La noche del 30 de diciembre de 2004, la ciudad de Buenos Aires fue testigo y escenario de una de las tragedias más dolorosas de la historia, cuando, casi al comienzo del concierto de Callejeros, una bengala prendió fuego la media sombra con la que se pretendía mejorar la acústica de boliche República de Cromañón y se desató el infierno.
Producto de la desidia del Estado, de la codicia de los organizadores, de la inconsciencia de quienes entraron con fuegos de artificio a un auditorio cerrado, de la incapacidad de los músicos para contener a sus fans, esa noche murieron 194 personas. Una cantidad obscena de muertes.
Es llamativo, pero a lo largo de 17 años, son pocos los libros que dan cuenta de la tragedia. Se pueden destacar El día que apagaron la luz, de Camila Fabbri; Cromañón. La tragedia contada por 19 sobrevivientes, de Ezequiel Ratti y Franca Tosato; Tú no, princesa, tú no, de Fernanda Meritello. También la investigación Cromañón. La república del dolor y la impunidad, donde el periodista Hugo Martin siguió los avances de la causa y la realidad de las familias y los sobrevivientes.
Cromañón, la república del dolor y la impunidad (Letras del Sur) salió al cumplirse el décimo de, como dice su autor sin pelos en la lengua, la masacre. “Digo masacre y no tragedia”, dice Martin ahora en diálogo con Infobae, “porque se conjugaron muchos factores para que sucediera. Una tragedia puede ser algo fortuito, accidental. Acá todo se fue concatenando para que Cromañon se prendiera fuego: la aprobación de los planos y la habilitación como boliche clase C que nunca debió existir, los controles de la Ciudad, las coimas a la policía para que hicieran la vista gorda, la falta de salidas de emergencia, la media sombra y el techo que emanó ácido cianhídrico, los nueve matafuegos que no andaban...”
—El libro salió en 2014: ¿cómo era el estado de situación en ese momento?
—Era una situación muy distinta. Ese fue el año en que murió Omar Chabán, que estaba en prisión, pero murió en el hospital Santojanni el 17 de noviembre. A pesar de que estaba muy enfermo, fue repentino, y tuve que agregar un párrafo al capítulo sobre él cuando el libro estaba entrando en imprenta. Por el lado de Callejeros, los músicos estaban en libertad excepto por Edu Vázquez, el baterista, al que habían condenado a prisión perpetua por el femicidio de su pareja, Wanda Taddei. Poco tiempo después, el resto debió regresar a la cárcel para completar sus sentencias. Aún no había tenido lugar el juicio a Rafael Levy, el verdadero dueño de Cromañón y todo el predio que incluía al boliche de Once. Esos, junto a Aníbal Ibarra, que increíblemente jamás fue citado ni siquiera a declarar por la justicia, lo que fue un despropósito dada su responsabilidad en la cadena de controles, pero fue echado de su cargo por la política, fueron los principales apuntados por los familiares de las victimas y la sociedad.
—¿Qué cambió desde la publicación del libro?
—Hoy, ya están todos libres. No queda nadie preso. Para las familias, sobre todo las que están más cerca de la causa, como los que se agrupan en Familias por la Vida —una ONG que se encarga de recibir denuncias sobre irregularidades en la seguridad de los boliches—, la última cachetada fue saber que a Rafael Levy le devolvieron la llave de Cromañón a través de una empresa offshore radicada en Uruguay. Una de las primeras cosas que hizo, denuncian los padres, fue agarrar todo lo que quedaba adentro del boliche —zapatillas, remeras y hasta celulares de los chicos— y las tiró a la basura. Las familias querían hacer allí un centro de memoria sobre la masacre.
—¿Cómo actúa el kirchnerismo ante Cromañón, siendo que la tragedia sucedió en el 2004, durante el gobierno de Néstor Kirchner?
