo de médicos enviados por su amigo Rosas.
Sabiéndose cercano a la muerte el caudillo armó su curioso testamento. "Declaro que no tengo herederos forzosos, ni ascendientes, ni descendientes, instituyo, nombro y declaro por legítima heredera a mi alma de todos mis bienes muebles e inmuebles", dice el documento, donde además señala que todos los recursos se destinaran a misas en su honor.
El santiagueño murió la mañana del 15 de julio de 1851, cuando el reloj daba las diez y cuarto. Sus restos fueron velados en la iglesia de La Merced y se lo sepultó en las cercanías, para lo que se construyó un monumento especial. Siete meses más tarde Rosas cayó en Caseros. El nuevo gobierno de Santiago del Estero confiscó los bienes de Ibarra y, como era de esperar, su alma no pudo heredar nada.
‘Declaro que no tengo herederos forzosos, ni ascendientes, ni descendientes, instituyo, nombro y declaro por legítima heredera a mi alma de todos mis bienes muebles e inmuebles’, señaló Ibarra en su curioso testamento
A principios de 1844 Mendoza estaba en manos de Félix Aldao, quizás el más feroz de los caudillos. El ex fraile sintió entonces fuertes y recurrentes puntadas sobre la frente. Poco después apareció en el lugar un grano del que intentó librarse con presiones dactilares y ungüentos. La protuberancia y la desesperación crecieron a la par. El tumor terminó teniendo el tamaño de un huevo, por lo que dejó sus "procedimientos caseros" y fue con un cirujano. quien extirpó la carnosidad maligna.
Enterado y sumamente preocupado, Rosas envió a su cuñado —el médico Miguel Rivera— para atender al enfermo.
Dado que el tumor creció nuevamente, el médico decidió operarlo. Aldao se mostraba abatido. A veces escapaba del encierro cotidiano y paseaba por la icónica Alameda mendocina, que alguna vez también recorrió San Martín y bajo cuyos árboles descansaba Facundo en sus vistas a la provincia cuyana. Como único consuelo quedaban al caudillo los placeres de la carne, que según Rivera, lo debilitaban y le causaban desvanecimientos.
Señaló el médico que en cierta oportunidad —harto de tanto sufrimiento— el enfermo "se dirigió a un ropero, trata de sacar de él una pistola cargada que allí tenía".
"Doña Romana —su última mujer—, con el fin de evitar que el enfermo se apodere del arma, cierra violentamente la puerta, y el portazo da con tal fuerza sobre el tumor que Aldao casi cae al suelo del dolor. Con el arma en una mano el general sale de la habitación y comienza a pasearse presa de gran exaltación, por debajo de los corredores. Nadie se atreve a arrimársele (…) cuando vio llorar a doña Romana dióle el arma y se retiró a descansar", escribió en sus memorias.
Aldao había nacido en Mendoza, el 11 de octubre de 1785. Resignado a morir, pronto decidió reconciliarse con la Iglesia. Pidió confesarse, pero el sacerdote que lo hizo en primer lugar se descompuso al escucharlo y debieron buscar a otro para que lo absolviese. El hombre finalmente murió delirando y fue sepultado con su traje de dominico.
Muchos años antes había luchado por la independencia y formado parte del Ejército de los Andes. Los combates de Chacabuco, Cancha Rayada y Maipú fueron testigos de su valentía feroz. Seguramente en el delirio de su partida, las órdenes de San Martín se mezclaron con los cantos eclesiásticos de una juventud consagrada a Dios y las súplicas de sus víctimas.
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