Las primeras veces, cuando sonaba el teléfono después de las doce, me sobresaltaba: no hay llamada a la madrugada que traiga buenas noticias. Después me fui acostumbrando y al primer timbre ya sabía que era él. José Pablo pertenecía a la generación que llamaba por teléfono. Y él llamaba tarde, siempre muy tarde.
Vivía a contraturno. Se despertaba por la tarde y trabajaba —es decir: escribía— toda la noche. En algún momento, por alguna razón, frenaba y levantaba el teléfono. “Hola, soy José”, decía, y empezaba a hablar casi sin escuchar la respuesta. A veces me hablaba de la columna que estaba escribiendo para el diario —a Página/12 le decía “mi diario”—, a veces se quejaba de lo que otros habían dicho de él, a veces simplemente quería contarme el argumento de una película que había visto en el cine o para avisarme que iba a empezar un nuevo programa. Siempre estaba empezando nuevos programas. Sospecho, sin embargo, que llamaba para escucharse a sí mismo. Es algo típico de los escritores: cuando están empezando a concebir una idea necesitan tener a otro enfrente para confrontarse a sí mismos.
Nos veíamos poco; la nuestra era una amistad —aunque amistad no es una palabra precisa— telefónica. No fue un mentor, porque ni el quería ocupar ese lugar ni yo lo veía de esa manera. Era una relación cordial y desafiante, afectuosa y problemática. En un punto, José Pablo era para mí un hombre que no había logrado entrar al siglo XXI —con aquella frase paradigmática: “Cualquier pelotudo tiene un blog”—, y él me veía como un chico que quería escribir pero que todavía no encontraba su voz. En esa distancia se daba nuestra relación.
Filosofía aquí y ahora
José Pablo Feinmann fue escritor, dramaturgo, profesor, conductor de radio y televisión. ¿Fue también filósofo? Wikipedia dice que sí. Era algo que él se cuestionaba desde hace casi cuarenta años, cuando escribió en el prólogo de Filosofía y Nación si era posible ser un filósofo argentino. Era una pregunta política: la filosofía parece ser una disciplina exclusiva de los europeos.
No sé si llegó a considerarse a sí mismo un filósofo, pero, en los últimos años, la sociedad lo reconocía como tal. Paradójicamente, quienes impulsaron esta visión fueron sobre todo sus detractores, que habían empezado a llamarlo “filósofo K” para resaltar la supuesta contradicción entre su pensamiento político y su rol de intelectual. No voy a detenerme en este punto; hay una serie de reflexiones, debates y problemáticas que se pierde en el sintagma “filósofo k” —que, por otro lado, José Pablo ya escribió en El flaco—. Me gustaría, en cambio, hablar de su literatura.
Lo conocí personalmente hace poco más de diez años, cuando lo entrevisté por Timote. En esa novela, José Pablo conjeturaba los últimos momentos del General Aramburu en lo que fue su secuestro y muerte a cargo de la organización Montoneros. Era 2009, y luego de la resolución 125 y el conflicto con el campo, la Argentina tensaba las posiciones a un lado y al otro de la grieta. En ese contexto, José Pablo sacaba un libro incomodísimo que no fue lo suficientemente valorado, creo, por esa incomodidad: narraba un hecho trascendental de la historia del país con actores que eran retomados por el oficialismo y la oposición, pero no había en la historia una bajada de línea, no había lógica maniquea, el libro no le era funcional a nadie. “La ficción no juzga”, dijo por entonces en una entrevista. “Es el instrumento más impecable que creó el hombre para expresar la complejidad de la existencia”.
Pero no juzgar es distinto que no intervenir. En la escena en que Abal Medida va a dispararle a Aramburu, le dice: “General, voy a proceder”. La elección de las palabras no es ingenua. “Proceda” fue la orden de Néstor Kirchner al jefe del Ejército para que bajara los cuadros de Videla y Bignone en la Escuela Militar.