—En el momento en que sucedió Cromañón gobernaba la ciudad Aníbal Ibarra, aliado del kirchnerismo. Durante mucho tiempo, el gobierno nacional no hizo demasiadas menciones sobre el tema. El propio Ibarra, de hecho, no fue ni a los hospitales, ni a los funerales de las víctimas. Su primera aparición pública fue con la Cámara de boliches. Recién cuando le hicieron juicio político, Kirchner le soltó la mano. El voto decisivo para que lo echaran fue el del Chango Farías Gómez, un legislador kirchnerista. Hasta ese momento, la oposición tenía 29 votos para destituirlo y necesitaban uno más, que fue ese.
Pensar que “no pasa nada” llevó a lamentar 194 muertes
—Cromañón vino poco después de la crisis de 2001. Dos golpes muy fuertes a la sociedad y a la juventud. A casi veinte años de Cromañón y después de dos años de pandemia, ¿qué huellas quedan? ¿Es una tragedia vigente?
—Lo que hizo Cromanón fue darles visibilidad a muchos chicos que no aparecían ni en radio ni en tevé ni en revistas ni diarios. Gran parte de la sociedad adulta —incluidos los padres de víctimas— ignoraban la existencia de lugares tan precarios como Cromañón. Y quienes sí debían cuidarlos miraban para otro lado porque era un buen negocio. A veinte años, muchos sectores de la sociedad siguen jugando con fuego. Con otros fuegos quizás. La seguridad de los boliches mejoró al menos un poco y las costumbres en los recitales también. Hoy, a nadie se le ocurriría encender una bengala en un boliche cerrado. Y al que lo hace, seguro que le sacan en dos segundos. Pero, por ejemplo, que en medio de una pandemia y con las posibilidades que da la vacuna, haya más de 5 millones de argentinos no se la hayan aplicado, o que se aglomeren en lugares cerrados, marca que hay una desidia muy grande por la vida. La propia y la de los demás. La falta de empatía es muy evidente en muchos ámbitos. Y eso fue lo que sucedió en Cromañón. Pensar que “no pasa nada” llevó a lamentar 194 muertes.
—¿Qué responsabilidades tiene el músico con respecto a la seguridad de su público?
—Creo que la responsabilidad de los músicos varía según sean ellos los que organizan el recital, o si se ponen en manos de una productora. En el caso de Cromañón, Callejeros co-produjo los recitales. Ellos pusieron la seguridad, que estaba a cargo de Lolo Bussi, aunque resultó un personaje menor porque no tenía ningún tipo de voz de mando, no controlaba la situación, era una figura decorativa. Así se filtró la pirotecnia. Y sabían que se iban a poner a la venta 3500 entradas, aunque no está claro que supieran que el aforo autorizado del lugar era de 1031 personas. Huelga decirlo, no eran profesionales de la organización de eventos masivos. Pero cuando el músico sólo va a tocar, ahí su responsabilidad es claramente menor. El mejor ejemplo es Cromañón mismo: antes de Callejeros tocó Ojos Locos, la banda soporte. También se encendieron bengalas, pero ellos sólo habían ido a tocar, por lo que no fueron puestos a consideración de la justicia como responsables de la masacre.
—Mi pregunta iba dirigida no solo a la responsabilidad judicial, sino también a la responsabilidad moral de los músicos de cuidar a su público. Recuerdo un recital de Las Pelotas en el que alguien prende una bengala y Daffunchio interrumpe la canción hasta que la apagan.
—Por supuesto que muchos músicos detienen recitales si ven que sucede algo entre el público. Pero acá no sucedía tanto hasta Cromañón. Después sí, lo empezaron a hacer. El rock se manejó mucho con el diario del lunes en este caso. Las bengalas, hasta Cromañón, se usaban como un argumento para demostrar la “pasión” del público hacia una banda. La famosa futbolización del rock, que incluyó los cantitos de las canchas. No hay más que mirar videos de recitales de esa época o fotografías oficiales de los shows en vivo de las bandas y las revistas especializadas para darse cuenta de que la pirotecnia era, de alguna manera, promovida.
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