El género policial a veces parece ser tan estricto en sus formas y en sus ritos de paso que, cuando un relato se aleja un poco de los puntos clave, da la impresión de que se cruza de vereda y entra en territorio distinto. Pero, paradójicamente, los lectores sabemos que son las diferencias, los detalles y las cuestiones poco ortodoxas lo que hace a la identidad e individualidad de la trama.
Lo poderoso del policial es cómo lleva al extremo la vocación universal de la literatura: es el género de las pasiones. Todos podemos comprender y hasta consustanciarnos con la ambición, las expectativas, las ansias. No voy a decir que toda literatura sea policial: eso ya lo dijo Borges. Tampoco que hay que leer una novela policial por día: eso lo dijo Cortázar. Ni voy a decir que a un escritor argentino le alcanza con salir a la calle para encontrarse con el argumento de una novela negra: eso lo dijo Claudia Piñeiro parafraseando, a su vez, a Guillermo Saccomanno. Pero sí voy a decir que el género está en la génesis de las letras argentinas y cada escritor ha sabido darle un estilo personal que lo hace único.
Así como el policial inglés, el norteamericano y el nórdico, el argentino tiene características muy reconocibles. Hace años, Carlos Gamerro hizo un decálogo irónico pero certero que incluía, entre otros mandamientos, que el crimen siempre lo cometía la policía y que el propósito de la investigación podía ser el de llegar a la verdad y, en el mejor de los casos, hacerla pública, pero nunca el de obtener justicia.
Aún hay quienes —equivocadamente— lo señalan como literatura menor. El relato policial nos convoca de tal manera que muchos autores, sobre todo en las épocas más oscuras de la historia nacional, lo eligieron para saltar la censura y exponer las batallas políticas. Podría decirse que casi no hay escritor argentino que no haya entrado en el policial. En una lista al vuelo inevitablemente desprolija e incompleta, se puede mencionar desde Borges hasta Piglia, pasando por Guillermo Martínez, Pablo de Santis, Arlt, José Pablo Feinmann, Juan Sasturain, Soriano, Caparrós, Walsh, Leo Oyola, Eduardo Sacheri, Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Olguín, Alicia Plante. ¿Hacen policiales Hernán Ronsino, Selva Almada, Carlos Busqued? ¿No tiene una trama policial el terror de Mariana Enriquez?
Me gusta mucho —diría: muchísimo— El género policial, nuestro retorno a los cazadores, un breve ensayo de Jorge Fernández Díaz. Es un texto intenso y erudito en donde el autor de El puñal y La herida hace un trabajo casi arqueológico del policial —argentino, pero no solo— para entender cuál es su origen, de qué trata realmente, por qué se mantiene tan vital a lo largo del tiempo. Fernández Díaz transita por el relato de detectives clásicos y el crimen del cuarto cerrado, sigue con el noir y llega hasta la novela sociológica. A partir de estas incontables lecturas, encuentra que en el policial se recrea el antiguo ritual de la caza.
”Su explosiva vigencia”, escribe, “no se explica a mi entender, en el hecho de que el detective sea efectivamente un lector, como prefiere Piglia, sino en que representaba entonces, y sigue encarnando ahora mismo, la figura del cazador. La prosa policial dramatiza la caza, actividad atávica del hombre que comenzó en la prehistoria y que, por lo tanto, se encuentra inscripta en nuestro genoma. El hombre civilizado lee acerca de peripecias y persecuciones porque tiene dentro de sí ese ímpetu dormido, ese ADN explorador y carnívoro, y porque le resulta irresistible ‘revivir’ las múltiples experiencias del cazador primigenio: los detalles, la conjetura, el seguimiento, el acorralamiento y el asalto final”.
El libro de Fernández Díaz tiene la cualidad de los grandes textos: invita al diálogo y a la lectura.
Los invito, entonces, a leerlo. Y a que sigamos hablando.
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