A pensar de todo
Timote está escrita bajo la forma de una tragedia griega. La crítica habitual es que José Pablo escribía siempre igual: es una crítica prejuiciosa y equivocada. A cada historia le buscaba la estructura necesaria. En sus novelas visitó, con mayor o menor suerte, muchísimos géneros: dramático, melodramático, paródico, épico, gótico, histórico, ensayístico y, por supuesto, luego varias esdrújulas más, el policial negro. También escribió cuentos, pero lo suyo era la novela. Necesitaba 35.000 caracteres sólo para aclararse la garganta.
Mi novela de Feinmann favorita es El ejército de ceniza, una versión alucinada de las guerras civiles en la Argentina, una suerte de El corazón de las tinieblas revisitado por Héctor Oesterheld. Y luego están, cómo no, La astucia de la razón y La crítica de las armas, que narran el devenir de la izquierda peronista y el surgimiento el terrorismo de Estado, a la vez que cuentan el tratamiento psiquiátrico al que José Pablo debió someterse en ese tiempo para tratar una neurosis crónica que lo consumía mortalmente.
Hace cinco o seis años la editorial Planeta reeditó las novelas de José Pablo en una colección que se llamó Biblioteca Feinmann y, en un honor inmerecido, me invitaron a escribir las contratapas. Tuve la oportunidad, entonces, de releerlas todas. Desde Últimos días de la víctima, de la que hablaré más adelante, hasta La sombra de Heidegger; quedaba afuera la saga de Joe Carter, que José Pablo recién había comenzado a publicar. En esa relectura descubrí el fuerte componente filosófico que movía la ficción de José Pablo Feinmann.
No son novelas de tesis, más bien todo lo contrario —de hecho, hay una, El mandato, que narra el golpe del Uriburu, y él decía que se arrepentía de una línea de diálogo que revelaba demasiado su pensamiento—, pero es notable cómo en el conjunto se hace evidente la razón de su escritura: para él, pensar y escribir eran una misma acción.
El laberinto de una sola línea
Se puede decir mucho de Últimos días de la víctima, empezando por el hecho de que se volvió una frase del habla popular. Cuántos veces hemos dicho “últimos días de la víctima” para hablar de un examen, un partido de fútbol, el resultado de las elecciones. Salió por Colihue en 1979, y es una de las grandes novelas de la dictadura, junto con Respiración Artificial, de Piglia, El cerco, de Juan Martini, Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís, y también las de Soriano y Mempo Giardinelli. Estoy seguro de que las sucesivas batallas innecesarias que mantuvo con ciertas figuras de la Academia le restaron valor a la novela. Se enojó conmigo cuando se lo dije, pero sé que no fui el único.
Últimos días… parte de un argumento clásico del noir —un asesino a sueldo recibe el encargo de matar a un hombre que sabe demasiado— y desde allí elabora una trama sutil pero indisimulada que pone en primer plano la violencia de la dictadura, la sociedad vigilada, las acciones de una fuerza parapolicial que decide el destino de las personas. En la película del 82, con dirección de Adolfo Aristarain y guion de Aristarain y Feinmann, se abandonan todas las sutilezas.
En el primer tomo del monumental Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina, José Pablo habla de Borges y dice que no le gusta o que le gusta cada vez menos. Y, sin embargo, en Últimos días de la víctima, nada menos que su primera novela, pone un acápite —casi un spoiler— del cuento “La muerte y la brújula”. En esa tensión de aproximación y rechazo, Feinmann se juega su lugar en la tradición argentina. Lo mismo hace con Sarmiento, con Alberdi, con Milcíades Peña, con David Viñas.
Una vez, en una entrevista pública que hicimos en Eterna Cadencia, le pregunté por qué, si el fútbol era un tema recurrente en sus libros —aparece, por ejemplo, en Timote—, no había mención alguna al Mundial 78 en Últimos días de la víctima: “La escribí en pleno mundial”, respondió. “Yo estaba muy enfermo todavía, pero escribir me hizo muy bien. En el 79 tuve una recurrencia terrible y pude terminar la novela recién por octubre de ese año”. Lo imagino por ese entonces, un chico de la edad que yo tenía cuando nos conocimos, tratando de sobrellevar la realidad como puede, dando cara a la enfermedad con las palabras. No se me ocurre un testimonio más iluminador sobre el poder de la literatura que la fe que en ella depositan los escritores.
LEER MÁS