Lina Meruane es una escritora exquisita. Cada uno de sus libros deslumbra por las ideas y por la forma en que está escrito. Algunos de los títulos son: Fruta podrida, Sangre en el ojo —que ganó el premio Sor Juana Inés de la Cruz—, Sistema nervioso, el ensayo Contra los hijos, Volverse palestina, el reciente Zona ciega, en el que trabaja más profundamente un tema que ya había explorado en Sangre en el ojo, como es la ceguera.
Como pasa con muchos escritores latinoamericanos, su carrera literaria y académica la ha llevado a trabajar en Estados Unidos, donde vive desde hace más de veinte años —aunque en estos momentos, la deriva laboral y artística la tenga temporalmente viviendo en España—, pero su lugar de residencia y su horizonte literario es su Chile natal. Cada libro, entonces, es, parafraseando el título de uno de sus compatriotas, una forma de volver a casa.
Este mes, Meruane será junto a Amy Fusselman y Jorge Volpi jurado del V Mundial de Escritura. Fue por eso que Meruane accedió a participar en un encuentro público coorganizado por el Mundial y por la plataforma de lectura por suscripción Leamos.com.
—¿El escritor latinoamericano debe ser un escritor político para ser escritor?
—Yo pienso que la literatura tiene que impactar, conmover, movilizar los lugares del sentido común. Muchas veces hay un enfoque no visto, y hacer el trabajo de repensar, de recontextualizar, de reposicionar una serie de problemas y pensamientos a contracorriente o contrapelo es una manera de trabajar lo político. Lo que pasa es que, cuando pensamos lo político, pensamos en escribir sobre narcos, en escribir contra los políticos de turno, en hacer grandes declaraciones feministas. Pensamos lo político de una manera un poco lineal. Pero lo político también está en la literatura que moviliza ciertas ideas que tenemos de lo social y las pone en tensión o fricción. La literatura que a mí me interesa está permanentemente haciendo eso. Lo que se presenta como apolítico, lo que confirma los lugares convencionales, lo que no nos cuenta en rigor nada nuevo o nos dulcifica los lugares hegemónicos de nuestras sociedades, para mí no es literatura, es entretenimiento.
Los hombres y la gente en el poder no ceden sus privilegios buenamente: siempre fueron peleados “por la razón o la fuerza”, como dice el maldito lema nacional chileno
—La figura de la escritora mujer parecería que ha ganado un espacio de visibilidad y potencia, como si hubiera excedido el espacio que le daban los hombres. Hoy la mujer se ha convertido en un actor político por naturaleza. ¿Cuánto te afecta eso?
—Yo estaría en desacuerdo en la manera de presentar este problema. A las mujeres nunca nos dieron un espacio o permiso para hablar. Esos espacios siempre fueron producto de una serie de manejos, a veces disimulados. Usando “las tretas del débil”, como decía Josefina Ludmer. Como si la idea del feminismo se le hubiera ocurrido a él —al marido, al político—. Nunca hubo una posición masculina que, de pronto, tuvo esa generosidad. Los hombres y la gente en el poder no ceden sus privilegios buenamente: siempre fueron peleados “por la razón o la fuerza”, como dice el maldito lema nacional chileno. Los cambios tienen que ver con luchas que las mujeres han ido dando. Yo quiero reivindicar ese lugar de una lucha constante y no condescendiente ni bien educada. Creo que las argentinas son un ejemplo en Latinoamérica de esa esa tenacidad, de esa fuerza. Y también de ese humor, porque no es una lucha solemne y mal agestada: hay provocación, hay ironía.
—¿Y las chilenas?
—Las mujeres chilenas también agarramos el guante para sumarnos a un montón de peleas que han logrado lo que, para nosotras, nosotros, nosotres, parecía imposible, que era cambiar la Constitución de 1980 dictada por el dictador de la época, “el innombrable”. Con un referéndum mayoritario en el que el 80% de la población dijo que quería el cambio: que la Asamblea Constituyente fuera muy popular, igualitaria y con escaños reservados para los pueblos indígenas. Esas son las cosas que las mujeres hemos logrado pagando precios físicos. Ese movimiento hacia adelante ha permitido que la nueva generación de escritoras se hayan dado la libertad y tomado el espacio para hablar de temas que antes se pensaban como privados y no públicos, personales y no individuales —como si el “cuarto propio” no fuera universal—, pero además han permitido imaginar otras situaciones y atreverse a contar no solamente lo que nos pasa a las mujeres. Eso está teniendo un efecto acumulativo en que hay tantas escritoras tan interesantes que cuentan cuestiones perturbadoras con una fuerza y estrategias literarias frescas y novedosas. Ahí está el secreto de lo que medios llaman el “boom femenino” y que a mí me gustaría pensar menos mercantilmente.
—Formás parte de una generación de escritoras que se ha impuesto a ciertos mandatos, como, por ejemplo, el de la maternidad. ¿Qué costos pagaste por un ensayo como Contra los hijos?
—Nunca puedo pensar en costos porque siempre he pensado en la literatura como un espacio donde darme la licencia de decir lo que quiero. Más costos he tenido por escribir sobre el tema palestino, por ejemplo, que es un tema altamente contencioso y complejo políticamente. Las críticas y ninguneos para mí no son un costo, sino que son parte de entrar en la discusión pública de temas difíciles, tabú, como son la maternidad y, sobre todo, la no maternidad. Sería un poco ingenuo meterse en temas controversiales y no esperar respuestas agitadas y álgidas. Por otro lado, mucha gente me da las gracias. Y me sorprende que haya tantos hombres que lean ese libro. Hay un efecto político muy bonito que compensa cualquier mal rato.
Sería un poco ingenuo meterse en temas controversiales y no esperar respuestas agitadas y álgidas
—¿Qué buscás al hablar de los cuerpos y, en particular, de los ojos? ¿Por qué es tan importante situar la mirada del escritor y volcarla como un acto intelectual?
—No voy a decir nada muy original si digo que los escritores queremos mirar lo que nos rodea con ojos frescos. Lo que supone una tarea de mirar con mucho cuidado y darse cuenta incluso de lo que uno no ve. El tema de la visión y la ceguera lo traté desde muchos ángulos: desde cómo ciertas discapacidades transforman las relaciones personales, familiares, y también a la persona misma. En ese pacto con los otros —de cuidado, de dependencia, de amor— también hay un ejercicio de poder en la pareja. Mientras escribía el libro me pregunté cómo aparecía la ceguera en la literatura y por qué estaba tan ausente en los escritores ciegos —como Borges, Joyce, Sábato tardíamente, Gabriela Mistral, etc.—, qué significaba eso en la mirada sobre el cuerpo, por qué el cuerpo estaba excluido de esa gran literatura de las ideas que escribían los hombres. Cuando escribí Sangre en el ojo me oponía a la idea de que es la cabeza la que escribe, y el cuerpo está ausente. Siempre he pensado que escribimos con o a través de nuestros cuerpos.
—En tu respuesta mencionás la relación que hay entre la vista y el poder.
—Sí, no sabía cómo abordarlo hasta el estallido social de octubre de 2019 en Chile, cuando la policía empieza a atacar a los ojos de la ciudadanía. Esto no es azaroso: son cuatrocientos ojos y dos personas completamente cegadas. Las policías militarizadas de América latina y de otros lugares han elegido al ojo como el órgano a atacar, porque el cuerpo entero —la muerte— tiene un costo político demasiado grande. Al mismo tiempo, es la espectacularización de la violencia como amedrentamiento a la ciudadanía que se manifiesta por sus derechos y se declara abierta —es decir: tiene los ojos abiertos—.
—Viviendo hace tantos años en el extranjero, ¿qué encontrás en la literatura latinoamericana?
—Es una pregunta grande, que disloca mi propia ajenidad, porque vengo de pasar seis meses en Chile y nunca siento que vivo afuera. Lo que yo descubrí afuera es que yo también era latinoamericana, que yo no era solamente chilena. En cuanto a lo que percibí de la literatura latinoamericana estando en Estados Unidos, el lugar donde más tiempo he vivido, es una serie de cosas: que había una lectura de lo latinoamericano que se restringía al Boom y a una especie de exigencia de que los autores siguieran contando las desdichas de la política y la violencia latinoamericana para llenar un “cupo” que enlaza con lo que los lectores extranjeros ya saben de América latina. También entendí que los editores no leen en castellano. Mayoritariamente leen en francés o alemán, y necesitan que alguien que les lea. Ahí comprendí la importancia de la figura del traductor como mediador. Pero luego vi una pequeña transformación de esas lógicas a partir de la figura de Roberto Bolaño, que es un mediador entre el Boom y lo actual. De pronto hubo un nuevo interés por la diversidad de la literatura latinoamericana. Me parece que hay un nuevo momento de apertura, que tal vez pronto se cierre, porque así son los mercados. Pero hay que mantenerse un poco al margen de eso, resistir esas tentaciones que son extraliterarias.
Desgrabación: Natalia Ginzburg.